Todos los demás padres y todas las demás madres dijeron que sí

Cecilia Pisos

Fragmento

Ahora que estoy caminando para casa y llevo en la mochila el cuaderno con la nota de la maestra, ya me inquieta la reacción. Puedo ver perfectamente la cara de mi mamá, con la nariz fruncida, como de conejo enojado, que pone cada vez que no le gusta algo. O los movimientos que hace mi papá con el pie, como llevando el ritmo de una música rápida e imaginaria, que le salen cuando se pone nervioso.

Igual, ya sé lo que les voy a decir para convencerlos. Yo pienso muchas cosas cuando tengo que pedirles permisos porque ellos son los padres más complicados de convencer de toda la escuela y de todo el barrio. Supongo que competirían con muchas probabilidades de ganar por el puesto de “Padres y Madres más difíciles de convencer” a nivel nacional; y luego irían al Mundial de Padres y Madres Cabezadura, candidatos bien firmes a la Copa.

En muchas ocasiones, hay que decirlo, aunque piense y piense, todo ese trabajo de pensamiento resulta inútil: a ellos nada los engaña, nada les viene bien. Como aquella vez en que me invitaron los papás de Guido a pasar el cumple de mi amigo en la Selva de las Serpientes Encantadas. Mamá y papá buscaron en internet el sitio web de la Selva y cuando leyeron que “los niños interactúan con los reptiles como si fueran juguetes de goma, les hacen de todo y los animales, bien mosca”, ahí nomás se decidieron al unísono y por partes iguales: que no y que no.

“Pobres reptilitos, que los sometan al manoseo de criaturas caprichosas y sucias como los niños”, comentó mi mamá. “Exactamente eso puede provocarles una reacción inesperada y hacer que muerdan o ingieran los sabrosos dedos de los niñitos manipuladores”, acotó mi papá.

¿Cómo siguió la historia? Guido lo invitó a Manuel y yo me quedé sin cumple y sin amigo (“No exageres”, me dijeron ellos). Eso sí, sano y salvo, seguro y feliz, en casita con mamá y papá.

¿Y cómo terminó todo? Yo, por supuesto, con la cara tan larga, que no solo me tropezaba al caminar, sino que la levantaba con los pies y me la pateaba por encima de los hombros, como una capa de furia. ¡Allá va el súper tonto! ¡El superhéroe del aburrimiento!

Esa vez, puedo asegurarlo, me sentí tan mal, tan mal porque no me dejaron ir, que el lunes siguiente, apenas los volví a ver en la escuela a Guido y a Manuel, les empecé a contar sobre la película que me habían comprado para conformarme, El reino perdido de los dinosaurios temibles, que venía con un juego interactivo para excavar en cualquier parte del mundo y ver qué dinosaurios había en cada lugar (esto, aunque no lo dije en casa, estaba buenísimo). Y seguí hablando como un loro, sin darme cuenta de que los dos traían vendados varios dedos, hasta que me hicieron ver un recorte del diario del domingo que le iban a mostrar a la maestra. El título de la noticia decía, más o menos, así: REPTILES ENFURECIDOS ATACAN SORPRESIVAMENTE A INFANTES INDEFENSOS.

¡Y en el artículo los nombraban a Guido y a Manu! Así que, además de haber ido a la Selva de las Serpientes Encantadas, ¡también eran famosos!

Por eso, hoy lo tengo todo, todo pensado, para que no haya sorpresas, para que no surja ningún imprevisto. Porque ya me pasó antes: aquella vez del parque de diversiones, que ya les cuento, después de mucho insistir, rogar y patalear, y poner como ejemplo a los padres de mis amigos, que siempre son tan generosos con sus permisos mientras los míos son tan amarretes para darlos. Y era que los chicos y los padres de sexto grado habían organizado una kermés y habían alquilado por un día el parquecito de diversiones que está cerca del Muelle de Pescadores. Y bueno, como también podían ir padres, madres, abuelitos, tíos, primos, amistades y demás, porque era para recaudar dinero para el viaje de fin de curso, me dijeron que sí, preparándose, como era de esperar, para asistir conmigo y supervisar directamente cada una de mis subidas a los juegos del parque.

Todo fue bien cuando, en un ataque de "jardindeinfantitis", los chicos y chicas del grupo nos subimos al Gusanito Feliz. En esa vuelta, ondulamos y nos reímos de lo lindo, y nos bajamos, borrachitos y felices.

Todo fue bien cuando, con mis amigos, nos subimos a los Autitos Chocabonitos y nos perseguimos y nos chocamos durante toda la vuelta. Eso sí, mi mamá ¡tuvo que preguntar! si no había cascos de seguridad y ¡tuvo que verificar! que los cinturones ajustaran correctamente…

Todo fue bien cuando nos trepamos a los caballitos del Carrusel Mágico. Y ahí el problema solo fue conseguir subirme en un caballo alejado de los que montaron, entre otros padres, mis papás. Porque, también hay que decirlo, los míos no fueron los únicos que quisieron. Pero los míos nunca aprenden. ¡Nunca me evitarán una humillación! “Nunca van a pensar que soy lo suficientemente grande como para hacer las cosas solo, ¿eh?”, me decía a mí mismo, sin siquiera adivinar cómo iba a terminar esa vergonzosa salida “familiar”.

Las cosas habían ido muy bien, como decía, mientras se trató de juegos, digamos, terrestres. Cuando pasamos a los aéreos, ahí sí se arruinó todo. Es que después de comernos unas salchichas y tomarnos unas cocas, y como las chicas se habían ido al Palacio de las Princesas Bailarinas (que era como un laberinto con espejos y humo y luces de colores), a los varones se les ocurrió subirse a los Hipogrifos (como ese de la peli de Harry Potter y el prisionero de Azkaban). ¡Ahí, soné!

Escuchen, por favor, las dos voces que me cantaron la misma melodía. Mamá (argumento digestivo): “Pero recién acabás de comer, ¡vas a vomitar todo!”. Papá (argumento técnico): “Además, no podemos saber qué tan bien mantenido está este juego. La estructura se ve sólida, pero los mecanismos… ¡nunca se sabe! Ya me fijé y no tiene el papel con la fecha del último mantenimiento. Es como con los ascensores, ¿entendés?”. Otra vez mamá (ahora con argumento higiénico): “Mirá, por la vuelta que da, no solo podés vomitar vos, sino que ¡puaj! ¿qué tal si son otros los que vomitan y te cae a vos?”. Y papá nuevamente (argumento legal): “Estuve buscando el reporte técnico de mantenimiento y vi un cartel que decía ‘PROHIBIDO EL ACCESO A PERSONAS QUE NO ALCANCEN 1.40 M’, y me di cuenta de que no tenés la altura requerida para subir”. Mamá (argumento tranquilizador): “Ah, entonces, no te preocupes, que no vas a tener que esperarlos solo acá abajo, porque ¿quién de tus amigos mide eso? No va a poder subir nadie”.

Ante la solidez del último argumento, yo ya había separado las manos que tenía juntas pensando en un conmovedor “¡Porfis, porfis, porfis!”, cuando delante de las narices de los tres, pasó enterita la fila de los varones de mi grupo y se trepó, despreocupada y feliz, de dos en dos y

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