LOS PREDICADORES
Mi hijo de nueve años viene desde Buenos Aires al matrimonio de unos familiares y su mamá aprovecha de ver a sus amigos chilenos, hacer algunos trabajos y contactos. Mi hermana le regala ropa para el matrimonio y yo también debo ponerme la que uso para ocasiones especiales, de manera que los dos nos vemos de traje por primera vez. Cuando me vio, dijo «che pa, parecés el presidente de alguna república». Luego lo vi a él con una tenida formal alegre.
Por algún motivo, a mi hijo —y también a mi mujer, pero ese es otro extenso tema— a veces lo sueño con uniforme de marinero o de karateka y también no sé por qué eso me produce una enorme melancolía. La cosa es que ahí estaba mi nene, vestido semi formal pero taquillero, con la alegría de una fiesta con gente que conocía y quería de verdad, acompañado de mi mujer y su hijo de su matrimonio anterior, que era nuestro complemento ideal.
No sé por qué los evangélicos usan el traje unas tres tallas más grande, pero nosotros no, de manera que no parecíamos exactamente «hermanos», aunque podría haber sido una versión más amable. Salimos en dirección a la boda, como dice mi hijo, con mucho anticipo. Yo llevé un pequeño libro empastado de Auden que perfectamente podría haber sido un libro de oraciones o algo religioso. Fue entonces cuando me miró con cierta cara de malicia.
—Ni lo pienses—dije—. Eso es demasiado argentino para mi gusto.
—Vamos, pa… es solo un rato para divertirnos, a ver cómo resultan nuestras capacidades histriónicas.
—Olvídalo.
Pero yo a mi hijo no lo iba a privar de una aventura como esa. Después de todo, era una especie de prueba y los niños suelen caer bien. Aunque nunca se sabe, en algunos lugares hasta las hormigas son fascistas. Esta era una oportunidad de vivir una aventura y no debía perdérmela. Además, yo andaba por entonces con la idea de que la poesía y la plegaria eran una sola cosa. Habían sido una sola cosa en algún momento, y ahora, luego de la desconfianza profunda en la Iglesia debido a cientos de casos de pedofilia, quizás el poema volvía a retomar ese lugar. Quizás no. A la gente que le hacía taller, al menos, le servía no solo como una cosa creativa. Pensaba yo sin embargo que la palabra religiosa, el diálogo con dios era silencioso y solitario, que no era convocatorio ni totalizante, que no era la gran campana tarkovskiana, que era como dice Susana Thenon:
Hagamos
otros dioses
menos grandes,
menos lejanos,
más breves y primarios.
Así que recordando esos versos y otros con tinte religioso decidí seguirle el juego a mi hijo, y actuar y mentir, cosas que no me salen bien. Afortunadamente, al menos cinco de los timbres que tocamos no contestaron. Nosotros tocábamos y por el citófono decíamos «¿ha escuchado la palabra del Señor?», «buenas tardes, traemos las buenas noticias de una vida plena» y frases similares que eran contestadas con un no rotundo y hasta con una grosería. Un progresista hiperventilado me acusó de estar lavándole el cerebro a un menor de edad, habló de los derechos de los ateos, de los niños y otras latas. «Papucho, algo de sentido tenía lo que dijo el chabón ese». Recuerdo que en un viaje, la pareja de un viejo poeta gringo, un muchacho que repartía pizzas, me contó que a veces la gente solo pedía pizzas para conversar un rato con él, que se sentían profundamente solos en una ciudad en donde además la gente no caminaba y solo se desplazaba en automóvil. Y ni los hermosos coyotes o pájaros carpinteros ni los ejércitos de ardillas en un paisaje hermoso podían remediar la profunda soledad en la que se encontraban algunas personas en las hermosas y amplias casas de madera en medio de la nieve.
Otro que nos abrió la puerta cuando oficiamos de pastores evangélicos fue un señor que tenía un taller de talabartería y que le enseñó a mi hijo a cortar un cuero y le mostró todos los implementos que eran su compañía, junto a un mate al que me invitó despidiéndose y diciéndome que pasáramos cuando quisiéramos, que él era talabartero y que el padre de Cristo era carpintero, algo parecido. «Sigan difundiendo la palabra del Señor», nos dijo al despedirse medio riéndose, dándose cuenta del despliegue y guiñándome un ojo. La cosa resultó entretenida, aunque a mí no me gusta fingir, porque me descubren y porque me cargan esas cosas, me da una especie de culpa la sola idea de engañar a alguien y tener un poder sobre esa persona. Seguimos con el asunto y tocamos otro timbre.
—¡Germán Carrasco! —escuché que decían con alegría y sorpresa—. ¡Qué estás haciendo, farsante!
Mi hijo me miraba fascinado, con adrenalina. Habíamos sido descubiertos.
—¡Veeen, pasa! ¿Quién es este marinero? ¿Tu hijo? ¡Qué grande y guapo! ¿Qué edad tienes?
Nos habíamos conocido en el liceo cuando adolescentes, compitiendo con nuestras opiniones por una profesora flaca, rubia y narigona extremadamente sexy que se tiene que haber divertido de lo lindo viéndonos esforzarnos por escribir ensayos esperando su aprobación y compitiendo por ella. Nos habíamos agarrado a piedrazos con los pacos, habíamos perdido la virginidad casi al mismo tiempo y fuimos testigos de nuestros cambios de mirada y de caminar luego de iniciarnos en el milagro de la sexualidad. Ahora nos encontrábamos en esta situación extraña.
—Estaba regando estos —me dice mostrando unos aloes que parecían gigantes como pulpos, un deslumbrante chagual y un limonero, cosas que cuidaba con cierto orgullo, un poco como a hijos.
PADRE SOLTERO CON HIJO
I
La gente que dice que no hay que tomar clonazepam por ningún motivo, ¿cómo se las arregla? Lo dicen con una seguridad impresionante. No calculan el nivel de padecimiento del otro. Los ataques. El alcoholismo. O Byung-Chul Han, que dice que la pornografía y el acceso al sexo matan el erotismo, ¿eliminó totalmente el antojo, los excesos molestos de calentura y las cagadas que uno se puede mandar por no refrenarlo? En una ocasión luego de una bajada al cerro alguien llegó con la mochila llena de boldo. Limpia el hígado y relaja, o sea, ideal. Ojo que eso es anafrodisíaco, cacho de paraguas, dijo uno, y alguien: ¡mejor! Y todos asintieron, dando por hecho que el asunto sexual traía más líos que otra cosa. Y convertimos al montañero en un dealer de boldo.
Hay periodos de soltería en donde el porno es hasta sano para no andar con esa ansiedad que antes se les achacaba a las mujeres, el síndrome de la no cogida, la coge poco, a la que le hace falta, etcétera. Yo creo que eso pasa hoy con los varones. Así que bienvenida la boldina anafrodisíaca. El sexo está sobrevalorado, se consuelan varias y varios. Volviendo a Byung-Chul Han, ¿eliminó todo narcisimo? ¿No se pone orgulloso cuando le muestran las ventas de sus resúmenes —bastante iluminadores, por lo demás— de filosofía? ¿Se las arregla con su calentura o deseo y lo controla y dirige sin ningún problema a una sola mujer?
Capaz que sí. Y capaz que eso es lo que distingue a un caballero de un patán (y no sucumbir a la moda, escuchar «Puro Jazz» de Roberto Barahona, no tener un cuerpo escuálido pero tampoco inflado como globo, abandonar cortésmente un lugar en donde hacen una broma homófoba). Quizás nos falta conocer el alma oriental. Capaz. Yo tenía un amigo, un comerciante papero de la Vega, que decía medio en broma que los orientales eran extraterrestres. Su tecnología es demasiado avanzada, pelean distinto, son mejores en todo. ¡Deben ser extraterrestres!, decía Coke Cubillos con toda convicción luego de manejar el camión con papas y bajarlas con otros estibadores y después comer un sándwich por partes mientras atendía el local y contaba fajos de billetes. Hablaba pestes de la Unidad Popular, donde según contaba le habían confiscado un camión a su padre. Y bebía sin parar, ese era su veneno o su manera de resistir el trabajo duro, porque luego partía a la Vega como si nada. Para poder permanecer con su hijo —la ley no favorece a los hombres— tuvo que vender un «makako», como le decía él a un camión Mack que costaba una montonera de plata. Así pagó los abogados, era la única manera de quedarse con la tuición. ¿De dónde sacaron que no quedan hombres? Los que controlan el deseo, quizás, y los que se gastan todo por la tuición de su hijo son dos ejemplos. Hay muchos más.
II
Escribir de pellejerías es un lugar común pero es también un género, y hay maestros en ese arte. Anthony Burgess, por ejemplo, ficciona la vida de un músico ambulante que anda peregrinando con su hija. Lo interesante de su novela The Pianoplayers es que habla de una relación que se ve muy poco en la literatura y el cine: los padres solteros que viven con su hija.
Pianoplayer es un escalafón más bajo que pianist. Es una delicia leer algo desactualizado como esa novela encontrada en los saldos de la calle Corrientes. Hoy se referirían a esa obra como una novela de género. Una palabra demasiado moderna, capaz que Burgess ni la conociera. En la novela, un músico ambulante debe criar a su hija, dormir en piezas arrendadas con ella porque son muy pobres, cuidar su intimidad dentro de ese contexto y sobrevivir vendiendo unos manuales chamullentos para aprender a tocar música de manera express, ganándose la vida como músico ambulante. Duermen en la misma pieza cuando la niña tiene su primer periodo menstrual.
En otra parte de la novela es la hija la que instala una especie de empresa semi-prostíbulo caro en donde, junto a una amiga que estudia ciencias sociales, «se enseña a tocar a las mujeres como un instrumento musical». Recordé eso y a Alfonso Alcalde cuando cuenta las pellejerías que lo llevaban a trabajos extrañísimos trasladando muertos. La pobreza era tal que no tenía carbón para el brasero y echaba los libros. Alfonso Alcalde se suicidó. Su último trabajo fue escribir la biografía de Mario Kreutzberger, un personaje que solo otro narrador, Pablo Toro, ha retratado o ficcionado en un cuento de su libro Hombres maravillosos y vulnerables, del que se disfruta cada página (escribe otra cosa, Toro, la esperamos con ansias). En fin, pellejerías, no hay que recordarlas sin humor.
Knut Hamsun es el padre de ese género, que continúa John Fante, Elfriede Jelinek y los realistas sucios estadounidenses. No quiero trabajar de garzón o en la contru en donde, además, no me van a contratar después de los cuarenta años y en donde un colombiano con los músculos de Tyson, que tiene experiencia militar y que cobra el tercio, va a ser siempre preferible. Me las apaño. Llevo no solo un estilo de vida distinto, muy ecológico por cierto, lleno de unos verdaderos lavatorios con miel de avena al desayuno, avena comprada a granel en ese lugar de Santiago que es un antidepresivo natural y que debería ser recomendado por todos los especialistas: la Vega. Almendras de segunda partidas para hacer leche, con eso y avena hacerse un desayuno de campeones. Se empieza a acomodar la vida, a disfrutar de largas caminatas y piques en bici por la ciudad camino a algún trabajo ocasional, para no gastar un peso. A cuidarse la salud para no tener que ir por ningún motivo al médico. En fin, uno se convierte en un verdadero ninja, me dicen unos amigos que trabajan haciendo clases en colegios precarizados, con alumnos en riesgo social, que viven con poco, ninjas en los dos sentidos de la palabra, en el de un especialista en supervivencia pero también en el uso que se da en economía a esas siglas (ninja: no income, no job, no assets).
En invierno ocupo el agua de la ducha que sale antes de que se caliente para las plantas (jardinear, el otro antidepresivo), pero hay partes un poco más rudas. Conozco a varios caminantes (montañistas es pretencioso, caminantes es muy amplio, y con trekkers uno se imagina a una persona vestida con ropa de excursión muy cara) que pasan una o dos noches acampando en el cerro para no estar en sus casas, para no estar hacinados o cuando no quieren estar con su pareja. Conocí uno que todas las semanas sagradamente pasaba la noche en un domo con unas fotocopias desguañangadas, mate y una cocinilla.
Me recomendaron sigilosidad para no despertar a nadie en la mañana y luego en la noche llegar fantasmalmente con el cuerpo saturado de benzodiacepina, de manera de desmayarme y que nadie note presencia alguna. Que no noten nada. Solo una cama hecha con orden militar.
EL GEMIDO DE UNA FIGURA DE MÁRMOL
No sorprende en absoluto que coincidan una máquina de coser y un paraguas en una mesa de disección. En arte o literatura, la mezcla arbitraria de cualquier cosa con cualquier otra con la ayudita de algún dispositivo tecnológico es lo menos sorprendente que puede haber, porque es artificial y antojadiza. Pero a veces en la realidad se da la concurrencia de distintos elementos asombrosos que arman una frase, un verso puntual, una toma sorprendente. En una ocasión iba caminando por Buenos Aires y sentí el alarido de un auto que quemó llantas en una frenada larga. Eso, que pudo haber sido una persecución de narcos o una pelea de cualquier índole, tampoco resulta particularmente inusual en nuestras ciudades. Pero ese sonido de neumáticos en el piso coincidió con el momento exacto en que yo giré la cabeza para mirar una cariátide decó en una postura de éxtasis que pareció dar un alarido orgásmico.
Me cuesta transmitir exactamente lo que vi en una fracción de segundo. La cariátide estaba con el cuello hacia atrás y con la boca hacia arriba, en éxtasis, así la habían esculpido.
Si esa cariátide hubiese tenido cuerdas vocales habrían sido exactamente esas llantas y esa frenada.
Una amiga fotógrafa me dice que muchas veces no saca la cámara en esos momentos, que prefiere simplemente alimentar la mirada como quien alimenta la piel de sol en la fotosíntesis que extrañamos en estos inviernos eternos. Es como si se fuera a arruinar la perfección de la escena con cualquier movimiento de registro que hagamos, como si esas imágenes nos hubiesen sido regaladas a nosotros pero no para ser compartidas sino quizás para recordarnos que estamos vivos, para enseñarnos a ver la realidad o simplemente para quedarse en nuestro disco duro como una especie de combustible. No sé, para creer.
Quizás también por eso es tan difícil meter una cámara a una pobla y filmar no su miseria sino simplemente sus modos de vida, y quizás por eso también no se puede acariciar el pelaje a un tigre ni se puede acariciar una tela de araña. Es como si las cosas fascinantes nos cobraran el impuesto del silencio y del desapego. Contemplar o estar en el estado de cacería perfecto para captar y transmitir esas imágenes con el mismo movimiento y nitidez que estas tienen es la tentativa de todo creador. Realizar el registro es secundario.
Por eso a veces el simple hecho de enumerar las obstrucciones es el poema mismo, como el maravilloso «Poema no escrito» de Auden en donde dice: este poema no hablar