CAPÍTULO 2
EL PERIODISMO EN EL SIGLO XIX
“Un diario es un teatro en cuya platea todos tienen el derecho de silbar al protagonista.”
Domingo F. Sarmiento, El Mercurio, 1842
Emprender el desafío de entender la prensa del siglo fundacional argentino, y dentro de ella a Sarmiento, requiere de una condición previa: despojarse de las concepciones que se tienen del periodismo en el tiempo presente. Es que el periodismo en buena parte del siglo XIX estaba dentro del sistema político; tener un diario o acceso a una publicación era requisito casi indispensable para tener éxito en política. Éste no fue un fenómeno exclusivo del Río de la Plata, sino que se dio en la mayoría de los países occidentales.
Dos funciones convivían: la prensa era herramienta de la política y, como tal, expresión del faccionalismo político; pero era también el mayor mecanismo de transmisión de ideas y conocimiento que existía en aquella sociedad. No es casual que importantes textos de grandes pensadores, que hicieron Historia por sus repercusiones sociales, aparecieran primero en la prensa.
En Estados Unidos, el libro El Federalista —documento fundacional de la democracia norteamericana y de la ciencia política— resultó ser la suma de 85 artículos publicados en diarios de Nueva York y otras ciudades del este de ese país por Alexander Hamilton, James Madison y John Jay para apoyar la sanción de la Constitución norteamericana. El 17 de septiembre de 1787 la Convención de Filadelfia entregó a los estados la Constitución a ser refrendada, pero la oposición antifederalista empezó a moverse en su contra con cartas y ensayos, lo que empujó a Hamilton a publicar The Federalist Papers en varios periódicos, entre ellos: Independent Journal, New York Packet, Daily Advertiser, Pennsylvania Gazette, Hudson Valley Weekly, Northern Centinel y Albany Gazette.
Sin ir más lejos, hasta el 18 Brumario de Carlos Marx apareció originalmente en la prensa de Nueva York. Fue escrito entre diciembre de 1851 y marzo de 1852, y la primera publicación fue en 1852 en el semanario comunista Die Revolution, auspiciado por José Weydemeyer, amigo de Marx y Engels, con el título “Der Achtzehnte Brumaire des Louis Bonaparte”. Pues lo mismo ocurriría con tantos textos cruciales de la literatura y de la política argentina, entre ellos el Facundo de Sarmiento.
Es que en esos tiempos se enlazaban naturalmente la administración del Estado, la ley, y la autoridad con el mundo de las letras y la prensa. Según Julio Ramos, el periodista tenía “una función ideologizante y política, que era orientar a la sociedad”. Los diarios, según el historiador Tulio Halperin Donghi, eran “boletines internos de las facciones”. Resulta imposible encontrar en esa época una prensa informativa e independiente de las pujas y de las facciones políticas, y además integrada por profesionales del periodismo.
“En su nacimiento, supervivencia y muerte, el diario político estaba atado al partido que le había dado origen. Los diarios constituían la cara pública de una política esencialmente facciosa”, escribió la historiadora Paula Alonso. Todavía no existía un campo periodístico autónomo, el universo de lectores era pequeño y las posibilidades de financiamiento a través del mercado casi nulas, salvo algunas suscripciones de los amigos del editor.
En un diario político no trabajaban periodistas profesionales; más bien, el escritor de un diario era un político o alguien que estaba comprometido con las ideas y posiciones de la facción o grupo político que le daba apoyo. El trabajo en la prensa era una herramienta, no un fin, y menos una profesión. La mayoría utilizaba la tribuna para hacerse notar, ganar prestigio y así escalar en política. Primaba la opinión sobre la información:
Mi posición en la prensa tiene el grave inconveniente de ser muy personal. Es Sarmiento lo que leen y no El Nacional, lo que me encierra en estrechísimos límites.
No se confundan, avisa Sarmiento a sus lectores, no leen El Nacional, leen mi opinión. Quienes escribían en los diarios importantes solían ser grandes personalidades de la época; en general eran “notables” (juristas, letrados, políticos, militares) que además ejercían el periodismo. Sólo excepcionalmente las notas eran firmadas por el autor; por lo general, se utilizaba un alias o un seudónimo: el anonimato les permitía a ministros y presidentes seguir escribiendo en la prensa y así participar en las discusiones públicas.
En su esclarecedor Anuario de la Prensa Argentina de la segunda mitad del siglo XIX, publicado en 1896, Miguel Navarro Viola cita los nombres de Vélez Sarsfield, Sarmiento, Goyena, Varela, Gutiérrez y Estrada al enumerar “periodistas” relevantes de la época; autores que “debían por fuerza ser literatos, con una sólida base de instrucción y fondo filosófico, pensadores muchas veces, o verdaderos estilistas, cinceladores de la frase”.
En los diarios se armaban listas de candidatos, se debatían políticas, se anunciaban revoluciones, o directamente se publicaban los artículos de los gobernantes o funcionarios, como ocurría con los de Mitre en La Nación o los de Sarmiento —firmados D.F.S.—, aun cuando era Presidente, en El Nacional.
Según relató el periodista José Ceppi cuando trabajaba en la redacción de La Nación, en 1886, durante los tiempos previos a una elección presidencial llegaba a duplicarse el número de publicaciones periódicas.
Prensa facciosa
No son pocos los casos de periodistas que desde un diario buscaron hacerse del poder o ganar influencia en las decisiones públicas. Entre los más célebres podríamos mencionar a los hermanos Héctor y Mariano Varela (La Tribuna), a José C. Paz (La Prensa), a Bartolomé Mitre (La Nación), a Dalmacio Vélez Sarsfield y a Sarmiento (El Nacional), a Carlos Pellegrini (Sudamérica) y a José Hernández, quien desarrolló una intensa carrera periodística con fines políticos paralela a su trabajo literario.
En el caso de Hernández el periodismo fue el camino elegido para “avanzar luego en áreas menos periféricas de la vida pública”, según afirma el historiador Tulio Halperin Donghi. El autor del Martín Fierro fue antes un aguerrido periodista al servicio de la causa federal, tanto de Urquiza como de Derqui: previo a combatir a Sarmiento desde El Río de la Plata, fue redactor de La Reforma Pacífica (1856), Nacional Argentino (1860) y El Eco de Corrientes (1867-68). Como ha mostrado Halperin, ya en los artículos del diario Nacional Argentino Hernández presentaba al periodista como “el precursor del dirigente político de nuevo tipo que florecería en la Argentina cuando ésta haya dejado definitivamente atrás la era de los caudillos”. Así presentado, el periodista no aspiraba a profesionalizarse sino a convertirse en un político exitoso. La prensa era una escala necesaria para el suceso en la vida pública, como narró el historiador Tim Duncan al estudiar el caso del periódico fundado para sostener a Juárez Celman:
En diarios como Sud-América, un joven escritor con ambiciones políticas encontraba exactamente su medio. Su tarea consistía en perfeccionar el arte del cabildeo político, leer toda la prensa matutina de la Capital, estar atento al chusmerío sobre los grandes personajes y escribir agresivamente en una prosa de tono paternal.
Estas reglas del juego hacían que el diario se limitara a dar voz a la facción apoyada y a combatir a las demás. La mayor parte de sus páginas estaban ocupadas por comentarios editoriales, había poca información y nula objetividad. Muchas de las hojas de prensa vivían lo que duraba una campaña; luego de finalizado el proceso electoral, el estilo se reciclaba para dedicarse nuevamente a los dirigentes políticos, gubernamentales, opositores y seguidores más militantes.
Ernesto Quesada supo narrar el ritual artesanal que significaba la aparición de un diario, a eso de las dos de la tarde, con “muchachos agolpados a la puerta de las imprentas”, buscando “ávidamente esas hojas impresas”. No existía venta a gran escala, dado que los diarios se vendían por suscripción o en la imprenta, hasta que en 1867 La República empezó a distribuir ejemplares sueltos en la calle. En lo económico el diario político dependía de un padrinazgo, y esa dependencia se establecía en todo sentido: desde el financiamiento al estilo y a los temas de la publicación. Las suscripciones personales y estatales o los aportes de los amigos políticos eran las más importantes fuentes de financiamiento de la mayoría de los diarios, pero eran escasas y en general no alcanzaban para hacer de un periódico una empresa sólida y duradera.
Como no había todavía publicidad suficiente, un diario no era una rentable inversión económica, dado que no resultaba sencillo conseguir suscriptores más allá del círculo de amistades y de aquellos que lo contrataban por compromiso o afinidad. Así, en el siglo XIX nacieron y murieron innumerables periódicos —especialmente en las épocas electorales—, mientras fluían ideas y disputas en torno a la organización de la Nación.
Por todo esto, la función de un diario era forjar la identidad del partido, movimiento o agrupación detrás de un dirigente o grupo, uniendo la multiplicidad en una sola voz y ordenando el proceso político de la facción en la disputa por el poder. Esto explica que la prensa política tuviera casi exclusivamente opinión, y una línea editorial encolumnada con la de su sostén político.
Un cuchillo a mano
En el período postrevolucionario se dio una tensión en torno a la opinión pública. Según el historiador Fabio Wasserman, por un lado los dirigentes apelaban a ella “como instancia de legitimación y fundamento del poder”. Pero al mismo tiempo, en las reflexiones en torno a la misma, se reconocía que esa opinión pública no existía y había que crearla. La prensa entonces tenía un doble rol, que reflejaba dicha tensión: era el escenario en el que se debatían las ideas para poder expresar esa opinión pública y al mismo tiempo era la responsable de crear esa opinión pública.
¿Cómo construía opinión, y se defendía de las críticas, quién aspiraba a disputar el poder en el siglo XIX? Quesada observa con precisión los cambios sociales que acarreaba lo que él llamó el “boom del diarismo”:
Leído el diario, cada partidista tiene su opinión formada, y considera asunto de honor sostenerla a todo trance, y he ahí cómo se forma esa terrible opinión pública.
Primero, cabe observar que habla de “partidista” y no de lector; en segundo lugar, sugiere que de la lectura de los diarios y del intercambio de opiniones surge una opinión pública a la que califica de terrible. Es evidente que la política era el tema principal de las publicaciones y el mecanismo ordenador de la naciente opinión pública.
Los políticos de más peso e influencia se dedicaban a armar su prensa para defender sus proyectos y aspiraciones. Lo hicieron todos, de Rosas a Urquiza, de Sarmiento a Mitre, de Pellegrini a Roca. Justamente, iniciada su presidencia, Sarmiento estaba preocupado porque no se sentía reflejado en la prensa afín y le escribió al tucumano José Posse en octubre de 1869:
Casi tuviera más ganas de escribir que de gobernar (...) Éste es un gobierno de chusma, hagámoslo de letra de molde. Tú y los demás amigos deben procurar suscriptores.
Diez años después, pero siguiendo la misma lógica, Julio Roca, interesado en captar la adhesión del diario La Tribuna para ser Presidente, le escribió a su socio político, sucesor y concuñado, Miguel Juárez Celman, el 22 de febrero de 1879:
Es necesario que, de cualquier modo, tomen a La Tribuna veinticinco números siquiera. La Tribuna es el representante y el guardián de las ideas liberales, o del viejo unitarismo y, en ese sentido, su contingente es poderosísimo, sobre todo para mí que tengo ribetes federales.
Durante 1879 Roca se preocupó de manera permanente por su imagen en Buenos Aires, e imaginó diversas estrategias para que los periódicos de la ciudad apoyaran, o por lo menos toleraran, su candidatura. “En el Interior no habrá quien nos ponga el pie por delante”, apuntó, para enumerar luego los diarios que allí lo sostenían: La Tribuna, La Prensa, El Porteño, La República, El Siglo, El Comercio del Plata, El Courrier de la Plata, El Herald, El Standard y La Patria Italiana.
Mientras buscaba adhesiones para su candidatura, Roca fue el autor de una concluyente frase que define de manera contundente la relación prensa-política del período. En otra carta a Miguel Juárez Celman, Roca escribió en 1878: “Ud. sabe que este pueblo se gobierna y tiraniza con los diarios”.
Evidentemente, los diarios —más o menos facciosos— supieron crearse su propio público y convertirse en piezas fundamentales del juego político de la segunda parte del siglo XIX. Ningún político podía aspirar a nada serio sin acceso a un periódico o, mejor, sin prensa propia. En diciembre de 1883 Ramón Cárcano le escribió a Juárez Celman para sugerirle tener un diario; en la carta le dice que “su utilidad es indiscutible y la empresa es fácil porque hay mucha gente dispuesta a dar dinero para eso”. Y suelta otra frase repetida en la historiografía de la prensa argentina: “Un diario para un hombre público es como un cuchillo para un gaucho pendenciero, debe tenerse siempre a mano”.
La prensa acompañó así el incipiente desarrollo de una cultura política de participación posterior al rosismo, creando y consolidando identidades políticas, y haciendo de la política algo más público de lo que era entonces. Los periódicos funcionaron como ámbitos de discusión y elaboración de las propuestas políticas, incluso como organizadores de campañas y candidaturas. En algún sentido, cumplían parte del rol que luego cumplieron los partidos políticos.
Con nombre y apellido
Los años ’70 (cuando Sarmiento gobernó el país) fueron una década particular para el periodismo de Buenos Aires porque en ella convivieron los decanos del periodismo de la Nación posterior a la batalla de Caseros, como es el caso de La Tribuna y El Nacional (ambos protagonistas de los acalorados debates políticos desde comienzos de los años ’50), con el nacimiento de dos diarios que con el tiempo serían ejemplos de la prensa renovadora: La Prensa y La Nación. Aunque por supuesto hubo muchos otros periódicos de interés, algunos orientados a inmigrantes y otros a sectores católicos, son estos cuatro los que pueden ser considerados los más representativos de la época tanto por su llegada al público como por su trayectoria posterior.
En 1877 Quesada encuentra que se editaban en Buenos Aires los siguientes veinte diarios: La América del Sud, El Comercio del Plata, Correo Español, Courrier de La Plata, El Eco de América, Die Heimath, The Herald, La Libertad, La Ley, La Nación, El Nacional, L’Operaio Italiano, La Pampa, La Patria, El Porteño, La Prensa, La República, The Southern Cross, The Standard y La Tribuna. De las veinte publicaciones diarias, once eran de formato grande y nueve eran pequeños, trece estaban escritos en idioma español, tres en inglés, dos en italiano, uno en francés y otro en alemán. Ya en la década de los ’80 La Prensa y La Nación serían los dos diarios de mayor tirada del país.
Uno de los diarios políticos tradicionales fue El Nacional, fundado en 1852 por Dalmacio Vélez Sarsfield, el autor del Código Civil y padre de Aurelia Vélez, quien fuera “amiga” cercana de Sarmiento. El Nacional fue el primer diario de la tarde que publicó dos ediciones: la primera al mediodía y la otra a las 2 de la tarde. En cada ejemplar, como parte de su título, se definía a sí mismo como “Periódico Comercial, Político y Literario. Viva la Confederación Argentina”. Tanto vínculo tuvo El Nacional con el proceso de conformación del Estado argentino, que en sus páginas aparecieron las Bases de Alberdi y la carta que Sarmiento escribió desde Yungay contra Urquiza.
Fue este periódico el más usado por el sanjuanino para transmitir sus ideas. De él se afirma en el Anuario que era “un diario típico del sistema antiguo que no evolucionó, y que, al separarse de él aquellos espíritus vigorosos que lo hicieran grande, debía fatalmente extinguirse”. Así lo hizo el 28 de agosto de 1893, después de 41 años y tres meses de vida.
En 1884 así lo homenajeaba Sarmiento en su artículo “El Nacional, 32 años de existencia”:
Esta hoja de papel (…) lanzó el día de hoy, hace 32 años, tres meses después de Caseros, con la palabra Nacional la idea, y desde entonces y cada día del año, esta primera lección de la vida colectiva, fue insinuándose en los ánimos, mamáronla en la leche los que venían desde entonces a la vida, y exactamente al completarse una generación de nuestra especie, treinta y dos años después, repetimos hoy, El Nacional en la mano, Loado sea Dios; somos una Nación.
La Tribuna (7 de agosto de 1853-27 de septiembre de 1880), que fue la continuación de El Progreso, fue el gran contendiente de El Nacional. Sus redactores fueron Juan Ramón Muñoz, Héctor y Mariano Varela. En un primer momento, La Tribuna se tiró por la imprenta del Estado. Más tarde, los hermanos Varela pudieron armar su propia imprenta con los restos de la que había pertenecido a Urquiza en San José de Flores. La Tribuna supo tener amplias tiradas para su tiempo: durante la década del ’60 fue el diario con mayor circulación en Buenos Aires y en 1872, para competir con El Nacional, lanzó una segunda edición por la tarde. Según Halperin, el diario de los Varela contó con “una prolongada popularidad”, siendo “una empresa sólida que no necesita de apoyos financieros públicos o privados”.
Bien conectados, los hermanos Varela se las ingeniaban para sostener su periódico, portando la fama de hijos del mártir del periodismo antirrosista en el exilio, Florencio Varela. Mariano fue abogado y periodista; estuvo en la batalla de Caseros, fundó el diario y más tarde fue ministro de Sarmiento.
La Nación Argentina, dirigido por José María Gutiérrez, había sido creado en 1862 para defender la gestión política de Bartolomé Mitre. Luego de dejar el gobierno (1868), éste volvió a la actividad de “impresor” con La Nación, que vio la luz por primera vez el 4 de enero de 1870 con una tirada de sólo 1.000 ejemplares y sepultando a su antecesor, Nación Argentina.
La Nación, mientras fue conducido por Mitre y por sus hijos, no dejó de ser un diario político a pesar de haber ido incorporando importantes ingredientes modernos. El Anuario de Navarro Viola decía de La Nación que “había cambiado la lucha por la propaganda”, y que su prestigio se sustentaba “en la popularidad de que gozaba entonces el general Mitre”.
En octubre de 1880 Julio A. Roca asumió la presidencia luego de derrotar al gobernador bonaerense Carlos Tejedor en elecciones (abril) y con las armas (junio), y se ocupó de consolidar una prensa propia que supiera trasladar su mensaje a la opinión pública. Roca no era periodista, sino militar, pero como todos en la época sabía de la necesidad de tener prensa propia.
“Desde el primer día de estreno de la silla presidencial, el roquismo comenzó una campaña pública con la expresa intención de diseñar una imagen de ruptura, de cambio, de progreso y de grandes destinos”, explica la historiadora Paula Alonso en su libro sobre el discurso político del roquismo. En él la autora cuenta que la principal arma de la campaña de Roca durante la década de los ’80 fue su periódico La Tribuna Nacional, rebautizado Tribuna en 1891. Su publicación era financiada por créditos del Banco Nacional, por el sistema habitual de compra de acciones entre amigos y simpatizantes, y por suscripciones estatales tanto del gobierno nacional como de gobiernos provinciales.
Su función fue, ni más ni menos, construir la imagen de cambio deseada por el Presidente y representar los intereses del partido de gobierno, el PAN (Partido Autonomista Nacional). Es más, según Alonso, “era el mismo Roca quien impartía las directivas generales que los redactores del diario debían seguir”. Se lee en La Tribuna Nacional de 1886: “No somos simples espectadores que, en el teatro del mundo político, juzguemos tranquilamente los hechos que pasan, como el sabio (juzga) los fenómenos sometidos a su observación”. En un festejo de su aniversario, en 1903, se define como “un diario al servicio del orden y de la autoridad”, y recuerda “que se fundó para sostener una política de paz interior iniciada por el general Roca”.
En conclusión, el escritor de la prensa de esa época no se sentía periodista en el sentido actual, sino que desempeñaba con pasión una función política, dado que desde allí se disputaba el poder y se discutían los proyectos de modernización de la sociedad. Mitre y Sarmiento, pero también Roca, lo ejemplifican muy ajustadamente. En aquel entonces, la relación entre la ley, la administración del poder, la prensa y las letras era directa. Eran todos éstos, campos inseparables. El mismo Sarmiento lo sintetizó en el discurso que pronunció cuando llegó a Buenos Aires, de regreso de Estados Unidos, como Presidente electo en septiembre de 1868:
Después de una experiencia de treinta años en que he estado en la prensa, en el destierro, en el poder, se me han dicho tantas cosas que tengo una cáscara de hierro sobre mi cuerpo. Ya no me hieren los ataques de mis adversarios. Yo también he sido escritor y algunos escritos míos han abierto hondas heridas. En el fervor de la lucha de los partidos, en los momentos del combate, se esgrime como argumentos convincentes, todo lo que puede dañar; pero estos ataques no dañan al hombre honrado.
Palabras de un Sarmiento en estado puro: la prensa atravesó su vida pública, fue un campo de combate y el cuchillo que todo gaucho pendenciero debía tener a mano.
CAPÍTULO 3
EN BUSCA DE UN PÚBLICO LECTOR
“Sólo los insensatos hacen poco aprecio de las publicaciones de la prensa, es decir, de los sentimientos, de los trabajos, que todos sus hermanos del mundo le presentan, para que se labre su felicidad.”
DFS, “Periódicos”, El Zonda, 1839
A partir de la revolución de mayo de 1810 y de las revoluciones americanas, el avance del periódico introdujo cada vez más imprentas y multiplicó las voces; el diaris