CAPÍTULO 1
Cuando yo era pequeña mi madre no paraba de inventarse juegos. El Juego de los mudos. El juego ¿A quién le dura más la galleta? Uno de los eternos favoritos era el Juego de las nubecitas, que consistía en comer nubes de azúcar llevando puestas dentro de casa las gruesas chaquetas de la beneficencia para, así, no tener que encender la calefacción. El juego de la linterna era para cuando saltaban los plomos y nos quedábamos sin luz. Mi madre y yo nunca íbamos andando a los sitios: íbamos echando carreras. El suelo casi siempre era lava. Y la función principal de las almohadas no era otra que construir fuertes.
El juego que nos duró más tiempo se llamaba Tengo un secreto, porque mi madre decía que todo el mundo debería tener siempre al menos uno. Algunos días adivinaba el mío; otros no lo conseguía. Jugamos cada semana hasta que cumplí los quince años y uno de sus secretos la llevó al hospital.
Para cuando me quise dar cuenta, ya se había ido.
—Te toca, princesa. —Una voz áspera me arrastró de vuelta a la realidad—. No tengo todo el día.
—Nada de princesa —repliqué al tiempo que avanzaba uno de mis caballos—. Te toca, viejo.
Harry me miró con mala cara. En realidad, yo no sabía qué edad tenía ni tampoco cómo había acabado siendo un sin techo y viviendo en el parque donde jugábamos al ajedrez cada mañana. Lo que sí sabía era que era un oponente formidable.
—Tú… —gruñó, escrutando el tablero—. Eres una persona horrible.
Al cabo de tres movimientos ya lo tenía.
—Jaque mate. Ya sabes lo que significa, Harry.
Me lanzó una mirada asesina y replicó:
—Que tengo que dejar que me invites a desayunar.
Aquellas eran las condiciones de nuestra antigua apuesta. Si ganaba yo, él no podía negarse a que le comprara algo de comer.
A mi favor diré que solo me regodeaba un poco.
—Qué bien sienta ser reina, oye.
Llegué al instituto a tiempo, pero por los pelos. Tenía la costumbre de apurar. Hacía lo mismo con las notas: ¿cuál era el mínimo esfuerzo que podía dedicarle y aun así sacar un sobresaliente? No es que fuera vaga; era práctica. Aceptar un turno extra en el trabajo merecía sacrificar un 9,8 por un 9,2.
Estaba concentrada en el borrador de un trabajo de inglés a media clase de castellano cuando me llamaron de dirección. Se supone que las chicas como yo tenemos que ser invisibles. No nos llaman para que nos presentemos ante el director. Causábamos exactamente tantos problemas como nos podíamos permitir, lo cual, en mi caso, significaba absolutamente ninguno.
—Avery. —El saludo del director Altman no fue precisamente cálido—. Siéntate.
Me senté.
El director colocó las manos encima de la mesa que nos separaba.
—Supongo que sabes por qué estás aquí.
A no ser que se tratara de las partidas de póquer semanales que había organizado en el aparcamiento para financiar los desayunos de Harry —y a veces también los míos—, no tenía ni idea de lo que había hecho para llamar la atención del director.
—Lo siento —respondí, intentando sonar más bien dócil—, pero no.
El director Altman me dejó reflexionar la respuesta un instante y luego me colocó delante unos papeles grapados.
—Este es el examen de física que hiciste ayer.
—Vale —dije.
No era la respuesta que él esperaba, pero era todo lo que podía decirle. Por una vez había estudiado de verdad. No podía creer que me hubiera ido tan mal como para requerir una intervención del director.
—El señor Yates ha corregido los exámenes, Avery. El tuyo es el único que ha puntuado con un diez.
—Genial —repuse, haciendo un esfuerzo deliberado para no volver a decir «vale».
—Genial no, señorita. El señor Yates siempre plantea los exámenes para poner a prueba las habilidades de sus alumnos. En veinte años jamás ha puesto un diez. ¿Ves el problema?
No pude reprimir mi respuesta, me salió de dentro:
—¿Un profesor que prepara exámenes que la mayoría de sus alumnos no pueden aprobar?
El director Altman entornó los ojos.
—Eres buena estudiante, Avery. Bastante buena, dadas tus circunstancias. Pero no es habitual en ti ser la mejor de la clase.
El hombre tenía razón. ¿Por qué, entonces, aquello me sentó como un puñetazo en el estómago?
—No es que no empatice con tu situación —prosiguió el director—, pero ahora necesito que seas sincera conmigo. —Me miró fijamente a los ojos—. ¿Sabías que el señor Yates guarda copias de todos sus exámenes en la nube?
El director creía que yo había hecho trampas. Lo tenía delante, mirándome, y jamás me había sentido más invisible.
—Me gustaría ayudarte, Avery. Te las has arreglado extraordinariamente bien, dadas las cartas que te ha repartido la vida. Me sabría muy mal que se echara a perder cualquier plan de futuro que puedas tener.
—¿Cualquier plan que pueda tener? —repetí. Si me apellidara de otra manera, si tuviera un padre que fuera dentista y una madre ama de casa, el director no habría hecho como si el futuro fuera algo en lo que yo, tal vez, hubiera podido pensar—. Estoy en el penúltimo curso —dije apretando los dientes—. Me graduaré el año que viene con al menos lo que serían dos semestres de créditos universitarios. Mis notas tendrían que valerme para ser candidata a una beca de la Universidad de Connecticut, que tiene uno de los mejores programas de ciencia actuarial del país.
El director Altman frunció el ceño.
—¿Ciencia actuarial?
—Evaluación de riesgos estadísticos.
Era lo que más se acercaba a hacer un doble grado en póquer y matemáticas. Además, era una de las carreras con mayor tasa de empleo del planeta.
—¿Se le dan a usted bien los riesgos calculados?
«¿Como hacer trampas, quizá?», pensé. No podía permitirme enfadarme todavía más, así que me imaginé a mí misma jugando al ajedrez. Desplegué mentalmente los movimientos. Las chicas como yo no pueden permitirse explotar.
—No hice trampas —afirmé con calma—. Estudié.
Había sacado tiempo de debajo de las piedras: durante otras clases, entre turnos en el trabajo, yéndome a dormir mucho más tarde de lo que debería… Saber que el señor Yates era archiconocido por hacer exámenes imposibles me llevó a querer redefinir el significado de «posible». Por una vez, en lugar de ver lo mucho que podía apurar, quise comprobar lo lejos que podía llegar.
Y eso era lo que había conseguido por haberme esforzado, porque las chicas como yo no sacan dieces en exámenes imposibles.
—Repetiré el examen —dije, intentando que la voz no delatara que estaba furiosa o, peor, herida—. Y volveré a sacar un diez.
—¿Y qué me diría si le contara que el señor Yates ha preparado otro examen? Todas las preguntas son distintas y tan difíciles como las del primero.
Ni siquiera dudé un instante.
—Lo haré igual.
—Podría hacerlo mañana a tercera hora, pero debo advertirle que todo esto le iría mucho mejor si…
—Ahora.
El director Altman me miró de hito en hito.
—¿Cómo?
Se había ac