Del ferrocarril al tango

Fragmento

CAPÍTULO 1
LOS JUGADORES DE LA BANDERA SOLEADA

Hay un interés y una emoción peculiares en la consideración de los orígenes humildes de las cosas que después se engrandecieron y magnificaron.

J. E. RODÓ

Todo lo que sé con mayor certeza sobre la moral y las obligaciones de los hombres se lo debo al fútbol.

ALBERT CAMUS

Un vulgar sol de verano, recién llegado luego de una mañana de lluvias, da fuerte sobre el Stade Olympique en Colombes, localidad del noroeste de París. Unas pocas nubecitas ya no pueden mitigarlo aquel primer día de junio de 1924 en que, a las cuatro y media de la tarde, los anfitriones, la orgullosa Selección de Francia, en el tope de su esperanza de llevar por primera vez el título olímpico en fútbol a su país, enfrentaría a la gran vedette del campeonato: el equipo con la camiseta celeste, el pantalón azul oscuro y las medias negras con vivos celestes, de la pequeña y desconocida república sudamericana del Uruguay.

Luego de ver su debut en el Torneo Olímpico de Football en Colombes, menos de una semana atrás, muchos aficionados a otros deportes habían empezado a fluir como en bandada a ver a los sudamericanos contra los Estados Unidos, casi llenando con 10.000 personas el pequeño estadio de Bergeyre donde se jugó ese segundo partido. El fútbol comenzaba a ocupar, exactamente durante ese campeonato, el lugar de deporte de masas preferido en el mundo. En los kioscos de toda la república, el gran periódico deportivo L’Auto, que se conseguía por 15 céntimos y que orgullosamente proclamaba en su portada ocuparse de «Automovilismo-Aeronáutica-Ciclismo-Atletismo-Box-Fútbol-Natación-Tenis-Remo-Esgrima-Deportes Femeninos» incluye en portada, la víspera del gran partido, una elegante nota de opinión de Géo Lefebvre.

Lefebvre es cosa seria en el deporte mundial: redactor de rugby y ciclismo en Le Vélo, la primera revista deportiva de Francia, fundada en 1892, es además el creador del Tour de France. Ya casi a sus cincuenta años, el fútbol le ha producido una conmoción. Titula la columna «Mi camino de Damasco»: «Estuve en Pershing, en 1922, cuando Francia batió al equipo de fútbol de Inglaterra. Tengo aun en los ojos y en el corazón el tiro victorioso, esa bala de cañón disparada por Boyer tras un centro justo, la preparación del golpe, su ejecución sorprendente, el gran resultado que permitió. [...] Pero luego del comienzo del Torneo Olímpico de Fútbol, ya no me he perdido ni una jornada estar en Colombes, en el Stade de París, o en Bergeyre. Y ahora, estoy convencido. El fútbol es una cosa grande, magnífica, y solo siguen ciegos a esto mis camaradas del rugby, que no quieren abrir los ojos.

El fútbol, en este torneo inolvidable, ya conquistó a Francia y al mundo. Jamás hubo manifestación internacional alguna que alcanzase esta magnitud. Ninguna nos ha brindado tan pura emoción. Hombres jóvenes venidos de los cuatro rincones del mundo, para defender su bandera, dando todo lo mejor de sí mismos por la idea, y sin que nada de venal venga a empañar la calidad de sus esfuerzos. El fútbol está encontrando sus grandes días. Atrae multitudes enfervorizadas. Es justicia, y era imposible que fuera de otra manera. Todo en este juego, cuando es practicado por equipos de alta moral, y que son físicamente dignos de tales batallas, todo es bello, los gestos, las emociones sucesivas, las múltiples vicisitudes del ataque y la defensa, la meta salvada en el momento mismo en que parecía caer, el tiro decisivo que fuerza una victoria hace tiempo añorada, los entusiasmos y las tristezas de los que viven el combate con toda su alma. Todo eso es la gran virtud de los deportes de combate, de los deportes colectivos, los más nobles de todos.

He visto a los jugadores livianos, diestros, y rápidos del Uruguay demostrarnos toda la pureza de las combinaciones posibles en el fútbol, he visto toda la utilidad de la velocidad, reina en los deportes de combate; he visto toda la precisión que tienen las maniobras útiles».

Todos los que estuvieron el lunes anterior, 26 de mayo de 1924, en el debut de los desconocidos sudamericanos contra Yugoslavia tienen ese convencimiento; y muchos que no estuvieron ya quieren haber estado, y ya dicen que estuvieron, elevando la magra recaudación de ese día nublado a dimensiones fuera de la realidad. Ya son conversos del fútbol. Y ahora muchos se han abalanzado sobre las entradas disponibles. La voz se había corrido inmediatamente, y nadie quería quedar fuera del secreto. «Nous jouons demain notre chance contre les fameux Uruguayens», titula un periódico parisino. «Los famosos uruguayos»... escrita la frase el sábado 31 de mayo, cuando el sábado anterior nadie sabía bien en París dónde quedaba Montevideo. Uruguay había creado una nueva moda instantánea en la ciudad: la del fútbol sudamericano, con Scarone como la prima donna, y Andrade como reconocible ícono exótico.

La alerta la había sonado, entre otros, el cronista Gautier-Chaumet, en L’Auto, inmediatamente que los sudamericanos vencieron a los yugoslavos en la primera jornada. El martes 27 escribía, rotundo: «Dos equipos han hecho ayer una notable impresión, y son los de Uruguay y Hungría. Los sudamericanos nos han dejado literalmente estupefactos. Les dábamos un cierto crédito por el hecho de sus performances bien recientes en España. Pero estábamos lejos de esperar verlos moverse con tal nivel de virtuosidad. Driblings asombrosos, desmarques, pases redoblados y ciencia comparable a la de los “pro” ingleses, todo esto constituye el bagaje de los jugadores del Uruguay. Desde ya debe considerárselos como favoritos del torneo».

«Nosotros no somos jugadores científicos como los uruguayos, pero podríamos vencerlos por nuestro arrojo y nuestra determinación», dice antes del juego el sobrio Boletín Oficial de las Olimpíadas, jugándose los franceses a una variante europea y soft de la aun inexistente, en Uruguay, idea de la «garra». En Europa por entonces se llamaba «fútbol latino» a algo parecido a eso: un juego hecho de arranques energéticos, sangre, fuerza y corazón, que se quería oponer al estilo «científico» de posicionamiento calculado y pases, característico de los profesionales británicos, enemigos favoritos –y casi siempre dominadores– de los franceses.

L’Auto no la pintaba tan favorable. «El fútbol francés afrontará hoy una ruda prueba al medirse con el Uruguay, pero debe ser capaz de llevarla en condiciones honorables», dice el titular. Y dentro, bajo un subtítulo-arenga que grita «¡Fuerza, muchachos!», informa que «el Consejo de la Federación Francesa de Fútbol ha votado ayer una resolución en que expresa su confianza en la victoria de los jugadores franceses, pese a la enorme tarea que tienen asignada. Y está muy bien. La Federación ha hecho todo lo posible por poner a sus once mejores futbolistas, en la mejor condición física y moral. Ha cumplido su deber. Eso no quiere decir q

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