¿Será que soy feminista?

Alma Guillermoprieto

Fragmento

El único texto explícitamente feminista que he escrito se publicó hace algo más de cuarenta años en una revista de México, mi país. La revista se llamaba fem, y a lo largo de casi tres décadas fue punto de convergencia para una buena parte del feminismo mexicano. Mi artículo, escrito en colaboración con una amiga, era una denuncia apasionada de los infames cómics para hombres que se vendían por aquel entonces en los estanquillos del país, llenos de dibujos procaces que ilustraban recurrentes fantasías de violación y engaño. No pocas veces las protagonistas terminaban muertas, despatarradas en un charco de sangre, con un tiro en el pecho. Despatarradas con heridas múltiples de cuchillo. Despatarradas después de un suicidio con barbitúricos. Siempre despatarradas, y con la entrepierna de la pantaleta mirando al lector.

Eran unos pasquines impresos con tinta barata en papel corriente, y nutrían lo que parecía ser el hambre inacabable de muchos hombres mexicanos por ver a mujeres —siempre amplias de carnes, casi siempre dibujadas con las nalgas prominentes volteadas hacia el lector— en situaciones de humillación. Había estanquillos especializados en la venta de números atrasados de estos librejos, y hasta en los puestos mejor surtidos, que vendían revistas de política, novedades y hasta literatura, los pasquines ocupaban siempre un lugar de honor. Yo no los podía ver sin sentirme agredida, y por agredida, furiosa. Llevaba desde la adolescencia soportando muda el diario manoseo, las nalgadas, los pellizcos, los acosos, las insinuaciones que tantos hombres de la Ciudad de México se sienten obligados a brindarles a las mujeres que comparten el espacio público con ellos. No tengo a la mano el texto que escribimos mi amiga y yo, pero sé que, más que un ensayo o una denuncia, fue un arranque envenenado, una especie de venganza.

Hoy, recordando aquel texto, me doy cuenta de que habría quedado mejor si yo hubiera contado con un fundamento teórico, o histórico, de feminismo, para darle un poco más de contexto a tanto enojo. Como no tengo estudios universitarios y soy muy poco dada al pensamiento abstracto, lo que escribimos mi amiga y yo seguramente fue bastante candoroso y simple. Pero se trató de un texto sincero también. Y sí, furioso, como correspondía a la realidad. No sé mi amiga, pero después de verlo publicado sentí no tanto la alegría de una autora novata, sino cierta calma, como la que tal vez sienta la mujer maltratada que por fin le vacía la pistola a su agresor. Tal vez sea el caso que todo lo que he escrito a lo largo de los años ha tenido algo de desafío y venganza, no lo sé. A lo que voy es que escribí aquel texto no por feminista sino por ofendida. ¿O será que para reconocerse feminista hay que comenzar por reconocer un daño propio?

Mis lecturas de teoría feminista las hice todas por aquella época, entre los veinte y los treinta años. Fueron más bien pocas, por lo que ya dije: la teoría me cuesta mucho trabajo. Aparte de El segundo sexo, de Simone de Beauvoir, leí los libros y artículos de las autoras que levantaban mayor revuelo en esos años iniciales de lo que se llamó el movimiento por la liberación de la mujer —Andrea Dworkin, Betty Friedan, Gloria Steinem, la australiana Germaine Greer—. Toda autobiografía es una novela —no hay que fiarse nunca de la memoria— pero me recuerdo leyendo a esas autoras como si fuera de reojo, a salto de mata y con cierto sentido de culpa.

Vivía inmersa en la espuma de la revolución socialista. Era la época de las dictaduras y las guerrillas en América Latina, y la aventura y el romance de la epopeya revolucionaria eran lo que me interesaba de verdad, aun cuando, sin que nunca se dijera de forma abierta, la revolución se concebía como tarea de hombres. El feminismo estaba en el aire en las universidades y los medios, primero como brisa y luego como huracán, pero quienes vivieron esa época recordarán que los revolucionarios desconfiaban profundamente de la insurrección de las mujeres, y su desaprobación me inhibía. Se escuchaba la marcha compuesta por un cantautor mexicano, José de Molina, que exhortaba: «¡A parir, madres latinas! ¡A parir más guerrilleros!», y aunque me parecía repulsiva esa exaltación de la mujer como máquina reproductora, no fue sino hasta muchos años después que tuve la necesaria autoridad moral frente a mí misma para admitirlo. En la época en que salió la canción, si en los grupos de estudio alguna mujer protestaba por el sexismo insidioso de nuestros debates —«Compañero: ¡siempre les ceden la palabra primero a los hombres, y nos interrumpen siempre a las mujeres!». «¿Por qué no podemos hablar sobre el aborto?». «¡Hay que incluir el tema de la discriminación de género en el pliego de demandas laborales!»—, los compañeros escuchaban con espíritu democrático y hacían autocrítica, hasta que por ahí por el cuarto o quinto reclamo de parte de alguna compañera, ellos, luchando por esconder la irritación, se escudaban detrás de esta contrapregunta infranqueable: «¡Compañeras! ¿Qué es más importante: la Revolución o los problemas de las mujeres?».

Qué pregunta estúpida, ¿no es cierto? Pues yo la consideraba con toda seriedad.

Seguí dudando si el error estaba en el machismo de ellos o en las desviaciones pequeñoburguesas nuestras, mientras escritoras como Germaine Greer insistían en que nuestro cuerpo es un cuerpo encarcelado por el patriarcado, en que nuestro placer sexual es nuestro, y no de ellos, y en los mil pasquines feministas que se publicaron en esas décadas se repitió una y otra vez que discutir sobre quién debe limpiar el inodoro o tender la cama es discutir sobre órdenes de jerarquía y poder. Ese inmenso descubrimiento se resumió en una frase tan famosa que nadie supo quién la escribió primero: lo personal es político. Resultó una verdad tan innegable que poco a poco se fue colando hasta en los círculos de estudios marxistas y demás conversaciones revolucionarias.

Pero si a mí, ferviente prorrevolucionaria, me parecía un honor que un guerrillero se quisiera ir a la cama conmigo, ¿para qué discutir sobre patriarcados?

Esa era mi relación con las teorías marxista y feminista. Como si hubiera un Papá Marx con una esposa insubordinada y feroz que se llamaba Mamá Feminista. Y el pobre Papá Marx meneaba la cabeza con tristeza y trataba de que Mamá Feminista entrara en razón, y ella se le reía en la cara y se iba a la cama con una cualquiera porque, claro, era bien sabido que todas las rebeldes éramos —he aquí el insulto— lesbianas vergonzantes.

Mamá Feminista: una loca.

Y yo quería que mi papá me quisiera, y procuraba que Papá Marx no tuviera motivo de enojo.

Y sin embargo, desde la adolescencia crecí reacia al sojuzgamiento como los gatos a la disciplina. Para desesperación de mi padre, y de mí misma, no aceptaba órdenes, ni hora de llegada a casa, ni peine para aplacarme el pelo. Él me gritaba que yo era una cabra, indisciplinada, desobediente, ¡igualita que mi madre! Y yo pensaba en cuán feliz sería si pudiera ser igualita a mis p

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