La puerta para salir del mundo

Ana María Shua

Fragmento

La puerta para salir del mundo

Un día descubriste que los magos de los cumpleaños hacen trucos. Es posible que ahora no te acuerdes, porque eras muy chico. Tenías cuatro o cinco años y ya sabías muchas cosas, pero todavía creías en la magia. En la magia verdadera.

Entonces, alguien, un tío, o tu papá, o tal vez el mismo mago, quiso mostrarte cómo se hace un truco, con la buena intención de que pudieras lucirte haciendo magia (magia de mentira) para tus amigos. Y vos te pusiste a llorar. Fue como si una parte del mundo se apagara de golpe, como si un montón de posibilidades inmensas dejaran de existir.

Si te estoy recordando ese momento tan triste, es para que entiendas lo que sintió Andrés cuando fue por primera vez a un canal de televisión a ver cómo se grababa un programa infantil. Y descubrió que la televisión de verdad era solamente un gran truco en el que todo, absolutamente todo, era mentira.

Andrés quería participar en un programa de concursos, donde los chicos competían en carreras de embolsados. Durante meses enteros había estado pidiendo a sus padres que lo llevaran. Para ganar una carrera de embolsados hay que ser muy cabeza dura y no desanimarse, y Andrés era así. Si se caía, se levantaba enseguida, seguía saltando y ganaba.

El estudio de grabación fue la primera desilusión. En su casa, visto desde la pantalla, parecía muy grande, pero en la realidad era incómodo y chico. Los colores alegres de las paredes eran solamente paneles pintados y detrás estaban las paredes verdaderas, altas, grises y sucias. El techo, muy alto, estaba cruzado por rieles con reflectores que molestaban a la vista y daban mucho calor.

A los chicos que llegaban, como Andrés, para ver el programa, los amontonaron en unas gradas como las que se usan en las fiestas de la escuela, con la orden de quedarse quietos y no hacer ruido. Andrés tenía mucha sed, pero tuvo que esperar a que terminara la grabación para que les repartieran un jugo de naranja muy feo que no alcanzó para todos.

Un hombre antipático y con cara de zonzo les avisaba cuándo tenían que aplaudir. Había un grupo de viejos cuchicheando en un rincón con cara de aburridos. Cuando la animadora del programa, la famosa Pulguita, decía algo gracioso, los viejos se reían fuerte.

Su mamá le explicó que trabajaban de eso: les pagaban para reírse.

Uno de los motivos que tenía Andrés para ir al programa era conocer personalmente a la famosa Pulguita, la más simpática y divertida de las animadoras de programas infantiles. Pero la famosa Pulguita parecía de muy mal humor. Sonreía cálidamente y hablaba con los chicos cuando la cámara la enfocaba, pero en los intervalos no les hacía caso y discutía a los gritos con el director del programa.

Por fin llegó la carrera de embolsados. Y fue inútil que Andrés insistiera en que había venido solamente para eso. Los chicos que iban a participar ya habían sido seleccionados. Tuvo que ver la competencia desde las gradas. La pista era muchísimo más corta de lo que parecía por la tele, y Andrés se dio cuenta de que el que se caía una sola vez ya no tenía posibilidades de ganar.

Después, la famosa Pulguita lo hizo pasar para intervenir en el concurso de preguntas y respuestas.

—¿Cómo te llamás? —le preguntó, acariciándole la cabeza delante de las cámaras. Y cuando él le dijo su nombre, Pulguita gritó muy contenta—: Andrés, Andrés, el que tiene cara de pez.

Los viejitos reidores se rieron con ganas, porque de verdad Andrés tenía los ojos redondos y la boca muy grande.

Muchas veces, sentado en el living de su casa, Andrés se había divertido con las graciosas rimas de Pulguita, pero nunca habí

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