CAPÍTULO UNO
ELLERY
VIERNES 30 DE AGOSTO
Si creyera en los presagios, este sería de los malos.
Solo queda una maleta en la cinta de recogida de equipajes. Es rosa chillón, está empapelada con pegatinas de Hello Kitty y, definitivamente, no es mía.
Ezra, mi hermano, la ve pasar frente a nosotros por cuarta vez, apoyado en el tirador de su enorme maleta. La multitud que rodeaba la cinta casi se ha dispersado por completo, salvo por una pareja que discute sobre quién de los dos tendría que haber estado pendiente de la reserva del coche de alquiler.
—Igual deberías cogerla —sugiere Ezra—. Aparentemente, el dueño o la dueña no iba en nuestro vuelo, y me apuesto lo que quieras a que tiene un fondo de armario interesante. Seguramente, muchas cosas con lunares. Y con purpurina. —Le suena el móvil y lo saca del bolsillo—. Nana está fuera.
—No me lo puedo creer —murmuro y le propino un puntapié al costado metálico de la cinta con la puntera de la zapatilla—. Mi vida entera estaba en esa maleta.
Es una ligera exageración. Mi vida entera estaba en realidad en La Puente, California, hasta hace aproximadamente ocho horas. Junto con unas cuantas cajas que enviamos la semana pasada a Vermont, la maleta contenía el resto.
—Creo que deberíamos dar parte. —Ezra inspecciona el mostrador de equipajes perdidos mientras se pasa una mano por el pelo rapado. Antes, los rizos gruesos y oscuros, idénticos a los míos, le colgaban sobre los ojos, y yo sigo sin acostumbrarme al corte que se hizo este verano. Inclina el manillar de la maleta y se dirige hacia el mostrador de información—. Seguramente sea por aquí.
El chaval delgaducho que hay tras el mostrador tiene pinta de que perfectamente podría estar en el instituto, con ese sarpullido de espinillas enrojecidas que le salpican el mentón y las mejillas. La identificación dorada que lleva clavada (y torcida) en el chaleco azul reza «Andy». Los finos labios de Andy se contraen cuando le comento el asunto de mi equipaje, y gira el cuello hacia la maleta de Hello Kitty, que sigue dando vueltas en la cinta.
—¿Vuelo 5624, procedente de Los Ángeles? ¿Con escala en Charlotte? —Asiento con la cabeza—. ¿Estás segura de que esa no es la tuya?
—Completamente.
—Pues vaya. Aunque terminará apareciendo. Solo tienes que rellenar esto. —Abre un cajón y saca un formulario que desliza sobre la mesa hacia mí—. Por ahí debe haber un boli —murmura y toquetea con desgana un montón de papeles.
—Tengo boli.
Desabrocho la cremallera de la mochila y saco un libro que deposito en el mostrador mientras palpo el interior en busca de un bolígrafo. Ezra enarca las cejas al ver la maltrecha tapa dura.
—¿En serio, Ellery? —pregunta—. ¿Te has traído A sangre fría para el avión? ¿Por qué no lo enviaste con el resto de tus libros?
—Es muy valioso —respondo a la defensiva.
Ezra pone los ojos en blanco.
—Sabes que el autógrafo no es de Truman Capote, ¿verdad? A Sadie la timaron.
—Da igual. Lo que cuenta es la intención —murmuro. Mi madre me compró en eBay un ejemplar «autografiado» de la primera edición cuando interpretó al «segundo cadáver» en un episodio de Ley y Orden hace cuatro años. A Ezra le regaló un disco de los Sex Pistols con un autógrafo de Sid Vicious en la cubierta que probablemente era igual de falso. En lugar de eso, deberíamos haber renovado el coche por uno que tuviera frenos decentes, pero Sadie nunca ha tenido mucha longitud de miras—. De todas maneras, ¿qué mejor lectura para viajar a la ciudad que acoge Murderland que un libro sobre asesinatos?
Por fin consigo sacar un boli y comienzo a garabatear mi nombre en el formulario.
—Así que vais a Echo Ridge, ¿eh? —pregunta Andy. Hago una pausa tras la segunda «C» de mi apellido y él añade—: El parque ya no se llama así, ¿sabes? Y habéis llegado demasiado pronto. No abre hasta dentro de una semana.
—Lo sé. No me refería al parque temático, sino a la… —dejo la frase a medias antes de decir «ciudad» y guardo A sangre fría en la mochila—. Da igual —comento, y vuelvo a centrarme en el formulario—. Aproximadamente, ¿cuánto tardaré en recuperar mis cosas?
—No debería demorarse más de un día. —Los ojos de Andy se posan alternativamente en Ezra y en mí—. Os parecéis un montón, chavales. ¿Sois mellizos?
Asiento y sigo escribiendo. Ezra, educadísimo como siempre, responde:
—Sí.
—Yo debería haber tenido un gemelo —comenta Andy—. Pero el otro se absorbió en el útero. —A Ezra se le escapa un resoplido de sorpresa y yo tengo que reprimir una carcajada. A mi hermano le pasa esto constantemente: la gente le cuenta las cosas más estrafalarias. Tenemos prácticamente la misma cara, pero en quien confía todo el mundo es en él—. Siempre he pensado que habría sido guay tener un gemelo. Puedes hacerte pasar por el otro y quedarte con la gente. —Cuando alzo la vista, Andy vuelve a mirarnos con los ojillos entrecerrados—. Bueno, aunque supongo que vosotros eso no lo podéis hacer. No sois tan mellizos como deberíais.
—Desde luego que no —responde Ezra con una sonrisa impasible.
Yo apuro la escritura y le tiendo el formulario completo a Andy, que arranca la primera página y me devuelve la copia amarilla que el papel carbón ha rellenado.
—Me llamará alguien, ¿verdad? —pregunto.
—Sí —responde Andy—. Si mañana no has tenido noticias, llama al número que aparece abajo. Pasadlo bien en Echo Ridge.
Ezra suspira exageradamente cuando nos dirigimos hacia la puerta giratoria, y le sonrío por encima del hombro.
—Qué amigos tan guais haces siempre.
Se encoge de hombros.
—Ahora no puedo dejar de pensar en ello. «Absorbido». ¿Cómo pueden pasar esas cosas, siquiera…? ¿Le…? No. No pienso hacer cábalas. No quiero saberlo. Qué raro crecer sabiendo algo así, de todas maneras, ¿no? Ser consciente de lo poco que faltó para que fueras el gemelo equivocado.
Al cruzar la puerta salimos a una ráfaga de aire sofocante y contaminado que me pilla desprevenida. A pesar de que estamos a finales de agosto, esperaba que en Vermont hiciera más frío que en California. Me aparto el pelo del cuello mientras Ezra desliza el dedo por la pantalla del teléfono.
—Nana dice que está dando vueltas porque no quería pagar aparcamiento —me informa.
Le miro con las cejas enarcadas.
—¿Te está escribiendo mientras conduce?
—Eso parece.
Llevo sin ver a mi abuela desde que nos visitó en California hace diez años, pero, por lo que recuerdo, no parece un comportamiento demasiado propio de ella.
Esperamos un rato, recociéndonos al sol, hasta que una ranchera verde bosque, un Subaru, aparca a nuestro lado. La ventanilla del asiento del copiloto desciende y Nana asoma la cabeza. Está bastante parecida a como la hemos visto por Skype, aunque el denso flequillo canoso parece recién cortado.
—Venga, dentro —dice, y mira de reojo al agente de tráfico que tenemos a pocos metros—. No dejan parar más de un minuto. —Vuelve a meter la cabeza mientras Ezra arrastra su maleta solitaria hacia el maletero.
Cuando entramos en el asiento trasero, Nana se vuelve a mirarnos, igual que la mujer más joven que maneja el volante.
—Ellery, Ezra, os presento a Melanie Kilduff. Su familia vive en la misma calle que nosotros, un poco más abajo. Yo tengo muy mala vista de noche, así que Melanie ha tenido la amabilidad de conducir por mí. Cuando era joven, a veces cuidaba de vuestra madre. Seguramente os suene su nombre.
Ezra y yo intercambiamos un par de miraditas. Sí, sí que nos suena.
Sadie se marchó de Echo Ridge con dieciocho años y solo ha vuelto dos veces. La primera, el año antes de que naciéramos, cuando mi abuelo murió de un ataque al corazón. Y la segunda fue hace cinco años, para asistir al funeral de la hija de Melanie, una adolescente de nuestra edad.
Ezra y yo vimos el capítulo especial de Dateline, el programa de investigaciones —se llamaba «Misterio en Murderland»—, en casa mientras nuestra vecina nos cuidaba. A mí me había marcado mucho la historia de Lacey Kilduff, la preciosa chica rubia, reina del baile de bienvenida de la ciudad natal de mi madre, a la que encontraron en un parque temático de terror con signos de haber sido estrangulada. Andy, el chico del aeropuerto, estaba en lo cierto: el dueño del parque le cambió el nombre, y pasó de ser Murderland a la Granja del Terror unos meses después. No creo que el caso hubiera tenido tanta repercusión a nivel nacional si el parque no hubiera tenido un nombre tan goloso.
O si Lacey no hubiera sido la segunda atractiva adolescente oriunda de Echo Ridge —y de la misma calle, para más inri— en ocupar los titulares por culpa de una tragedia.
Sadie se negó a contestar ninguna de las preguntas que le hicimos cuando regresó del funeral de Lacey.
—Lo único que quiero es olvidarlo —respondía cada vez que le preguntábamos. Que es lo mismo que lleva diciéndonos sobre Echo Ridge toda nuestra vida.
Supongo que es una ironía del destino que, a pesar de todo, hayamos terminado aquí.
—Encantado de conocerla —saluda Ezra a Melanie, mientras yo consigo, no sé muy bien cómo, atragantarme con mi propia saliva. Ezra me golpea la espalda con más fuerza de la necesaria.
Melanie posee una belleza desvaída. Lleva el pelo, rubio claro, recogido en una trenza de raíz, tiene los ojos de un azul clarísimo y la piel salpicada de pecas. Nos dedica una sonrisa encantadora, que deja a la vista el hueco entre las paletas.
—Igualmente. Siento haber llegado tarde, pero es que hemos pillado muchísimo tráfico. ¿Qué tal el vuelo?
Un fuerte golpeteo repica en el techo del Subaru, provocando que Nana dé un respingo e impidiendo a Ezra responder.
—Tiene que seguir circulando —exclama el agente de tráfico.
—Burlington es la ciudad más grosera que te puedas echar a la cara —resopla Nana. Presiona un interruptor en la puerta para cerrar su ventanilla mientras Melanie saca el coche de detrás de un taxi.
Yo intento encontrar el cierre del cinturón de seguridad con la vista clavada en la nuca de Melanie. No esperaba conocerla así. Suponía que, antes o después, terminaría haciéndolo, teniendo en cuenta que Nana y ella son vecinas, pero me imaginaba algo más del estilo de intercambiar un saludo fugaz cuando saliera a sacar la basura, no un trayecto de una hora en coche nada más aterrizar en Vermont.
—Me dio mucha pena cuando supe lo de vuestra madre —dice Melanie mientras sale del aeropuerto y se incorpora a un estrecho carril salpicado de señales de color verde. Son casi las diez de la noche y las ventanas iluminadas de un grupillo de edificios refulgen frente a nosotros—. Pero me alegro de que esté recibiendo ayuda. Sadie es una mujer muy fuerte. Seguro que dentro de nada volvéis a estar con ella, pero mientras tanto, espero que lo paséis bien en Echo Ridge. Es una ciudad pequeña, pero encantadora. Sé que Nora se muere de ganas de presumir de nietos.
Ahí lo tienes. Así es como se capea una conversación incómoda. No hace falta empezar diciendo «Siento mucho que vuestra madre estampara el coche contra el escaparate de una joyería yendo puesta de opiáceos y vaya a tener que pasarse cuatro meses en rehabilitación». Basta con no obviar el tabú, dar un rodeo y proseguir con temas de conversación más ligeros.
Bienvenidos a Echo Ridge.
***
Me duermo poco después de entrar en la autopista y ni me inmuto hasta que un fuerte ruido me saca del sueño con un sobresalto. Suena como si estuvieran apedreando el coche desde todas las direcciones posibles con decenas de rocas. Me vuelvo hacia Ezra, desorientada, pero él parece tan confuso como yo. Nana se gira en su asiento, gritando para que la oigamos a pesar del estruendo.
—Granizo. No es raro en esta época del año. Aunque estos son bastante grandes.
—Voy a parar hasta que amaine —avisa Melanie. Conduce el coche al lateral de la carretera y lo aparca. El granizo cae con más fuerza incluso, y no puedo evitar pensar que, cuando deje de hacerlo, la carrocería tendrá cientos de abolladuras minúsculas. Una piedra particularmente grande se estrella contra el centro exacto del parabrisas y todos nos asustamos.
—¿Cómo es posible que esté granizando? —pregunto—. En Burlington hacía calor.
—El granizo se forma en la capa nubosa —explica Nana, señalando al cielo—. Ahí arriba, las temperaturas son heladas. Pero las masas de hielo se derriten rápidamente al tocar suelo.
Su tono no es exactamente amable —no creo que la amabilidad sea una cualidad que posea—, pero suena más vivo de lo que lo ha hecho en toda la velada. Nana era maestra, y salta a la vista que ese papel le resulta más cómodo que el de Abuela Custodia. No la culpo. Le hemos caído en suerte durante las dieciséis semanas de rehabilitación que el tribunal le ha impuesto a Sadie, y viceversa. El juez insistió en que un miembro de nuestra familia se encargara de nosotros, lo que limitó enormemente nuestras opciones. Nuestro padre fue un lío de una noche, un especialista de escenas de acción, o eso dijo, al menos, durante las dos horitas de polvo que compartieron Sadie y él tras conocerse en una discoteca de Los Ángeles. No tenemos tías, tíos ni primos. Ni un solo familiar, a excepción de Nana, que pudiera acogernos.
Pasamos un rato en silencio, contemplando el granizo rebotar sobre la capota del coche, hasta que la frecuencia disminuye y, finalmente, cesa del todo. Melanie vuelve a incorporarse a la carretera y yo echo un vistazo al reloj del salpicadero. Son casi las once: he dormido prácticamente una hora. Le doy un codazo a Ezra y pregunto:
—Debemos estar a punto de llegar, ¿verdad?
—Casi —responde Ezra, y luego baja la voz—: Este sitio es una juerga los viernes por la noche. Hace kilómetros que no se ve un edificio.
Fuera está negro como la boca del lobo, y ni siquiera tras frotarme los ojos unas cuantas veces alcanzo a ver por la ventanilla nada que no sea una mancha borrosa de siluetas de árboles. Aun así, me esfuerzo, porque quiero ver ese lugar del que Sadie se moría de ganas de escapar.
«Es como vivir en una postal —decía a veces—. Bonito, pintoresco y cerrado. Todos los habitantes de Echo Ridge actúan como si por aventurarte más allá de sus fronteras fueras a volatilizarte».
El coche pasa un bache y el cinturón se me clava en el cuello cuando el impacto me inclina hacia un lado. Ezra bosteza tan fuerte que le chasquea la mandíbula. Seguro que cuando me he quedado dormida se ha sentido obligado a conversar, aunque los dos llevamos días sin dormir como Dios manda.
—Estamos a poco más de un kilómetro de casa. —La voz de Nana, procedente del asiento delantero, nos sorprende a ambos—. Acabamos de pasar el cartel que da la bienvenida a Echo Ridge, aunque está tan mal iluminado que supongo que no os habréis fijado.
Está en lo cierto. Yo, por lo menos, no lo he visto, aunque me había propuesto buscarlo. Ese cartel es una de las pocas cosas que Sadie menciona alguna vez sobre Echo Ridge, por lo general tras unas cuantas copas de vino.
«4.935 habitantes. No cambió en los dieciocho años que viví allí —solía decir con una sonrisilla burlona—. Por lo visto, para introducir a alguien nuevo hay que sacar antes a alguien que ya viva allí».
—Vamos a llegar al paso a nivel, Melanie. —La voz de Nana adquiere un matiz de advertencia.
—Lo sé —responde ella.
La carretera dibuja una pronunciada curva cuando pasamos bajo un arco de piedra gris y Melanie reduce la velocidad al mínimo. En este tramo no hay farolas, y ella enciende las largas.
—Nana es un dolor de copiloto —susurra Ezra.
—¿En serio? —respondo yo, también susurrando—. Pero si Melanie es superprecavida.
—A menos que hubiera un semáforo en rojo, cualquier velocidad era demasiada.
Yo río con disimulo en el preciso instante en que mi abuela vocifera «¡Para!» en un tono tan autoritario que tanto Ezra como yo damos un respingo. Durante una milésima de segundo, pienso que posee un oído supersónico y que le ha molestado nuestro cachondeíto. Entonces Melanie pisa el freno y el coche se detiene con tal brusquedad que lo único que evita que salga propulsada hacia delante es el cinturón de seguridad.
—¿Qué coño ha sido eso? —preguntamos Ezra y yo a la vez, pero Melanie y Nana ya se han desabrochado los cinturones y están fuera del coche.
Nos miramos, confundidos, y las seguimos. El suelo está salpicado de charcos de granizo a medio derretir, y los sorteo para llegar hasta mi abuela. Nana está frente al coche de Melanie, con la vista clavada en el tramo de carretera bañado por los brillantes faros.
Y en la silueta inmóvil que hay justo en el centro. Bañada en sangre, con el cuello retorcido en un ángulo espantoso y los ojos abiertos de par en par, mirando a la nada.
CAPÍTULO DOS
ELLERY
SÁBADO 31 DE AGOSTO
El sol me despierta al colarse entre unas persianas que, a la vista está, no se compraron por sus propiedades oscurecedoras. Pero me quedo inmóvil bajo la ropa de cama —una delgada colcha de ganchillo y sábanas finas como pétalos— hasta que un fuerte golpe resuena en la puerta.
—¿Sí? —Me incorporo e intento, sin éxito, apartarme el pelo de los ojos cuando Ezra entra en la habitación.
El reloj bañado en plata de la mesilla de noche marca las 9.50, pero, como sigo con el horario de la Costa Oeste, no siento que haya dormido lo suficiente, ni mucho menos.
—Hola —saluda Ezra—. Nana me ha pedido que te despierte. Está viniendo un agente de policía a casa. Quiere hablar con nosotros por lo de anoche.
Lo de anoche. Nos quedamos con el hombre de la carretera, acuclillados junto a él entre oscuros charcos de sangre, hasta que vino la ambulancia. En un primer momento no fui capaz de mirarle a la cara, pero en cuanto lo hice no pude apartar la vista. Era tan joven. No debía de tener mucho más allá de treinta años y vestía ropa de deporte y zapatillas. Melanie, que es enfermera, lo estuvo reanimando hasta que llegaron los técnicos de urgencias, pero más como si estuviera rezando por que se obrara un milagro que porque creyera que fuera a servir de algo. Cuando regresamos al coche de Nana, nos dijo que llevaba muerto desde antes de que llegáramos.
—Jason Bowman —dijo con voz trémula—. Es… Era uno de los profesores de ciencias del instituto de Echo Ridge. También echaba una mano dirigiendo la banda municipal. Era muy popular entre los críos. Le habríais… Deberíais haberle conocido… la semana que viene.
Ezra, que está completamente vestido, con el pelo húmedo de acabar de darse una ducha, tira un paquetito de plástico en la cama, trayéndome de vuelta al presente.
—También me ha pedido que te diera esto.
El paquete cerrado exhibe el logotipo de una marca de ropa interior junto a una foto de una sonriente mujer rubia vestida con un sujetador deportivo y unas bragas que le llegan hasta la cintura.
—Ay, no.
—Ay, sí. Son, literalmente, bragas de abuela. Nana dice que compró un par demasiado pequeñas por error y se olvidó de devolverlas. Ahora son tuyas.
—Fantástico —murmuro, con las piernas colgando del borde de la cama.
He usado de pijama la camiseta que vestía ayer debajo del jersey y unos pantalones de chándal remangados de Ezra. Cuando me enteré de que tenía que mudarme a Echo Ridge, saqué toda la ropa del armario y doné, sin pensármelo dos veces, todo lo que no me hubiera puesto en los últimos meses. Reduje mi fondo de armario tan drásticamente que todo, salvo por unos pocos abrigos y zapatos que envié la semana pasada, cabía en una sola maleta. En ese momento, sentí como si tuviera orden y control sobre al menos una minúscula porción de mi vida.
Ahora, por supuesto, implica que no tengo nada que ponerme.
Cojo el móvil de la mesilla de noche para comprobar si he recibido algún mensaje de texto o de voz relacionado con la maleta, pero no tengo nada.
—¿Por qué te has despertado tan temprano? —le pregunto a Ezra.
—No es tan temprano. —Se encoje de hombros—. He estado dando una vuelta por el vecindario. Es bonito. Muy verde. He colgado un par de stories en Instagram. Y he hecho una lista de reproducción.
—Espero que no sea otra playlist de Michael —digo, cruzándome de brazos.
—No —responde Ezra a la defensiva—. Es un tributo musical al nordeste. No te imaginas la cantidad de canciones que llevan Nueva Inglaterra en el título.
—Ajá.
Michael, el novio de Ezra, rompió preventivamente con él la semana antes de que nos marcháramos porque, según él, «las relaciones a distancia nunca funcionan». Ezra hace como si no le importara, pero ha recopilado unas cuantas playlists bastante emo desde la ruptura.
—No me juzgues. —Los ojos de Ezra se desplazan hacia la estantería, donde A sangre fría está perfectamente alineado con mi colección de Ann Rule, Visión fatal, Medianoche en el jardín del bien y del mal y el resto de mis libros, todos basados en crímenes reales. Son las únicas cosas que saqué anoche de las cajas apiladas en una esquina de la habitación—. Cada uno tiene sus mecanismos de defensa.
Se retira a su habitación y yo miro en derredor de este espacio ajeno en el que viviré los próximos cuatro meses. Anoche, cuando llegamos, Nana me dijo que yo dormiría en la antigua habitación de Sadie. Tenía casi tantos nervios como ganas de abrir la puerta, y me preguntaba qué vestigios de mi madre descubriría dentro. Pero lo que me encontré fue una habitación de invitados normal y corriente sin pizca de personalidad. Los muebles son de madera oscura y las paredes de un pálido tono cáscara de huevo. No hay más elementos decorativos que unas cortinas de encaje, una alfombrilla de tela de cuadros y una lámina enmarcada de un faro. Todo huele ligeramente a cedro y limón. Cuando intento imaginarme a Sadie aquí, arreglándose el pelo en el espejo turbio que hay sobre la cómoda o haciendo los deberes en el anticuado escritorio, no me viene ninguna imagen a la mente.
La habitación de Ezra es exactamente igual. No hay rastro de que en ellas haya vivido nunca una adolescente.
Me desplomo en el suelo entre mis cajas de mudanza y revuelvo el contenido de la que está más a la vista hasta encontrar unos marcos envueltos en plástico. El primero que desenvuelvo es una foto que nos tomamos Ezra y yo en el muelle de Santa Mónica el año pasado, con una puesta de sol absolutamente perfecta de fondo. El escenario es espectacular, pero no es mi mejor foto. No estaba preparada para el disparo, y mi expresión tensa no combina demasiado bien con la amplia sonrisa de Ezra. Pero la imprimí porque me recuerda a otra.
Es la segunda que saco, granulada y mucho más antigua, de dos adolescentes idénticas con el pelo largo y rizado como el mío, vestidas a la moda grunge de los noventa. Una de ellas sonríe abiertamente, la otra parece enfadada. Mi madre y su hermana gemela, Sarah. En la foto tenían diecisiete años y cursaban el último año de instituto, el mismo que Ezra y yo estamos a punto de empezar. Pocas semanas después de que les sacaran aquella foto, Sarah desapareció.
Han pasado veintitrés años y nadie sabe qué le pasó. O tal vez sería más acertado decir que, si alguien lo sabe, nunca lo ha contado.
Coloco las fotografías una junto a la otra en la estantería y pienso en lo que Ezra dijo anoche en el aeropuerto, después de que Andy nos diera más detalles de los que nos apetecía saber sobre sus orígenes. «Qué raro crecer sabiendo algo así, de todas maneras, ¿no? Ser consciente de lo poco que faltó para que fueras el gemelo equivocado».
A Sadie nunca le ha gustado hablar de Sarah, da igual lo ávida de información que yo haya podido estar. En nuestro piso no había fotos suyas: esta tuve que bajármela de Internet. Mi fascinación con los crímenes reales comenzó verdaderamente con la muerte de Lacey, pero desde que tuve edad para comprender lo que le pasó a Sarah, su desaparición me había obsesionado. Que tu gemelo desaparezca y no vuelvas a tener noticias de él me parece de las peores cosas que te pueden pasar.
En la fotografía, la sonrisa de Sadie es tan cegadora como la de Ezra. Ya por entonces era toda una estrella, la reina del baile de bienvenida, igual que Lacey. Y lleva intentando seguir siéndolo desde entonces. No sé si Sadie habría logrado algo mejor que un puñado de papeles de figurante si hubiera tenido a su gemela animándola. Sé que es imposible que vuelva a sentirse completa. Cuando vienes al mundo acompañado de otra persona, forma tan parte de ti como el latido de tu propio corazón.
Los motivos por los que mi madre se hizo adicta a los analgésicos son muchos —una luxación en el hombro, una ruptura sentimental, otro papel que no le dieron, la mudanza al piso más cochambroso en el que habíamos vivido coincidiendo con su cuarenta cumpleaños—, pero no puedo evitar pensar que todo empezó con la desaparición de la chica seria de la imagen.
Suena el timbre, y a mí por poco se me cae la foto de las manos. Se me había olvidado por completo que tenía que prepararme para que me interrogara un agente de policía. Miro el espejo que hay sobre la cómoda y, al ver mi reflejo, arrugo la cara. En vez de pelo, parece que tengo una peluca, pero todos mis productos para evitar el encrespamiento están en la maleta. Me recojo los rizos en una coleta y retuerzo el grueso mechón hasta que consigo atar las puntas en un moño bajo sin necesidad de usar una goma. Es uno de los primeros trucos para arreglarme el pelo que aprendí de Sadie. Cuando era pequeña, nos colocábamos frente a los lavabos gemelos del baño, y yo contemplaba su reflejo para imitar el rápido y hábil movimiento de sus manos.
Me pican los ojos cuando Nana grita por las escaleras:
—¿Ellery? ¿Ezra? El agente Rodriguez ya ha llegado.
Ezra ya está en el pasillo cuando salgo de mi habitación y nos dirigimos juntos a la cocina. De espaldas a nosotros, un hombre moreno vestido con un uniforme azul recibe la taza de café que Nana le tiende. Mi abuela parece recién salida de un catálogo de esas marcas que venden ropa por correspondencia, con sus pantalones color caqui, sus zuecos y su camisa de rayas horizontales abotonada hasta el cuello.
—Tal vez el ayuntamiento por fin tome medidas respecto al paso a nivel —dice Nana, y me mira por encima del hombro del agente—. Ahí estáis. Ryan, te presento a mi nieta y a mi nieto. Ellery y Ezra, os presento al agente Ryan Rodriguez. Vive en esta misma calle y ha venido a hacernos unas cuantas preguntas sobre lo que sucedió anoche.
El agente se vuelve hacia nosotros con una media sonrisa que se le congela en el rostro al mismo tiempo que la taza de café se le resbala de la mano y se estrella contra el suelo. Todos tardamos un segundo en reaccionar, tras el cual todos lo hacemos al unísono, tirándonos a por el rollo de papel de cocina y a recoger los pedazos de cerámica del embaldosado de cuadros blancos y negros de la cocina de Nana.
—Lo siento mucho —se disculpa en bucle el agente Rodriguez. No nos saca mucho más de cinco años a Ezra y a mí, y da la sensación de que ni siquiera él sabe si ya es una persona adulta o no—. No entiendo cómo ha podido pasar. Le compraré otra.
—Ay, por Dios —responde secamente Nana —. Cuestan dos dólares en Almacenes Dalton. Siéntate y te prepararé otra. Vosotros también, niños. En la mesa hay zumo, si os apetece.
Nos sentamos en torno a la mesa de la cocina, que está recién puesta: tres platos sobre manteles individuales, cubertería y vasos. El agente Rodriguez saca un cuadernito del bolsillo delantero de la chaqueta y pasa las páginas con el ceño fuertemente fruncido. Tiene una expresión tan alicaída que incluso ahora, que ya no está rompiéndole cosas a mi abuela, parece preocupado.
—Gracias por hacerme hueco esta mañana. Acabo de volver de casa de los Kilduff, y Melanie me ha contado lo que pasó anoche en el paso a nivel de Fulkerson Street. Lo que, mucho me temo, tiene toda la pinta de haber sido un atropello en el que el conductor se dio a la fuga. —Nana le tiende otra taza de café antes de sentarse junto a Ezra, y el agente Rodriguez toma un precavido sorbo—. Gracias, señora Corcoran. Así que me sería de gran utilidad si pudierais hacer recuento de cualquier cosa que os llamara la atención, incluso aunque no os pareciera importante.
Yo me enderezo en mi silla y Ezra pone los ojos en blanco. Sabe perfectamente lo que se me está pasando por la cabeza. Aunque lo que ocurrió anoche fue horrible, no puedo evitar emocionarme por estar participando en una investigación policial en toda regla. Llevo la mitad de mi vida esperando este momento.
Desgraciadamente, soy de nula ayuda porque apenas recuerdo nada que no fuera que Melanie intentó ayudar al señor Bowman. Ezra tampoco se acuerda de mucho más. Nana es la única que se percató de ciertos detalles, como que en la calle, junto al señor Bowman, había tirados un paraguas y un táper. Y, en lo que a investigadores respecta, Ryan Rodriguez es bastante decepcionante. Hace todo el rato las mismas preguntas, está a punto de tirar el café una segunda vez y se traba constantemente con el apellido de Melanie. Cuando nos da las gracias y Nana le acompaña a la puerta, no albergo ninguna duda de que no le vendrían mal unos cuantos años más de instrucción antes de que le dejaran salir a patrullar solito.
—Ha sido todo un poco caótico —comento cuando Nana vuelve a la cocina—. ¿La gente de por aquí le toma en serio?
Saca una sartén de un armarito junto a los fuegos y la coloca en el que queda más cerca de ella.
—Ryan está perfectamente cualificado —dice sin ambages, cruzando la cocina hacia la nevera para sacar el platito de la mantequilla. Lo coloca en la encimera y corta un trozo enorme, que vierte en la sartén—. Tal vez esté un poco sobrepasado. Su padre murió hace unos meses. De cáncer. Estaban muy unidos. Y su madre falleció el año anterior, así que esa familia ha tenido que enfrentarse a varias desgracias seguidas. Ryan es el menor de los hermanos y el único que aún vivía con ellos. Me imagino que debe sentirse muy solo.
—¿Vivía con sus padres? —pregunta Ezra—. ¿Cuántos años tiene?
Mi hermano no tiene muy buena opinión de los adultos que siguen viviendo con sus padres. Será una de esas personas que, como Sadie, se independizará en cuanto se le seque la tinta del diploma del instituto. Tiene los próximos diez años completamente planificados, y su plan incluye trabajar en una emisora de radio para subsistir mientras hace por su cuenta bolos como DJ hasta conseguir experiencia suficiente para montar su propio programa. Intento que no me dé un ataque de pánico cada vez que me lo imagino separándose de mí para que yo haga… quién sabe el qué.
—Veintidós, creo. O veintitrés —responde Nana—. Todos los hijos de los Rodriguez siguieron viviendo en casa mientras iban a la universidad. Ryan se quedó cuando su padre enfermó. —Ezra hunde los hombros con gesto culpable mientras yo aguzo el oído.
—¿Veintitrés? —repito—. ¿Iba a clase con Lacey Kilduff?
—Creo que sí —dice Nana, cascando un huevo en la sartén, que ahora chisporrotea.
Titubeo. Apenas conozco a mi abuela. Nunca hemos mencionado a mi tía desaparecida en nuestras escasas e incómodas llamadas por Skype, y no tengo la menor idea de si la muerte de Lacey le resulta particularmente dolorosa por lo que le pasó a Sarah. Probablemente debería mantener el pico cerrado pero…
—¿Eran amigos? —se me escapa.
Ezra adopta su expresión de «ya estamos».
—No sabría decirte. Se conocían, seguro. Ryan se crio en el vecindario y los dos trabajaban en… la Granja del Terror. —La vacilación ante el nuevo nombre es tan sutil que casi pasa desapercibida—. La mayor parte de los chavales de la ciudad trabajaban allí. Siguen haciéndolo.
—¿Cuándo abre? —pregunta Ezra.
Me mira como si me estuviera haciendo un favor, pero no hacía falta que se hubiera molestado. Miré los horarios en cuanto supe que nos mudábamos a Echo Ridge.
—El fin de semana que viene. Justo cuando empezáis el instituto —responde Nana. En Echo Ridge el curso empieza más tarde que en cualquier otro instituto en el que hayamos estudiado, lo que constituye un punto a su favor. En La Puente, a principios de septiembre llevábamos ya dos semanas de clase. Nana señala con la espátula la ventana que hay encima del fregadero de la cocina, que da a los bosques tras la casa—. Cuando abra, lo oiréis. Está a diez minutos a pie por el bosque.
—¿En serio? —Ezra parece alucinado. Yo también lo estoy, pero, sobre todo, porque no ha investigado absolutamente nada—. Así que los Kilduff viven justo detrás del sitio donde su hija… donde alguien… esto…
Pierde el hilo cuando Nana se vuelve hacia nosotros con dos platos, cada uno con una esponjosa tortilla, y los deposita frente a nosotros. Ezra y yo intercambiamos miradas de sorpresa. No recuerdo la última vez que desayunamos algo más que café. Pero el jugoso aroma me hace la boca agua y me suenan las tripas. Lo último que he comido fueron las tres barritas de cereales que cené anoche en el vuelo.
—Bueno. —Nana se sienta entre nosotros y se sirve un vaso de zumo de naranja de la jarra de cerámica que hay en la mesa. Una jarra, no un brik. Me paso un rato dándole vueltas a por qué se habrá tomado la molestia de vaciar el cartón en la jarra hasta que le doy un sorbo a mi vaso y me doy cuenta de que está recién exprimido. ¿Sadie y ella de verdad son familia?—. Es su casa. Sus dos hijas pequeñas tienen muchos amigos en el vecindario.
—¿Qué edad tienen? —pregunto.
Melanie no solo fue la niñera favorita de Sadie, también fue algo así como su tutora en el instituto y, básicamente, la única persona de Echo Ridge a la que mi madre mencionaba alguna vez. Pero, aun así, prácticamente lo único que sé de ella es que asesinaron a su hija.
—Caroline tiene doce años y Julia seis —dice Nana—. Se llevan mucho entre ellas, y Lacey y Caroline también se llevaban bastantes años. Melanie siempre tuvo muchos problemas para concebir. Pero algo bueno tenía que tener: las niñas eran tan pequeñas cuando Lacey murió, que probablemente fueron el único motivo por el que ella y Dan salieron adelante en aquel momento tan terrorífico.
Ezra corta una esquinita de su tortilla, de la que surge una nubecilla de humo.
—La policía nunca sospechó quién pudo ser el asesino de Lacey, ¿verdad? —pregunta.
—No —responde Nana al mismo tiempo que yo digo:
—El novio.
Nana le da un largo sorbo a su zumo.
—Mucha gente sospechó de él. Aún sospechan —dice—. Pero Declan Kelly nunca fue oficialmente sospechoso. Lo interrogaron, sí. Muchas veces. Pero nunca lo arrestaron.
—¿Sigue viviendo en Echo Ridge? —pregunto.
Niega con una sacudida de cabeza.
—Se marchó de la ciudad nada más graduarse. Estoy convencida de que fue lo mejor para todos los implicados. Aquel asunto le pasó factura a su familia. El padre de Declan se marchó poco después de que lo hiciera él. Creí que su madre y su hermano no tardarían en imitarlos pero… parece que a ellos las cosas les fueron mejor.
Mi tenedor queda flotando a mitad de camino hacia mi boca.
—¿El hermano?
No tenía ni idea de que el novio de Lacey tuviera un hermano, en las noticias nunca dieron demasiados datos sobre su familia.
—Declan tiene un hermano pequeño, Malcolm. Más o menos de vuestra edad —dice Nana—. No le conozco mucho, pero parece más tranquilo que él. Por lo menos no va por ahí como si fuera el rey del mundo como solía hacer su hermano.
La contemplo tomar un bocado de su tortilla con extremo cuidado y deseo con todas mis fuerzas poder interpretar mejor sus reacciones para saber si Sarah y Lacey están tan íntimamente conectadas en su mente como lo están en la mía. Hace tanto que Sarah desapareció… casi un cuarto de siglo sin respuestas. Los padres de Lacey necesitan otro tipo de certezas: saben qué, cuándo y cómo, pero no quién ni por qué.
—¿Crees que Declan Kelly es culpable? —pregunto.
Nana frunce el ceño, como si la conversación, de repente, le pareciera de mal gusto. —Yo no he dicho eso. Nunca hubo pruebas fehacientes contra él.
Extiendo el brazo hacia el salero sin responder. Tal vez sea cierto, pero si mis años de experiencia leyendo libros sobre crímenes reales y viendo Dateline me han enseñado algo, es que el culpable siempre es el novio.
CAPÍTULO TRES
MALCOLM
MIÉRCOLES 4 DE SEPTIEMBRE
La camisa tiene tanto almidón que está tiesa. Prácticamente cruje cuando doblo los codos para anudarme la corbata al cuello. Observo mis manos en el espejo, probando sin éxito a enderezar el nudo y desistiendo cuando, al menos, consiguen que sea del tamaño correcto. El espejo tiene pinta de ser antiguo y caro, como todo lo que contiene la residencia Nilsson. Refleja un dormitorio en el que cabría tres veces mi antigua habitación. Y al menos la mitad del piso de Declan.
—¿Cómo es vivir en esa casa? —me preguntó anoche mi hermano mientras rebañaba los restos de la tarta de su cumpleaños directamente de la bandeja cuando mi madre estaba en el baño. Llevamos un racimo de globos para decorar que, en el recibidor de los Nilsson, parecía diminuto, pero que, en el hueco atestado de cacharros al que Declan llama cocina, chocaba una y otra vez contra su cabeza.
—Jodido —respondí yo.
Es cierto, pero no es más jodido de lo que lo han sido los últimos cinco años. Durante la mayor parte de este periodo, Declan ha estado viviendo en New Hampshire, a cuatro horas de casa, alquilándole a nuestra tía el apartamento que tiene en el sótano.
Un nítido golpe resuena en la puerta de mi dormitorio, y las bisagras de la puerta chirrían cuando mi hermanastra asoma la cabeza por el vano sin esperar respuesta.
—¿Estás listo? —pregunta.
—Sí —contesto al tiempo que cojo la americana azul que hay encima de mi cama y me la pongo.
Katrin ladea la cabeza y frunce el ceño, derramando su melena rubio platino sobre un hombro. Conozco perfectamente esa cara de «has hecho algo mal, y estoy a punto de decirte qué es y cómo corregirlo». Llevo meses teniendo que vérsela.
—Llevas la corbata torcida —señala, y sus tacones repiquetean al chocar contra el suelo mientras se dirige hacia mí con las manos extendidas. Una arruga aflora entre sus ojos mientras tironea del nudo, pero desaparece cuando retrocede un paso para admirar su obra—. Ya está —dice, palmeándome el hombro con expresión satisfecha—. Mucho mejor. —Me desliza la mano por el pecho, pesca una hebra de la chaqueta con dos uñas pintadas de rosa claro y la deja caer al suelo—. Vas como un pincel, Mal. ¿Quién lo diría?
Ella desde luego que no. Katrin Nilsson apenas se dignaba a hablarme hasta que, el invierno pasado, su p