Quiero un cambio

Bernardo Stamateas

Fragmento

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Prólogo

PRÓLOGO

Estaba seguro de que, tarde o temprano, Bernardo se iba a meter con este tema. La actitud del cambio, la transformación personal, la acción de reinventarnos a nosotros mismos, están presentes siempre en sus charlas. Stamateas sabe —porque me lo dijo, en una entrevista— que la mayoría de sus seguidores buscan algún tipo de cambio en sus vidas. Me parece atinadísimo, pues, que ahora dedique varias páginas seguidas al asunto.

A mi programa de radio llegan todos los días cientos de mensajes de texto y mails, muchísimos de los cuales contienen las preocupaciones cotidianas de la gente común. Si hubiera que hacer una especie de ranking con los conflictos más comunes que recibo, estos serían, entre otros:

•INo estoy conforme con mi empleo. Ni con lo que me pagan, ni con la tarea que desempeño.

•ISiento que no progreso, ni profesional ni económicamente.

•ICreo que mi pareja no da para más...

•INo sé cuál es la mejor forma de educar a mis hijos.

•ITengo problemas para relacionarme. Y eso me trae, a su vez, muchos otros problemas.

•ITengo que aprender a decir «no» con más frecuencia.

•ISé que tengo capacidad, pero no sé cómo comunicarlo.

Esos suelen ser, a simple vista, los conflictos más comunes de las personas adultas, incluso a partir de la adolescencia. Conflictos que, cuando se convierten en crónicos, desembocan invariablemente en una crisis, que suele llegar para quedarse mucho tiempo, y, a veces, para siempre.

Sea cual sea el conflicto que se arrastre de ese ranking (algunos pueden arrastrar más de uno, claro), todas esas personas tienen una característica en común: necesitan cambiar. Sienten que lo que hicieron hasta el momento sirvió de poco o no sirvió para nada. Creen que tomaron el camino equivocado y necesitan girar hacia otro lado, tomar algún atajo o circular en la dirección contraria.

Los publicistas —que son expertos en eso de influir en los demás— lo saben perfectamente y, en sus mensajes, lo suelen incorporar. «Si quiere un cambio, vote a Fulanito», nos prometen en unas elecciones políticas. «Cambie por la frescura», nos venden en una propaganda de gaseosa. «Tenía el pelo reseco, hasta que me cambié a este champú», nos asegura una señorita que parece haber encontrado la felicidad en su nueva cabellera. Las compañías de créditos suelen ofrecernos dinero para cambiar el coche, la casa o el próximo lugar de vacaciones.

Ya lo sabemos: cambiar un diputado, la gaseosa preferida o el champú se puede hacer de la noche a la mañana, con absoluta facilidad. El gran cambio que tantos necesitan desesperadamente —esto es, cambiarse a uno mismo— suele ser mucho más complicado. Hay que entablar una durísima pelea contra nuestra propia educación, nuestro sistema de creencias, nuestros mandatos paternos, nuestro contexto social y cultural. Y si, haciendo un gran esfuerzo, podemos contra todo eso, nos esperan la culpa, el miedo, la posible reprobación de los otros, el vértigo de ese precipicio que siempre es lo desconocido. Porque, en efecto, cuando se cambia, generalmente no se sabe qué viene. Es incierto. Y eso da miedo.

Estoy convencidísimo de que el que no cambia, no evoluciona. Y ya sabemos que el que no evoluciona, empieza perdiendo oportunidades, después pierde trabajos, amigos, parejas, hasta que terminan invitándolo cada vez menos a los cumpleaños. El que no cambia para evolucionar pierde, sobre todo, este tiempo de oro que nos regalaron, que es nuestro ciclo vital.

No hablamos, por supuesto, de aquel que cambia continuamente para que no cambie nada y entonces no dura en ningún empleo, tiene una novia por semana y hasta cambia de opinión con diferencia de horas.

En este sentido, suele ser inevitable mencionar el ejemplo de Los Beatles, quienes con cada nuevo álbum parecían haber inventado un nuevo género musical, desechando lo que habían hecho en el disco anterior. Esa actitud, además de una muestra de colosal inspiración, conllevaba el riesgo de que el público no aceptara lo nuevo ¡Y los muchachos lo asumían!

Y por supuesto que me permito parafrasear a aquel que dijo algo así como: «Es una locura hacer siempre la misma cosa y esperar resultados diferentes.»

Hace varios años, en un libro de programación neurolingüística de pocas páginas, escrito por el brasileño Lair Ribeiro, leí una idea que me quedó grabada. Este experto en PNL decía que la mayoría de las personas solemos movernos en un contexto que nos brinda cierta seguridad económica, laboral, afectiva y/o social. A ese contexto, el autor lo llamaba «la zona de comodidad». Y aseguraba que «si usted espera buenas noticias en su vida, estas ocurrirán fuera de la zona de comodidad». Es decir, nos propone saltar fuera de ese contexto más o menos seguro que elegimos que nos rodee. Salir de esa especie de «corralito» donde hay poco riesgo, pero donde tampoco se producen novedades.

Personalmente, siempre valoré a quienes eligen desafiar a lo que se supone que el destino eligió para ellos mismos; los artistas que se aburren de su propia obra y deciden dedicarse a otra cosa; los que se animan a renunciar ante ese jefe que no soportan hace años; los que pueden mirar a la cara a su pareja de toda la vida y decirles sinceramente que el desamor, las peleas constantes o simplemente la rutina, los está obligando a elegir caminos diferentes; los muchachos que cursaron Medicina porque así lo pretendía su padre médico, pero al final eligieron Filosofía y Letras, porque era su verdadera vocación; y hasta las mujeres que se meten en un quirófano, simplemente para cambiar el destino de una nariz heredada de la madre o una piel que empezó a arrugarse.

Vaya entonces, en este prólogo, mi caluroso reconocimiento a aquellos valientes que se animaron al cambio. ¡Y les fue bien! Y a algunas pruebas me remito...

•ISi Da Vinci no hubiera cambiado, habría sido solo un matemático con pésima ortografía. Como mucho, un buen ingeniero. Pero, a estas alturas, absolutamente olvidado.

•ISi nuestro querido Sandro no hubiera cambiado, se habría quedado para siempre con Los de Fuego y no habría compuesto «Penumbras», por ejemplo.

•ISi Bill Clinton no hubiera cambiado, no habría pasado de ser un joven activista que fumaba marihuana a ser presidente de la nación más importante del mundo.

•ISi Los Beatles no hubieran cambiado, habrían compuesto más cancioncitas como «Love me do» y no se les hubiera ocurrido «Sargent Pepper».

El mundo está lleno de héroes anónimos que consiguieron reinventarse a sí mismos y que no figuran en ninguna enciclopedia.

Cambiar es un gesto heroico, un acto de rebeldía, un grito de auxilio de quienes no se resignan a las cartas que les tocaron en el reparto de la vida y quieren barajar y dar de nuevo.

BETO CASELLA

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