Ser feliz es darse cuenta

@BleuMinette

Fragmento

El mundo empieza a cambiar cuando decidís cambiar

¿Te imaginás si de verdad pudieras cambiar el mundo? ¿Qué pasaría si lograras cambiar tus pensamientos más resistentes, esos negativos y oscuros, por otros más positivos y luminosos?

Me pregunto qué pasaría si esos pensamientos se transformaran en sentimientos buenos. Qué pasaría si los expresaras, y tus palabras, sin que pudieras explicarte muy bien por qué ni cómo —a veces sin que siquiera te enteraras—, empezaran a llegar a más y más personas. Y qué pasaría si esas personas convirtieran esos buenos pensamientos en propios; y luego en acciones, en pequeñas acciones que contagiaran a otros a pensar y a sentir cosas buenas. Y qué pasaría si esos otros se propusieran convertir sus nuevos buenos sentimientos en acciones cada vez más y más grandes. Qué pasaría si te dieras cuenta de que tu palabra vale, de que tu ejemplo contagia, de que el mundo comienza por vos. Qué pasaría si, de una vez por todas, comenzaras a practicar eso de no hacerles a otros lo que no te gustaría que te hicieran a vos. Qué pasaría si una semilla dentro de tu corazón germinara, fuera vida y se valiera de tu boca para brotar en forma de una voz amable capaz de calmar a quien siempre recibió silencio o humillación. Qué pasaría si se valiera de tus dedos para florecer en palabras dibujadas con tinta de buenas intenciones. Y qué pasaría si cada vez que hacés el bien sin esperar recompensa, la vida te anotara un punto. Y un día, inexplicablemente, te pasara algo inexplicablemente maravilloso.

¿Te imaginás si de verdad pudieras cambiar el mundo?

Agradecer es reconocer que necesitás de otros

Pienso en la cantidad de veces que no agradecemos, en lo fácil que nos acostumbramos a recibir, en lo rápido que lo extraordinario se vuelve común.

A veces tenemos la fortuna de contar con alguien a quien siempre podemos recurrir para que nos dé un consejo si nos sentimos perdidos, o con alguien en quien podemos descargar nuestras angustias y siempre logra que nos sintamos mejor. Nos acostumbramos a la incondicionalidad de algunas personas, al aguante de un amigo, de una abuela, de una compañera, y a la buena onda y el esmero de un profesor. Con el tiempo, aprendemos a detectar solo lo que nos falta, únicamente lo que creemos que necesitamos, eso que asumimos que los demás deberían darnos pero no nos dan. Sin plantearnos si pueden, si quieren o si es justo ponerlos en ese lugar.

Y entonces también pienso en las últimas veces. Siempre me he preguntado qué habría hecho si me hubieran avisado que era la última vez que hablaba con alguien. No me refiero solo a la muerte; hay personas a las que no volvemos a ver por innumerables razones: algunas de las que no volvemos a saber, otras que se alejan por un motivo u otro, o que ya no pueden recibir o comprender de la misma forma lo que quisiéramos decirles.

¿De verdad no te arrepentirías de nada? ¿Estás seguro de no deberle palabras a nadie? ¿Por qué pensás que cuando alguien se va de este mundo, tantos hablan de lo bueno que fue en tal o cual aspecto y le dedican palabras lindas? Aunque no hayan estado cerca en vida, aunque se hayan llevado mal. Es como si se hubieran guardado los halagos para una ocasión especial que nunca llegó... hasta ese día.

Las últimas veces raramente avisan. Dejamos que se nos enraíce esa soberbia de porquería que nos hace creer que tenemos todo el tiempo por delante y que los demás, también. Porque el orgullo te engaña y te dice que tenés derecho a tratar mal a alguien que querés y salir a la calle pegando un portazo, que podés darte el lujo de no perdonar o de no agradecer, total vos decidís cuándo y cómo, en qué momento te vas a acercar, qué día y a qué hora.

Y no, no lo decidís así de fácil. No todas las veces, al menos. Pero sí podés decidir salirte de tu propio ombligo y aceptar, de una vez por todas, que la vida puede reírse de tus planes. Y así vivir y perdonar, y decir y confesar, y querer con todo el corazón, y agradecer y hacer feliz.

Hoy. Mañana, ¿qué sé yo?

Algunas heridas cicatrizan mejor si se dejan al aire

Hace unos años, en la época en la que estudiaba en la facultad, perdí a un ser muy querido. Me propuse ser fuerte y al día siguiente fui a clase, como si no hubiera pasado nada. No quería quedarme en casa porque me tocaba estar casi todo el día sola, y como mi mayor miedo era deprimirme de más, decidí retomar mis actividades habituales.

Fue así que ese día, durante una clase, no aguanté más y tuve que salir para poder llorar. Mi cuerpo estaba ahí, esforzándose por estar presente, sonriendo incluso. Pero mi mente, mi corazón o lo que fuese que me oprimiera el pecho en ese momento, estaba hecho un bollito en la cama. Era uno de esos llantos que no pueden ser engañados con un simple cambio de tema, uno de esos que aprietan la garganta y tienen que salir como sea. Me levanté sin que nadie notara nada sospechoso y, una vez en el pasillo, fui casi corriendo hasta el baño de mujeres. Cerré la puerta y lloré con una mano tapándome la boca para no hacer ruido. No sé si me dolía más la presión producida por el llanto semi contenido o la imposibilidad de gritar y sollozar a todo volumen como si fuera la única persona presente en ese edificio.

Finalmente, logré volver a contener la angustia, salí y me lavé la cara con agua fría para que no se notara tanto. Cuando estaba volviendo, me vieron dos compañeras. Una le dijo a la otra algo al oído que no alcancé a escuchar, entonces se acercaron y entre las dos me dijeron algo como: “Tranquilizate, ya va a pasar, tenés que ponerte bien”. Respiré profundo y les pedí disculpas porque me di cuenta de que se habían sentido incómodas por la situación.

Cuando perdés a un ser querido, cuando algo muy triste te pasa, los demás, en un intento de ayudarte, te dicen: “tenés que ponerte bien por tal o por cual persona o motivo”, “ya va a pasar”, “la vida continúa”, “el tiempo todo lo cura” y cien frases hechas más que todos en algún momento dijimos cuando vimos a alguien angustiado y no supimos cómo ayudar. De esa manera, empezás a pensar que tampoco vale la pena entregarse al duelo, porque para eso deberías quedarte solo, y no es muy fácil de lograr (por no decir imposible, hoy en día). Porque tal vez sí cuentes con alguien que te acompañe y que te escuche, pero es toda una rareza encontrar a una persona que te deje estar triste en libertad, sin frases hechas, sin apurarte, sin limitarte el dolor.

Parece que a la tristeza hay que atravesarla en silencio, con culpa y rapidito, como para no incomodar a los que nos ven. Parece que el dolor es algo tan terrible que hay que evitar experimentarlo, hay que correrlo a patadas y taparle la boca para no escuchar lo que tiene para decir. Nos cuesta conectarnos con el sufrimiento de los demás, nos cuesta involucrarnos, no podemos empatizar. Nos cuesta respetar los duelos ajenos y transitar los propios.

¿Qué sería tan terrible? ¿Qué pasaría si lloraras todo lo que querés, sin aguantar el desconsuelo?

¿Y cuál es el problema si no se te pasa tan rápido? Tal vez haya un tipo de tristeza que nunca se va, sino que se transforma con el tiempo.

Un día vas a recordar sin que duela y vas a lograr que haya paz en tu corazón. Ese momento llegará, pero no podés forzarlo. Llegará a su tiempo, con su ritmo y a su manera. Mientras tanto, dejá que la herida duela, que arda, que le dé el aire. Llorá, llorá.

Nadie más que vos puede secarse las lágrimas

¿Cuántas veces me repetí que nunca iba a poder y abandoné todo ante el primer impulso o ante la primera tentación? Tantas veces pensé que el éxito no era para mí porque era para todos, para esas, para las que tenían suerte, para las que eran más inteligentes, para las que eran más lindas, para las que hacían mejor que yo las cosas, para cualquiera menos para mí.

Tantas veces pensé que tal vez sí era fácil, pero para otros. Aparentemente yo había nacido con alguna incapacidad mental, conductual, mística o vaya a saber de qué índole, que me impedía alcanzar lo que me proponía o proponerme algo que fuera posible, al menos.

Algo me fallaba, algo me faltaba. Siempre insuficiente, esa sensación. La de no llegar, la de no alcanzar. Si lo pensaba bien, ¿algo acaso me había sido fácil alguna vez? No, al contrario, ¡todo el doble de difícil! Pero es que tal vez era mi culpa… Barajé en repetidas oportunidades la posibilidad de que en realidad no fuese todo tan difícil, de que era yo la tonta, la inútil, la de voluntad débil. ¿Por qué si los demás podían, yo no? ¿Por qué siempre veía que el mundo a mi alrededor, antes o después, lograba sus objetivos, y yo nunca?

Creía que era mi culpa. Había sido mi culpa desde que decidí sentirme una víctima del destino y me declaré incapaz de conseguir cualquier cosa que me propusiera. ¿Me faltaba motivación? ¿Pensaba que quería algo, pero en el fondo no era así, y por eso echaba todo a perder? Siempre lo echaba a perder, aun cuando creía que por fin lo iba a lograr. Siempre lo arruinaba. Algo pasaba que me hacía pensar que no podía, que me hacía comprobar que no podía. Y me odiaba profundamente. No odiaba a quienes lo conseguían, me odiaba a mí misma por no poder ser así. Me odiaba por no ser lo que la gente esperaba de mí, lo que yo creía que necesitaba ser para que me quisieran, para no decepcionar, para no ser una vergüenza para nadie.

Y un día me di cuenta de que siempre fui yo. Yo me decía que era difícil, que nunca iba a ser suficiente, que nunca iba a alcanzar para nada ni para nadie, que nunca iba a lograr nada grande ni importante y que no merecía que me pasara nada lo suficientemente bueno. Sentía que nadie me quería como era —yo no me quería como era—. Es cierto, quizás eso era lo que había aprendido a hacer desde muy chica. Alguien me lo había enseñado. Alguien me había dicho todo eso que creí y nunca dejé de repetir.

¿Y ahora? Ahora puedo cambiar ese discurso. Puedo decirme otras cosas, aunque al principio no me suenen naturales. Puedo sanarme. Puedo. Vos también.

Algo sí puedo asegurarte: NADIE puede hacerte tanto daño como vos al pensar que no servís para nada. NADIE puede decepcionarse tanto de vos como vos mismo.

Quiero que tomes la decisión, que te levantes y salgas caminando con paso firme como si nada y como si nadie te pudiera decir dónde está el límite. No importa si te lleva tiempo, tenés que querer dar el primer paso.

Que haya gente capaz de ponerse triste por el dolor de otros

Hay tanta gente triste…

Tanta gente triste y tanta gente indiferente a tu pena y a la mía.

Tanta gente inescrupulosa rompiendo y desparramando pedazos.

Hay tanta gente triste y tanta miseria, tanto asco, tanto sentimiento ruin. Tanta indolencia, tanto “qué me importa”, tanto “mientras yo zafe, ¡a mí qué!”.

Tanta gente triste y tanto gil. Tanta mierda, explicame por qué.

Tanta gente haciéndose pedazos y tanta otra viéndola romperse sin decir, sin hacer, sin dolerse entera, sin sentir nada de nada.

Hay tanta gente triste, tanta gente necesitando un abrazo con desesperación, una palabra de aliento, una brisa de alivio, una voz desconocida que le diga que todo va a estar bien…

Te juro que sé de lo que hablo. Yo sentí en la piel lo que es necesitar un abrazo para poder seguir viviendo, yo sentí qué es ser una hoja seca en medio de la calle.

Hay tanta gente triste y vos ahí, decidiendo todos los días de qué lado te vas a parar.

Y yo que confío en vos, y yo que sé que no sos igual a los demás.

Prometeme que vas a hacer la diferencia... a vos sí te tiene que importar.

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