Iba a morir.
Me tapé la boca con la mano para no hacer ruido. Pegué la espalda a la pared con el deseo de fundirme con ella. Quería desaparecer, esfumarme, no haber entrado en la vida de los Bakker o que ellos no hubiesen aparecido nunca en la mía.
Debí haberme ido a casa cuando tuve la oportunidad, no buscarlo, acatar su advertencia, cada una de las que escuché los últimos meses.
Los ojos me escocieron en aquella espiral de nervios y desolación.
Me sentía incapaz, no sabía qué hacer, solo podía correr y esconderme, aunque estaba claro: salir de allí era imposible por muy bien que conociera la mansión. Las puertas estaban selladas. Podría escabullirme por más tiempo, pero la historia tendría el mismo final.
No me di cuenta de lo que sucedía, de lo que tan bien ocultaban, hasta que ya estaba con el agua hasta el cuello, luchando por oxígeno. Cerré los ojos y las lágrimas me resbalaron por las mejillas.
Había golpeado a la señora Bakker con el busto de mármol. Su cuerpo no se movió al caer al suelo.
Dos lágrimas gruesas tomaron el lugar de las anteriores.
«¿Cómo no lo vi antes si tuve tantas señales?».
A lo lejos, crujió uno de los peldaños de la escalera y el frío me caló el pecho. Paré de temblar y me quedé sin aire, con un nudo en la garganta, paralizada.
Mi cerebro buscó opciones para sobrevivir. Solo había dos puertas: la que daba al pasillo y la del baño clausurado. No escaparía de la habitación sin que me viera.
Era el final.
Dejé que mis piernas fueran todo lo débiles que gritaban por ser. Deslicé la espalda por la pared hasta quedar en el suelo, abrazándome las rodillas.
Lo sentía en el pasillo.
Cerré los ojos con fuerza. Necesitaba creer que aquello no estaba pasando, que era una pesadilla y que despertaría en casa, con la única preocupación de qué carrera universitaria escoger para salir de aquel pueblo tan aburrido.
Mis problemas no eran nada antes de la llegada de los Bakker y, aunque una parte de mí quería volver atrás en el tiempo, otra me impedía desearlo, la que estaba perdidamente enamorada de él.
—Llegó la hora, pequeña Amaia —dijo una voz áspera y conocida, haciendo que un escalofrío me recorriera la columna—. Me aburrí de jugar al escondite.
Capítulo 1
Diez meses antes.
«¿Cómo una pequeña decisión podía cambiar el futuro?».
El inocente formulario que había sobre el escritorio lograba que mi respiración se agitara. Le temía a una hoja, con sus líneas vacías y opciones para marcar.
La oficina, bien iluminada, tenía las ventanas abiertas para que circulara la brisa del verano, que llegaba a su fin, y de igual forma yo sentía que me quemaba en el infierno. Una gota de sudor se deslizó por mi nuca y me recorrió la espalda. No hiperventilar se convertía en todo un reto.
—Mia, ¿todo bien?
La señorita Morel, mi profesora y consejera escolar, se veía preocupada. No pude responder y me las arreglé para coger el bolígrafo y escribir sin que la mano me temblara o el sudor dañara el papel.
Al entregar el formulario, la mujer lo leyó varias veces para estar convencida de lo que tenía delante.
—¿Contabilidad y Finanzas? —preguntó, asegurándose de que no leía mal—. No era lo que pensabas estudiar.
—¿Es un problema? —Fingí inocencia—. ¿Mi media está por debajo de lo requerido?
—Tu media es suficiente para lo que escojas —aclaró—, pero estabas interesada en…
—Cambié de idea —intervine, cogiendo la mochila y colgándomela en el hombro—. Ya sabe, adolescentes. Todos los días tenemos una opinión distinta.
Caminé de espaldas hasta que choqué con la puerta, desesperada por escapar.
—Espero que tenga un buen día —me despedí.
Casi tropecé con el chico que seguía en la fila para la entrevista cuando salí al pasillo.
—¿Por qué has tardado tanto? —preguntó Sophie, apoyada en la pared opuesta.
Tenía un paquete de patatas fritas bajo el brazo e intentaba comer con la misma mano. En la otra tenía el teléfono e iba intercambiando mensajes con su novio, lo mismo que estaba haciendo cuando la dejé minutos antes.
—La señorita Morel me ha contado un par de historias sobre su vida —mentí, uniéndome a ella y robándole una patata para calmar los nervios.
—Eso pensé —dijo sin apartar la vista de la pantalla o dejar de masticar.
—Julien te mandará a tomar viento si no le das espacio.
—¡Fue él quien empezó!
Hizo un puchero y guardó el teléfono mientras nos alejábamos de la oficina.
—¿Qué dice de Prakt?
—Que la ciudad de noche es increíble y la facultad es hermosa. —Con razón era la capital del continente—. Mañana empieza su vida como estudiante universitario.
Caminamos en dirección al pasillo principal, concurrido y bullicioso. Los más pequeños estaban animados por el salto de nivel escolar y los de último año, como yo, aburridos de las paredes blancas y las taquillas rojas.
Intenté ignorar las miradas. Unos lo hacían con disimulo, otros carecían de tacto y cuchicheaban en el oído del compañero más cercano. Un par me dedicó una sonrisa que debía reconfortarme.
—Odio Soleil —murmuré—. No veo la hora de salir huyendo y no volver.
—Te miran por el crimen que has cometido con tu pelo —dijo Sophie como si no estuviera pasando nada.
—Muy graciosa.
—Tendré que arreglarlo. —Inspeccionó el corte como había hecho en el autobús escolar—. Con esa estatura y esa cara todo te queda bien, pero parece que un carnicero te ha cortado la parte de atrás.
No podía opinar, no me veía la nuca cuando usé la tijera frente al espejo del baño. Mi pelo negro, que dos días antes me llegaba por la cintura, había sufrido un atentado a media madrugada. Me lo corté por la barbilla y añadí un flequillo por encima de las cejas. No me arrepentía.
—Cuando esté divino, nadie pondrá caras raras. Lo prometo.
La inocente y dulce Sophie. Con su expresión deslumbrante y su maquillaje en tonos pastel, el pelo en suaves ondas hasta la cintura y un peculiar gusto para vestir. Siempre intentando ayudarme.
—