1
Brendan Walker intuía que la casa no iba a ser de su agrado.
La primera señal fue el excesivo entusiasmo con que Diane Dobson, la mujer de la inmobiliaria, se dirigió a su madre.
—Es la casa más asombrosa que os podáis imaginar, de verdad —trinó Diane por el altavoz—. Es el lugar perfecto para una familia sofisticada como la vuestra. Y justo acaban de hacerle una rebaja considerable.
—¿Dónde queda? —preguntó Brendan.
Tenía doce años e iba sentado al lado de su hermana mayor, Cordelia, jugando al Uncharted en su adorada PSP. Vestía su camiseta de lacrosse favorita, azul aunque manchada de hierba, vaqueros rasgados y deportivas altas bastante deterioradas.
—Perdona, ¿quién ha preguntado eso? —dijo Diane desde el iPhone situado en el salpicadero del coche.
—Nuestro hijo Brendan —respondió el doctor Walker—. Hemos puesto el altavoz.
—Vaya, estoy hablando con toda la familia. ¡Mucho gusto! Bueno, Brendan —dijo Diane como si esperara ser felicitada por recordar el nombre—, la casa se encuentra en el número 128 de la avenida del Acantilado Marino, en medio de una impresionante serie de residencias propiedad de prominentes ciudadanos de San Francisco.
—¿Como jugadores de béisbol y de fútbol americano? —preguntó Brendan.
—Más bien directores ejecutivos y banqueros —lo corrigió Diane.
—¡Pegadme un tiro!
—¡Bren! —lo riñó su madre.
—No pensarás lo mismo cuando hayas visto la casa —dijo Diane—. Es encantadora, rústica, toda en madera, una verdadera joya…
—¡Espera, espera! —la interrumpió Cordelia—. Repite eso.
—¿Y ahora con quién estoy hablando? —preguntó Diane.
—Es nuestra hija Cordelia —informó la señora Walker—. La mayor.
—¡Qué nombre tan bonito!
«No me digas», quiso replicar Cordelia, pero siendo la hermana mayor tenía más tacto que Brendan. Era una chica alta y menuda que ocultaba los delicados rasgos de su rostro bajo un flequillo rubio.
—Verás, Diane, estamos buscando una nueva casa desde hace un mes y en este tiempo he aprendido que los agentes inmobiliarios habláis en una especie de «lenguaje en clave» —dijo Cordelia.
—Seguro que no sé a qué te refieres.
—Perdón, pero ¿qué quiere decir con «seguro que no sé»? —intervino Eleanor. Tenía ocho años, vista de lince y una nariz pequeña y fina. Su pelo era largo y rizado, del mismo color que el de su hermana y en ocasiones, cuando había tenido un día intrépido, solía contener restos de hojas y resina. Eleanor solía ser una niña callada, salvo en los momentos en que, precisamente, se suponía que debía estar callada, que era lo que a Brendan y Cordelia más les gustaba de ella—. ¿Cómo puede estar segura de que no sabe si no lo sabe?
Cordelia aprobó la intervención de su hermana asintiendo con la cabeza y continuó:
—Lo que quiero decir, Diane, es que cuando los agentes inmobiliarios dicen «encantador» quieren decir «pequeño». Cuando dicen «rústico» quieren decir «situado en un hábitat para osos». «Toda en madera» significa «infestada de termitas»… Y «joya», no sé, supongo que debe significar «con okupas».
—Delia, deja de decir tonterías —gruñó Brendan sin despegarse de la pantalla de la consola, irritado por no haber pensado antes en ese argumento.
Cordelia entornó los ojos y continuó:
—Diane, ¿estás a punto de mostrarnos una casa pequeña, okupada, infestada de termitas y situada en un hábitat para osos?
Diane suspiró a través del altavoz:
—¿Cuántos años tiene Cordelia?
—Quince —respondieron a la vez el doctor y la señora Walker.
—Parece que tuviera treinta y cinco.
—¿Por qué? —dijo Cordelia—. ¿Acaso porque estoy haciendo las preguntas pertinentes?
Brendan estiró el brazo desde el asiento trasero y puso fin a la llamada.
—¡Brendan! ¿Qué haces? —chilló su madre.
—Solo trato de ahorrarnos más vergüenzas.
—Pero la señorita Dobson iba a hablarnos de la casa…
—Ya sabemos cómo es la casa: como todas las casas que podemos permitirnos, mala.
—Estoy de acuerdo —dijo Cordelia—. Y bien sabéis cuánto me duele estar de acuerdo con Bren.
—Te encanta estar de acuerdo conmigo porque así sabes que tienes razón —farfulló el chico.
Cordelia rio, lo que hizo sonreír a Brendan a su pesar.
—Buena, Bren —dijo Eleanor y le revolvió el pelo.
—Chicos, intentemos ser optimistas —terció el doctor Walker—. La avenida Acantilado Marino es la avenida Acantilado Marino. Tendremos vistas al Golden Gate. Yo quiero verla y quiero saber cuánto significa eso de «rebaja considerable». ¿Cuál es la dirección?
—Número 128 —dijo Brendan sin alzar la cabeza.
El chico tenía una espeluznante habilidad para recordar cosas, resultado de memorizar jugadas deportivas y trampas para videojuegos. Sus padres bromeaban diciendo que gracias a ello terminaría siendo abogado (y porque era muy bueno discutiendo), pero Brendan no quería estudiar Derecho. Quería ser jugador de béisbol, con los Gigantes, o de fútbol americano, con los 49ers, los equipos de San Francisco.
—¿Puedes buscarla en Google Maps? —pidió el doctor Walker pasándole el móvil a Brendan sin dejar de conducir.
—Estoy jugando, papá.
—¿Y?
—No puedo parar ahora.
—¿Es que no hay un botón de pausa? —preguntó Cordelia.
—Nadie te está hablando, Delia —dijo Brendan—. ¿Es que no podéis dejarme en paz, por favor?
—Si vivir con la cabeza enterrada en tus estúpidos juegos es estar en paz… —repuso Cordelia—. Y cuando no son los videojuegos son tus entrenamientos de lacrosse, que no te dejan cenar con nosotros. Y tampoco quieres salir de paseo… Es como si no quisieras formar parte de esta familia.
—Eres una genia —dijo Brendan—. Acabas de descubrir mi secreto.
Eleanor se abalanzó sobre el teléfono e introdujo la dirección (pero al revés, primero el número y luego la calle). Cordelia tenía una réplica desagradable para Brendan, pero recordó que él estaba en esa etapa «difícil» para los chicos, la etapa en la que se supone que debes decir cosas horriblemente sarcásticas por el simple hecho de verte desgarbado.
El verdadero problema era la casa. Algo que para entonces sospechaba incluso Eleanor. Iba a ser lo suficientemente vieja como para que alguien hubiera muerto dentro. Se caería a pedazos y tendría los postigos torcidos y una gruesa capa de polvo y un árbol demasiado crecido en la parte delantera y vecinos fisgones que espiarían a los Walker y susurrarían: «Vaya, he aquí a los imbéciles que finalmente van a comprar esa cosa».
Pero ¿qué podían hacer ellos? A los ocho, doce y quince años, Eleanor, Brendan y Cordelia estaban absolutamente convencidos de estar en la peor de las edades, la más impotente e injusta.
De modo que Brendan siguió con la consola, Cordelia se puso a leer y Eleanor estuvo jugando con el GPS hasta que llegaron al 128 de la avenida Acantilado Marino. Entonces miraron y se quedaron boquiabiertos. Nunca habían visto nada igual.
2
Acantilado Marino era un barrio de mansiones situado en las colinas. La mayoría de las casas habían sido construidas directamente delante de la avenida, una calle soleada en la que crecía una hilera de árboles jóvenes perfectamente podados para que sus copas parecieran esféricas, pero la que los Walker miraban se encontraba más atrás, prácticamente en el borde del acantilado que daba nombre al vecindario. De hecho, se hallaba tan apartada de la calle que Brendan se preguntó si media casa no estaría apoyada en pilotes. Estaba separada de la calle por un amplio prado verde esmeralda, con pinos frondosos que mantenían la hierba en la sombra. La casa tenía acabados en oro y bronce que realzaban el color azul marino de los listones de madera que envolvían sus costados. Un sendero de guijarros perfectamente cuidado zigzagueaba entre los árboles hasta la puerta principal.
—He pasado muchas veces en bici por aquí y nunca había visto este sitio —dijo Cordelia.
—Eso es porque nunca sacas la cabeza de tus estúpidos libros —dijo Brendan.
—¿Y cómo es que leo mientras voy en bici, genio?
—¿Usas audiolibros?
—A ver, chicos, no os peleéis delante de la agente inmobiliaria —les advirtió la señora Walker por lo bajini. Hacía un momento había llamado a Diane Dobson para disculparse por la forma en que Brendan le había colgado el teléfono y ahora, delante del sendero, veían a una mujer que parecía Hillary Clinton—. Ahí está. Vamos.
La familia Walker bajó del Toyota, los chicos tropezándose unos con otros. Diane los saludó. Vestía un fino traje color coral hecho a medida y el pelo lacado formando un casco rubio. La mujer hacía que la casa resultara todavía más imponente.
—Doctor Jake Walker —se presentó tendiéndole la mano—. Y esta es mi esposa, Bellamy.
La señora Walker asintió con timidez. El doctor Walker no se molestó en presentar a la prole. A pesar de que antes solía decir a sus hijos que los hombres que no se afeitaban todos los días eran personas carentes de disciplina, esa mañana no se había afeitado. Lo cierto es que el doctor no era el que había sido.
Diane miró el sedán de segunda mano de la familia.
—¿Podemos tener el caballo aquí? —preguntó Eleanor tirando del pantalón del doctor Walker.
—No tenemos caballo, Elly —dijo riendo—. Está atravesando la fase del caballo —agregó para explicarle a Diane.
—¡Pero si es el sitio perfecto, papi! Dijiste que me regalarías un caballo por mi cumple…
—Eso era si comprábamos una casa de campo, pero no lo haremos, y no se puede tener caballos en la ciudad.
—¿Por qué no? Hay montones de sitios para cabalgar. El parque Golden Gate, el campo Crissy… ¿Crees que no me acuerdo de tus promesas?
La señora Walker se agachó para sujetar a Eleanor por los hombros:
—Cariño, luego hablaremos de eso.
—Pero papi siempre…
—Tranquila. No es culpa de papá. Las cosas han cambiado. ¿Por qué no jugamos un poco? Aquí mismo: cierra los ojos y dime cómo es el caballo que ves en tus sueños más locos. Vamos, lo haré contigo.
La señora Walker cerró los ojos. Eleanor la imitó. Brendan entornó los ojos en lugar de cerrarlos, pero lo cierto es que sintió la tentación de participar en el juego. Cordelia, en cambio, sí cerró los suyos: en parte por solidaridad con su hermana menor, en parte para fastidiar a Brendan.
—¡Y ahora… abrimos los ojos! —dijo la señora Walker—. ¿Cómo es tu caballo?
—No es un caballo. Es una yegua. Marrón claro con manchas blancas. Se llama Misty.
—Es perfecta. —La señora Walker abrazó a la niña, se puso de pie y volvió a mirar la casa junto a Diane Dobson, que había esperado con paciencia mientras la familia se las apañaba: saltaba a la vista que tenían sus problemillas.
—Fascinante, ¿no os parece? —dijo la mujer—. Una construcción absolutamente única.
—Hay algunas cosas que me inquietan —dijo la señora Walker.
Brendan advirtió que su madre se había puesto en modo de negociación, es decir, a usar su encanto y elegancia para conseguir lo que quería de las personas. Allí, delante de la casa, parecía fuerte y hermosa, más segura de sí misma de lo que había estado en meses. Brendan se preguntó si estar allí no era una cuestión del destino.
—¿Qué es lo que la inquieta? —preguntó Diane.
—En primer lugar, la casa está al borde del acantilado. Parece muy inestable. ¿Qué pasaría si hay un terremoto? ¡Terminaríamos en el agua!
—La casa salió indemne del terremoto de 1989 —dijo Diane—. Es estupenda en términos de ingeniería. Entremos para que puedan verla.
Intrigados, los Walker siguieron a la agente a lo largo del sendero hasta la casa, más allá de los pinos. El prado tenía algo extraño, pensó Brendan, pero tardó un rato en darse cuenta de qué era: no había cartel de «Se vende». «¿Qué clase de casa se pone en venta sin cartel?».
—La casa es un monumento de la arquitectura victoriana —declaró Diane—. Tiene tres plantas. Los locales la conocen como la Casa Kristoff. La construyó en 1907 un caballero que sobrevivió al gran terremoto de 1906.
El doctor Walker asintió. Generaciones atrás su familia también había sobrevivido al gran terremoto de San Francisco. La familia había tenido que marcharse de la ciudad, pero el trabajo había traído al doctor de vuelta. Trabajo que ya no tenía.
—¡Es el 218! —dijo Eleanor señalando el número que colgaba sobre la puerta principal.
—Pone 128 —la corrigió Cordelia con suavidad.
Eleanor resopló y bajó la mirada. Diane continuó con su monólogo en los escalones del porche, pero Cordelia se quedó atrás y se agachó junto a su hermana. Quizá podía convertir ese momento en un «momento didáctico», como decía su maestra, la señorita Kavanaugh. Uno de los efectos de la dislexia de Eleanor era que leía las cosas al revés, y Cordelia pensaba que debía haber algún sencillo truco psicológico para ayudarla a leer bien. Lo que ocurría, sencillamente, era que no lo habían encontrado. Brendan permaneció junto a ellas, ansioso por ver fracasar a su hermana mayor.
—¿Por qué no intentas leerlo al revés? —animó Cordelia a Eleanor.
—No es así de sencillo, Delia. ¡Crees que lo sabes todo!
—Bueno, he leído algunos libros acerca del tema. Solo intento ayudarte…
—Y entonces ¿dónde estabas la semana pasada?
—¿A qué te refieres?
—A la escuela. En la estúpida clase de Lengua, la estúpida maestra sustituta me puso a leer La casa de la pradera y no pude hacerlo.
Mientras hablaba, Eleanor recordó lo sucedido ese día en la escuela. La señorita Fitzsimmons no había ido porque se encontraba enferma, y ella estaba tan asustada que no le había dicho a la sustituta que tenía problemas de lectura, así que pasó al frente, abrió el libro y esperó que ocurriera un milagro. Pensaba que quizá, aunque solo fuera esa vez, se produciría un hecho extraordinario y por arte de magia sería capaz de leer una frase correctamente. Pero, como siempre, veía las palabras revueltas —«no al revés, Cordelia, revueltas»— y cuando intentó leer el título, las primeras cuatro palabras le salieron bien, pero la última sonó como una mala palabra o algo así. La clase entera rio y Eleanor dejó caer el libro y salió corriendo del salón. Luego la maestra sustituta la mandó a la dirección y todos sus compañeros la llamaron usando esa mala palabra.
—Oh, Eleanor… —dijo Cordelia—, lo siento mucho. Pero es que no puedo acompañarte a clase.
—No, no puedes. ¡Así que no finjas que puedes arreglarme!
Cordelia hizo una mueca que revelaba la pena que eso le causaba. Encantado con el fracaso de su hermana, Brendan se preparó para ofrecer un comentario hiriente. Sin embargo, antes de que pudiera hacerlo…
—¿Qué ha sido eso?—exclamó Eleanor.
Brendan y Cordelia levantaron la cabeza justo a tiempo para ver una figura pasar como un rayo desde los pinos hasta el lado de la casa. Una sombra, un destello. Demasiado veloz para ser una persona. Y a su espalda se oyó el claxon de un coche en la avenida.
—Elly —dijo Brendan—, probablemente ha sido solo la sombra del coche pasando.
—No, no era eso. Era una persona. Una persona calva —insistió Eleanor.
—¿Has visto a un chico calvo?
—No era un chico. Era una chica. Una mujer vieja. Nos miraba. Y ahora está detrás de la casa.
Brendan y Cordelia se miraron, ambos esperaban toparse con una mueca de «ay, Eleanor, eres tontita», pero se encontraron con caras tan serias como la de su hermana.
Los tres miraron el lateral de la Casa Kristoff. Allí estaba la silueta de la figura oscura. Observándolos.
3
Brendan respiró hondo e intentó mantener la calma. La figura no se movió.
—¿Hola? —dijo saliendo del sendero y tirando de Eleanor.
Cordelia los siguió de cerca.
—¿Hay alguien ahí? —dijo Brendan. Quería decirlo con tono recio, pero la voz se le quebró y el resultado fue más propio de Barrio Sésamo que de Schwarzenegger. Se aclaró la garganta para disimular y junto con sus hermanas avanzó sigilosamente hasta el lado de la casa.
La figura era solo una vieja estatua. Un ángel gótico de más de metro ochenta de alto, tallado en granito gris con trazas verdes y negras. Tenía las alas dobladas a la espalda y los brazos extendidos al frente; pero había perdido la mano derecha. El rostro estaba muy desgastado; décadas de viento y niebla habían erosionado el mentón y los labios hasta desdibujarlos. Parches de musgo le cubrían los ojos.
—Es hermosa —dijo Cordelia.
Brendan se enjugó la frente, sorprendido al encontrarla sudorosa. Sabía que era una estupidez, pero realmente esperaba encontrarse con la persona que había descrito Eleanor: una mujer calva, una especie de bruja. Se había dejado llevar por la imaginación e incluso había sido capaz de ver a la mujer señalándolos con un dedo torcido al tiempo que susurraba: «He aquí los incautos que finalmente comprarán esta casa».
—¿Lo ves, Elly? Es solo una estatua. Aquí no hay nadie —dijo Brendan apoyando una mano en el hombro de Eleanor.
—Tuvo que irse a alguna parte.
—Fue la luz. Te engañó.
—¡No, no fue eso!
—Déjalo. Estás asustada.
—No tanto como tú —dijo Eleanor retirando la mano de Brendan y señalando la huella de sudor que le había dejado en el hombro.
Antes de que Brendan pudiera protestar, otra mano lo agarró por la nuca.
4
—¡Socorro! —gritó Brendan al tiempo que se daba media vuelta y empujaba a su agresor.
Su padre cayó al suelo con un ruido sordo.
—Por Dios, Bren, ¿qué te pasa? —dijo el doctor Walker después de levantarse, mientras se frotaba la rabadilla.
—¡Papá! ¡No vuelvas a hacerme eso!
—Venga, chicos. Mamá y Diane os están esperando. Vamos a ver la casa por dentro.
Los Walker siguieron a su padre. Brendan sintió una brisa helada al acercarse a la puerta que ostentaba el número 128, pero trató de no darle importancia, a fin de cuentas, media casa daba al acantilado. El ángel de piedra le había resultado tan fascinante que casi no se había dado cuenta: la parte trasera de la Casa Kristoff se apoyaba en pilotes metálicos que llegaban hasta las rocas de la playa. Debajo de la casa colgaban docenas de barriles.
—¿Para qué son esos…? —fue a preguntar cuando entró en la casa, pero la belleza del interior lo silenció.
La señora Walker también estaba asombrada; hasta el punto de que salió del modo de negociación, fascinada con las antigüedades y comprobando su propio reflejo en las relucientes barandillas. El doctor Walker dejó escapar un silbido. Cordelia dijo:
—Jo, a esto sí se le puede llamar «un gran salón» sin ser irónica.
—De hecho —dijo Diane—, estás en el salón delantero o «gran» salón. El interior ha sido restaurado, pero los anteriores propietarios conservaron los toques originales. No está mal para una cueva de osos infestada de termitas, ¿verdad?
Cordelia se puso colorada. La estancia estaba decorada con cerámicas griegas con motivos rojos sobre fondo negro y negros sobre fondo rojo. («Reproducciones —pensó Cordelia—, porque los originales tendrán un valor incalculable»). Había un perchero de hierro forjado con florituras y un busto de mármol de un hombre con una barba ondulada que prácticamente gritaba «¡filósofo!». Y todo estaba iluminado mediante elementos fijos, como en un museo. Brendan se preguntaba cómo era posible que el lugar pareciera por dentro el doble de grande de lo que ya parecía por fuera.
—Desde su construcción, la casa se diseñó para entretener y recibir invitados —dijo Diane abarcando con la mano todo el salón.
—¿Y quién era el anfitrión? —preguntó Cordelia.
—Lady Gaga —dijo con socarronería Brendan intentando ocultar su incomodidad: «Primero el cartel de “Se vende” ausente, luego esa estatua espeluznante y ahora esta casa con una tienda de antigüedades en el interior…».
—Bren —le advirtió la señora Walker.
Diane continuó con su exposición:
—Nadie ha celebrado una fiesta aquí en años. Los anteriores propietarios fueron la familia que pagó la restauración. Vivieron en la casa una breve temporada, pero querían un cambio y se mudaron a Nueva York.
—¿Y antes de ellos? —preguntó Brendan.
—Estuvo desocupada durante décadas. Algunos elementos decorativos se deterioraron, pero, como sabéis, estas casas antiguas se hacían para durar. De hecho, ¡esta incluso se construyó para flotar!
—¿Qué? —preguntó Brendan.
—¿Es una broma? —dijo Cordelia.
—El propietario original, el señor Kristoff, quería asegurarse de que la casa sobreviviría a un terremoto como el que acababa de sufrir la ciudad, de modo que puso barriles llenos de aire debajo de los cimientos. Si hay un gran terremoto y la casa cae por el acantilado, está diseñada para resistir el impacto contra el agua y alejarse flotando.
—Eso sí que es guay —dijo Eleanor.
—No; es absurdo —dijo su padre.
—En absoluto, doctor Walker: esto es lo que están haciendo ahora en los Países Bajos con las casas. El señor Kristoff se adelantó a su tiempo.
Diane condujo a los Walker a la sala de estar, que ofrecía una imponente vista del Golden Gate. Eso desconcertó a Brendan, que esperaba que el puente estuviera al otro lado de la casa, pero luego se dio cuenta de que habían girado y vuelto sobre sus pasos desde el gran salón. Los jarrones de cristal, las esculturas de alabastro y una armadura le habían distraído… como le había distraído el ángel de piedra que, sabía, seguía ahí fuera, tendiendo hacia ellos la mano rota y observándolos con sus ojos cubiertos de musgo.
La sala tenía una silla Chester, una mesa de centro con maderos recogidos en la playa en lugar de patas y un piano Steinway.
—¿Está el mobiliario en venta? —preguntó la señora Walker.
—Todo está en venta —dijo Diane con una sonrisa—. El precio incluye todo el contenido.
La mujer continuó recorriendo la casa con los Walker, con excepción de Brendan, que se quedó atrás mirando el puente. Al haber crecido en San Francisco se había acostumbrado a verlo todos los días, pero desde ese ángulo, tan cerca que era casi como estar debajo de él, el color salmón del puente le resultaba antinatural. Se preguntaba qué habría pensado el propietario original de la casa, el señor Kristoff, cuando empezaron a construir el puente. Porque —la mente de Brendan accedió con rapidez a las fechas y los datos— si la casa se construyó en 1907, estaba ahí treinta años antes de que el puente se terminara, y entonces la vista habría sido sencillamente el océano enmarcado entre dos gigantescos afloramientos rocosos. ¿Ya había fallecido el señor Kristoff cuando se levantó el puente?
—¿Hola? —llamó Brendan al darse cuenta de que estaba solo y se apresuró a salir de la sala de estar para buscar a Diane y su familia.
Entretanto, Cordelia también pensaba en el señor Kristoff. Estaba segura de haber oído el nombre antes, pero no podía recordar dónde. Seguía dándole vueltas a eso cuando entró en la siguiente habitación, que reconoció de inmediato por el olor: polvo, papel húmedo, tinta.
—Bienvenidos a la biblioteca —dijo Diane.
El lugar era impresionante. Bajo el techo abovedado los libros se apilaban en anaqueles de caoba que cubrían de arriba abajo las paredes. Para acceder a los estantes superiores había dos escaleras metálicas provistas de ruedas. Y, entre ambas, una mesa de roble grande y robusta, con una hilera de lámparas de banquero de pantallas de vidrio verde, que dividía en dos la habitación. Motas de polvo brillantes revoloteaban en círculos sobre la mesa como si fueran pajarillos.
Cordelia sintió la imperiosa necesidad de ver qué libros había en los anaqueles. Era algo que siempre le pasaba. Se asomó al que tenía más cerca y entonces recordó dónde había oído hablar del señor Kristoff.
5
Cordelia era capaz de leer en cualquier parte. Lo había hecho en el coche, mientras iban de camino al número 128 de la avenida Acantilado Marino, y ello a pesar de que iba apretada entre sus hermanos, subiendo y bajando por las colinas de San Francisco con una niña disléxica a cargo del GPS.
—Perderte dentro de un libro es lo mejor —solía decirle su madre, y Cordelia tenía el presentimiento de que eso mismo era lo que le decía su abuela a Bellamy cuando ella era una jovencita.
Cordelia había empezado a leer muy rápido, a la edad de cuatro años, cuando en un restaurante puso a sus padres en una situación embarazosa al leer por encima del hombro el periódico de una anciana, que al descubrirla gritó:
—¡La bebé está leyendo!
Al crecer, Cordelia pasó a la colección de literatura occidental de sus padres: la Biblioteca Oxford de las Grandes Obras del Mundo, con sus anchos lomos de cuero. Y ahora se dedicaba a leer autores más oscuros, escritores cuyas obras tenía que buscar en primeras ediciones o viejos libros de bolsillo con nombres como Brautigan y Paley y Kosinski. Cuanto menos conocidos mejor. Creía que al leer a un escritor del que nadie había oído hablar, lo mantenía vivo sola, sin ayuda, como en una especie de versión intelectual de la reanimación cardiovascular. En la escuela, a veces se metía en problemas por esconder sus lecturas entre los libros de texto (aunque a la señorita Kavanaugh eso no la molestaba). En el último año había descubierto un escritor al que Robert E. Howard y H. P. Lovecraft citaban como influencia, un autor muy prolífico, que había escrito novelas de aventuras a comienzos del siglo XX.
—Denver Kristoff —leyó en el lomo de un libro—. Diane, ¿el Kristoff que construyó esta casa fue Denver Kristoff, el escritor?
—Así es. ¿Lo conoces?
—Nunca lo he leído, pero sé quién es. Sus libros no se consiguen ni siquiera en eBay. Fantasía, ciencia ficción…, una influencia fundamental en la obra de quienes luego inventaron a Conan el Bárbaro y la idea moderna del zombi. Pero nunca gozó de gran prestigio entre los críticos…
Tuvo que dejar de hablar porque Brendan se puso a fingir que tenía aparatosas arcadas.
—¿Quieres dejar de hacer eso?
—Lo siento, soy alérgico a las intelectualoides.
—Papá, ¡podríamos vivir en la casa de un famoso escritor poco conocido!
—Lo tendré en cuenta.
Diane condujo a la familia a la salida de la biblioteca (el doctor Walker prácticamente tuvo que sacar a rastras a Cordelia) y los llevó a una cocina prístina, la habitación más moderna de las que habían visto hasta entonces. Los electrodomésticos nuevos relucían bajo la luz cenital. Parecía la clase de lugar donde a los gérmenes les daría miedo entrar. Una colección de cuchillos impresionante, en orden de menor a mayor, se fijaba magnéticamente a la pared encima de la cocina.
—¿Podemos hacer galletas aquí? —preguntó Eleanor.
—Claro —dijo el doctor Walker.
—¿Podemos hacer solo galletas?
—Viking, Electrolux, Sub-Zero —recitó Diane mientras conducía a la familia a la salida.
Ante la nevera de acero inoxidable de dos puertas, Brendan se preguntó si era posible que dentro hubiera algo de verdad extraño, como una cabeza, por ejemplo, y echó un vistazo… Sin embargo, no encontró nada más perturbador que un vacío clínico.
Diane los llevó a la planta superior. La decoración contemporánea de la cocina desapareció de inmediato en una escalera de caracol de madera que Eleanor decidió trepar subiendo y bajando y volviendo a subir cada escalón. Era la escalera principal entre la planta baja y la planta alta y los peldaños eran los más anchos que los Walker hubieran visto jamás. Arriba, un amplio pasillo se extendía de un extremo a otro de la casa y terminaba en una ventana mirador y otra escalera, más pequeña, por la que se bajaba al gran salón.
En las paredes había fotografías antiguas, a color, en tonos pastel desvaídos. En una de ellas, un hombre de rostro adusto y barba cuadrada aparecía junto a una dama que lucía un vestido de volantes y sujetaba un cochecito. En la siguiente, la misma mujer estaba en un embarcadero y se volvía para mirar a la cámara mientras la observaban unos hombres con gorras de repartidor de periódicos. En una tercera fotografía, una anciana, sentada bajo un árbol, sostenía un bebé que llevaba vestido y bonete.
—La familia Kristoff —explicó Diane al advertir la fascinación con que Brendan y Cordelia miraban las imágenes—. Ese es Denver Kristoff —el hombre de la barba cuadrada—, esta su esposa, Eliza May —la mujer del embarcadero—, y esta su madre —la mujer bajo el árbol con el bebé—. He olvidado su nombre. En cualquier caso, las fotos son solo decoración. Cuando os mudéis, si os mudáis, podéis reemplazarlas por las vuestras.
Brendan intentó imaginarse las fotos de los Walker en la pared: papá y él en un partido de lacrosse, el doctor Walker sosteniendo el palo de forma incorrecta; Cordelia gritándole a mamá porque no quiere que le tomen la foto sin maquillaje; Eleanor cerrando los ojos y sonriendo de oreja a oreja. Si tomas fotografías estúpidas y dejas que pasen cien años, ¿terminarán pareciendo inquietantes e importantes?
—En esta planta hay tres dormitorios —dijo Diane—. El principal…
—¿Solo tres? Me prometisteis que tendría mi propia habitación —dijo Brendan.
—El cuarto dormitorio está arriba. En el ático —aclaró Diane.
La mujer tiró de una cuerda que colgaba del techo. Se abrió una trampilla de la que descendió una escalera hasta posarse con suavidad en el suelo.
—¡Qué guay! —dijo Brendan, y se apresuró a subir por la escalera.
Cordelia entró en una de las habitaciones del pasillo. No era la principal (que tenía una cama extragrande y dos mesas de noche), pero tenía un buen tamaño y un bonito papel de colgadura de flores de lis.
—Me quedo esta —dijo.
—¿Y cuál es la mía? —preguntó Eleanor.
—Chicos, todo esto es hipotético… —intentó recordarles el doctor Walker, pero Cordelia ya estaba dirigiendo a Eleanor a la tercera habitación, que parecía más el cuarto del servicio o un armario.
—¿La más pequeña?
—Eres la más pequeña.
—¡Mamá! ¡No es justo! ¿Por qué la más pequeña?
—Cordelia es una chica grande. Necesita espacio —dijo la señora Walker.
—¿Has oído eso, Cordelia? ¡Mamá cree que necesitas ponerte a dieta! —gritó Brendan desde el ático.
—¡Cállate, Bren! Lo que quiere decir mamá es que soy la mayor.
Arriba, en el ático, Brendan sonrió. El lugar captó su atención: tenía una cama plegable con ruedas junto a la ventana, un buró con un montón de chucherías y, sobre una balda que sobresalía de la pared, un esqueleto de murciélago.
El esqueleto de murciélago estaba montado sobre una pulida piedra negra, tenía las alas extendidas y la cabeza hacia arriba, como si estuviera cazando bichos. Era una de las cosas más espeluznantes que Brendan hubiera visto nunca, pero no estaba asustado y, de hecho, sacó el móvil para hacerle una foto.
—¡Brendan! ¡Quiero que le pidas disculpas a tu hermana! —gritó la señora Walker.
—¡Sí, Bren, baja! —agregó Eleanor.
Por supuesto, justo cuando había encontrado algo que no le asustaba, no había nadie a quien impresionar con su descubrimiento. Brendan bajó y se topó con la mirada de Cordelia.
—Lo siento —dijo—. No tienes que ponerte a dieta. ¡Mira lo que encontré arriba! Le he tomado una foto…
Cordelia cogió el teléfono de su hermano y borró la imagen.
—¡Eh! ¿Qué haces?
—Ahora estamos en paz.
—Pero ni siquiera la has mirado…
Diane intentó ocultar su exasperación con una sonrisa:
—¿Continuamos? —dijo.
La familia la siguió por el pasillo. Al pasar delante de un pomo que sobresalía de un cuadrado recortado en la pared, Eleanor preguntó:
—¿Qué es esto?
—El montaplatos —respondió la agente con sequedad.
Llegaron al final del pasillo.
—Bien, esto es todo —dijo Diane, echando un vistazo por la ventana al viejo Toyota de los Walker. Y luego, volviéndose hacia el doctor, agregó—: No habéis hecho la pregunta clave.
—El precio —dijo Walker con cierto pesar. Lo cierto es que cuando oyó a la mujer hablar de «rústico» y «encantador» había pensado lo mismo que Cordelia: que se trataba de una casa a reformar, pero a su alcance, no de una mansión de dos plantas y buhardilla, completamente amueblada, con biblioteca y vistas al puente, en Acantilado Marino. Aquella casa debía de costar millones.
Diane dijo:
—Los propietarios piden trescientos mil.
6
Brendan vio la incredulidad extenderse por la cara de su padre. Pero de inmediato el doctor Walker se recompuso y adoptó su tono profesional. Era bueno oírlo hablar así. Antes eso era lo usual, antes: cuando papá hacía entrevistas o daba consejo a otros cirujanos, pero desde hacía un mes, desde «el incidente», el doctor Walker no había tenido ocasión de hablar de esa forma. Ahora, en cambio, habló con autoridad.
—Nos la quedamos, señorita Dobson. Por favor, prepare los documentos necesarios. Me gustaría cerrar el trato tan pronto como sea posible.
—¡Perfecto! —dijo Diane.
La mujer sacó una tarjeta de visita de una cajita plateada y se la entregó al doctor. La señora Walker abrazó a su marido.
—¿Qué significa esto? —preguntó Eleanor—. ¿Nos quedamos la casa? ¿Vamos a vivir aquí?
Brendan intervino:
—¿Por qué es tan barata?
—¡Bren! —le reprendió su madre.
—El precio es el de un piso. Menos incluso. No me cuadra. ¿Cuál es el truco?
—La curiosidad de la familia es bienvenida —dijo Diane—. Brendan, los propietarios quieren liquidez. Como muchas familias, tienen dificultades, y están dispuestos a reducir el precio con tal de vender la propiedad, en especial si al hacerlo también ayudan a otras personas en dificultades. Habrás notado que no hay cartel de «Se vende» en la parte delantera. Los propietarios no desean vender la casa a cualquier familia; quieren venderla a la familia correcta. Una familia que la necesite.
La mujer sonrió. Brendan detestaba ser objeto de condescendencia. Una cosa era que lo compadeciera a él, lo que le resultaba soportable, pero aquella mujer los compadecía a todos. Y papá era la causa de todo eso. Era vergonzoso. El doctor Walker estaba intentando hacer las cosas al revés: quería reconstruir su reputación comprando una casa impresionante para así encontrar un trabajo impresionante en un hospital impresionante con un equipo directivo cautivado por su renombre y dispuesto a pasar por alto «el incidente». Sin embargo, papá ni siquiera podía impresionar a la agente inmobiliaria. Brendan pensó que quizá estaría mejor por su cuenta o en un internado, como algunos de sus amigos. Pero en ese momento enviarlo a un internado era algo que sus padres no se podían permitir.
Diane condujo a los Walker a la planta baja hasta el gran salón y la entrada principal.
—Creo que la Casa Kristoff os encantará. Será un hogar maravilloso.
—No deberíamos quedárnosla —le susurró Brendan a Cordelia—. Sabes que papá no está bien estos días. Aquí hay gato encerrado.
—Lo que pasa es que estás asustado.
—¿Quién? ¿Yo? No.
—Claro que sí. No quieres vivir aquí, con ese ángel espeluznante que hay en el césped.
—Pues en la buhardilla hay un esqueleto de murciélago y no me ha dado miedo.
—¿Y qué? Eso no demuestra nada. Elly, ¿se asustó Bren cuando vio la estatua?
Eleanor asintió con la cabeza.
—Lo dicho.
Sin embargo, Brendan no iba a dejar que Cordelia tuviera la última palabra. Mientras la familia salía por la puerta y se encaminaba por el sendero de gravilla, se apartó de ellos y corrió hasta el ángel de piedra para tomarse una foto con él. Le pasaría el brazo por la espalda, sonreiría a la cámara y le demostraría al mundo que un pedazo de roca cubierto de musgo no le daba miedo.
Pero el ángel de piedra no estaba donde lo habían visto.
Brendan contuvo el impulso de gritar. Tal vez se había confundido. Tal vez la estatua estaba en el otro lado de la casa. No: recordaba muy bien que la mano rota era la derecha y que se encontraba a pocos centímetros del muro exterior… ¿Quién había movido la estatua?
Brendan se agachó para estudiar la pinocha que cubría el suelo. En el lugar donde había estado la estatua tenía que haber una huella visible; en esa zona las agujas debían de estar aplanadas y húmedas y quizá habría cochinillas correteando. Pero no, era como si la estatua nunca hubiera estado allí.
De repente apareció una cara a apenas unos centímetros de la de Brendan. La cara susurraba algo y sonaba como un enjambre de avispas alborotadas.
—Este no es vuestro lugar.