Índice
La cueva de los vikingos
Rumbo al olvido
Un monstruo de las profundidades
Primera parte. Infierno
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Segunda parte. El guardián del Hades
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Tercera parte. Una pista milenaria
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Cuarta parte. El engaño
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52
Quinta parte. Círculo cerrado
Capítulo 53
Capítulo 54
Capítulo 55
Capítulo 56
Capítulo 57
Sexta parte. Un fantasma del pasado
Capítulo 58
Biografía
Créditos
Mi absoluta gratitud a Penn Stohr, Gloria Farley, Richard DeRosset, Tim Firme, a los U.S. Submarines y a los bomberos de mi zona, por su orientación y asesoramiento
RUMBO AL OLVIDO
Junio de 1035
En algún lugar de Norteamérica
Surcaban como espectros la niebla matinal, silenciosos y llenos de misterio en sus barcos fantasma. A proa y popa, en una grácil curva serpentina, se elevaban mascarones minuciosamente tallados en forma de dragón con dientes amenazadores como si sus ojos escrutaran la bruma en busca de víctimas. Aparte de su cometido de atemorizar a los enemigos de la tripulación, eran considerados como una protección contra los espíritus malignos que poblaban las aguas.
El reducido grupo de inmigrantes había cruzado un mar hostil en negras naves de elegante silueta que cortaban las olas con la misma facilidad y estabilidad que una trucha en las plácidas aguas de un arroyo. El casco estaba dotado de agujeros de los que salían largos remos que al hundirse en el agua oscura propulsaban a las embarcaciones sobre las olas. Ni un soplo de viento turbaba la flacidez de las velas, cuadradas y a rayas rojas y blancas. Cada popa llevaba atados pequeños botes de tingladillo, de seis metros y con cargamento suplementario.
Eran los precursores de otros que aún tardarían mucho en llegar: hombres, mujeres y niños entre cuyas escasas pertenencias se hallaba también el ganado. Ninguna de las rutas ganadas al océano por los escandinavos superaba en peligro al gran viaje por el norte del Atlántico. Arrostrando los peligros de lo desconocido, aquellos navegantes habían tenido la audacia de sortear témpanos, capear vientos huracanados, cortar olas gigantescas y soportar la atrocidad de las tormentas llegadas del sudoeste. La mayoría había sobrevivido, pero no sin pagar tributo al mar, pues dos de los ocho barcos salidos de Noruega se habían perdido sin remedio.
Ahítos de tormentas, los colonos llegaron al fin a la costa occidental de Terranova, pero no tomaron tierra en L’Anse aux Meadows, antiguo emplazamiento del poblado de Leif Eriksson; estaban decididos a explorar otras tierras más al sur, con la esperanza de encontrar un clima más cálido para su nueva colonia. Después de bordear una isla muy grande, pusieron rumbo al sudoeste hasta alcanzar un largo y curvo brazo de tierra que se alejaba del continente en dirección al norte. Circundaron dos islas más al sur, y los siguientes dos días de navegación les hicieron descubrir una gran playa blanca que causó un gran asombro a quienes habían vivido toda la vida en una interminable sucesión de acantilados.
Una vez rodeada la punta de la extensión de arena, que hasta entonces parecía no tener fin, hallaron una amplia bahía. Entonces la flotilla ingresó sin vacilar en aguas más tranquilas y siguió navegando hacia el oeste, ayudada por la marea. Un banco de niebla les pasó por encima, húmedo manto que cubrió las aguas; más tarde el sol, en su camino al invisible poniente, se convirtió en una vaga bola anaranjada. Los jefes de los barcos intercambiaron impresiones a gritos, y convinieron en echar el ancla hasta la mañana siguiente con la esperanza de que se levantara la niebla.
Con las primeras luces, gracias a que solo quedaba una neblina, se vio que la bahía se estrechaba en un fiordo que comunicaba con el mar. Los hombres, remo en mano, cortaron la corriente, mientras las mujeres y los niños contemplaban en silencio el alto acantilado que surgía de la menguante bruma, en la orilla oeste del río, y se cernía ominosa sobre los mástiles. Detrás de la escarpadura todo eran colinas cubiertas de árboles cuya gigantesca estatura les dejó estupefactos. Pese a la ausencia de señales de vida, sospecharon que entre los árboles había ojos escondidos, ojos humanos, espiándoles. Cada v