La aceptación en un tiempo de intolerancia

Sergio Sinay

Fragmento

Créase o no, hubo una época, muy al principio de nuestra existencia, en la cual los seres humanos no necesitábamos enemigos. Todo lo contrario. Los primeros humanos vivían en grupos pequeños, también llamados hordas, que incluían como máximo a ciento cincuenta individuos. Entonces, como hoy, esa cantidad permitía conocimiento mutuo e interrelaciones. Por supuesto, no todos se conocían entre sí (ni antes ni ahora) con la misma profundidad, ni mantenían relaciones de igual intensidad. Honraban, sin embargo, esa convivencia porque dependían de ella. Neófitos en el planeta, frágiles ante la naturaleza y sus fenómenos y ante otras especies (feroces, de mayor porte, más resistentes), expuestos al hambre y a todas las escaseces, la supervivencia individual dependía de la grupal y eso generaba un sistema moral, incluso antes de la existencia de la filosofía y de que hubiera conciencia sobre lo que eso significaba. Ese sistema moral incluía ya ciertos valores: sin ir más lejos, la solidaridad, la cooperación, la confianza. Sin ellas habría sido imposible sobrevivir en primer lugar y evolucionar después. Y, con seguridad, sin él no habríamos estado hoy y aquí, autor y lectores, discurriendo sobre estas cuestiones.

Charles Darwin (1809-1882), el naturalista británico que con sus estudios y con su libro El origen de las especies revolucionó y transformó el paradigma sobre la evolución, del mismo modo en que Galileo lo hizo con las creencias sobre el universo, señaló que la necesidad de cercanía, unión y pertenencia son, en el ser humano, una suerte de instinto prioritario. Y lo son (contra lo que se suele decir al citar a Darwin) incluso antes que la agresividad. Igual que el miedo, la agresividad, según él, aparece como reacción ante aquello que amenaza la vida. Pero antes se manifiestan las conductas cooperativas, solidarias e inclusivas.

Así, el objetivo inicial del ser humano en la Tierra fue el de cooperar para vivir. La precariedad, lo aleatorio, todo aquello ajeno al control de la especie, producirían luego luchas por la supervivencia y de allí derivarían varias teorías deterministas difundidas, simplificadas, vulgarizadas y manipuladas a menudo para justificar conductas e iniciativas depredadoras en nombre de la ley del más fuerte (o del más puro, o del biológicamente predestinado, según el gusto del teorizador de turno). El determinismo clausura la posibilidad de pensar y aborrece la duda. Las cosas de una determinada manera, están destinadas de un modo irrevocable, y no hay qué discutir.

Lo cierto es que lo vivo tiende a vivir, y en el comienzo prevalecieron la solidaridad y la cooperación. Darwin señalaba que la mayor alegría del ser humano proviene del reconocimiento de aquellos con quienes convive, como consecuencia de haber contribuido al bien común. La felicidad provocada por esa situación hace al individuo más deseable y esto genera en otros el impulso de tocarlo, lo que, a su vez, deviene en contacto físico. En tales condiciones, ese contacto es un acto amoroso. Darwin observaba que ese mismo principio opera en los que llamaba animales inferiores.

El mundo se ensancha

Una vez afirmado el propósito inicial de supervivencia la historia de la especie avanzó, y, llegado el período Neolítico (la Edad de Piedra, que fue entre los 6 mil y los 3 mil años previos a nuestra era, aproximadamente), se produjo una verdadera revolución causada por los primeros instrumentos, producto del pulimiento de la piedra, que trajeron el nacimiento de la agricultura (y más tarde de la ganadería). Fin del nomadismo y su precariedad, comienzo de los asentamientos. Asomo de nuevos proyectos. Y reorganización de la vida social. Se empezaron a construir viviendas, se iniciaron formas rudimentarias de comercio e intercambio. Aquellos grupos de no más de ciento cincuenta personas (y muchas veces bastante menos) dejaron de ser una suerte de familia, los nuevos emprendimientos colectivos necesitaban más de un centenar y medio de individuos y ahora, mientras las tribus crecían, se desprendían del grupo inicial otros que constituían nuevas y más pequeñas familias en lugar de una familia única y homogénea. Eran partes integrantes de un todo que, como suele ocurrir, resultaba ser más que la simple suma de las partes.

Ya no todos interactuaban entre sí ni se conocían. También el sistema moral que regulaba la vida y las interacciones colectivas se transformó para mantener una identidad reconocible en esa transición del nomadismo al asentamiento tribal y del pequeño grupo dedicado a sobrevivir a una sociedad más compleja. Se creó, como apunta Joachim Bauer, neurobiólogo alemán de la Universidad de Friburgo, un invisible radio de acción en el que todas las nuevas familias estaban incluidas, y que daba pie, además de una base de valores consensuados, a rituales, fiestas y normas de convivencia.1 Dentro de ese círculo invisible pero cierto quedaban incluidos todos quienes, desde entonces, se consideraban a sí mismos como “nosotros”. Afuera estaban “ellos”, los miembros de otros círculos que se habían ido constituyendo, de la misma manera, mientras la especie evolucionaba y se expandía.

Los seres humanos somos sociales y gregarios por naturaleza, necesitamos de los otros para que, con su mirada, su escucha, su palabra y su simple presencia, nos confirmen nuestra existencia. En la alteridad construimos nuestra identidad. Para tomar conciencia de la propia e intransferible singularidad cada persona debe conocer a otras y convivir con ellas. Pero esos otros no pueden ser innumerables, su fila no puede extenderse hasta el infinito. Si ocurriera así perderían sus rostros, no registraríamos la individualidad de cada uno de ellos, que es complementaria de la nuestra. Así, por ejemplo, si se promulga el amor universal, no hay amor sino una mera abstracción. El amor es amor cuando encarna, cuando su objeto es un sujeto tangible, real, que existe ante y con nosotros, con todas sus luces y sus sombras, del mismo modo en el que existimos ante él. No es la humanidad en su totalidad la que da identidad a cada uno de nosotros, sino los seres próximos entre los cuales vivimos. En todo caso la humanidad se expresa en ellos.

Las tribus necesarias

Como los humanos primigenios, también hoy necesitamos pertenecer a una tribu. Nacemos en una de ellas llamada familia y luego, a medida que se desarrolla nuestra vida, nos incorporamos a otras. Grupos de amigos, equipos de trabajo, agrupaciones políticas, iglesias, clanes, sectas, clubes deportivos, entidades artísticas, fundaciones, hinchadas, asociaciones. El menú es amplio y va desde pequeñas unidades hasta complejas organizaciones. Hemos llegado a un punto de nuestra evolución como especie en que cada uno de nosotros pertenece a más de una tribu, pero, como en aquellas de la prehistoria, necesitamos sentir que los demás miembros de cada una piensan y sienten como nosotros, que comparten preferencias y propósitos. Se trata de una necesidad de seguridad y protección atávica e instintiva. Así se establecen sistemas de lealtades y de valores. C

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