Entre limones

CHRIS STEWART

Fragmento

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El Valero

—A ver, creo que no me he explicado bien —dije cuando transitábamos por una carretera más tras una hilera de casas encaladas—. ¡No quiero vivir aquí, por el amor de Dios! Quiero vivir en las montañas, no a las afueras de un pueblo perdido en un valle.

—Cállate y sigue conduciendo —me espetó Georgina, la mujer que iba sentada a mi lado.

Encendió otro de sus fuertes cigarrillos negros y me envolvió en una nube de humo.

Había conocido a Georgina aquella misma tarde, pero no había tardado mucho en ponerme en mi sitio. Era una joven inglesa muy segura de sí, con una manera muy mediterránea de sentirse cómoda y a sus anchas en su entorno. Llevaba los diez últimos años viviendo en la Alpujarra, una zona situada en las estribaciones de Sierra Nevada, al sur de Granada, y se había hecho un hueco como intermediaria entre los granjeros que querían vender sus cortijos en las montañas y mudarse a los pueblos y los extranjeros que querían comprarlos. Era un trabajo duro, pero nadie que la viera cerrar tratos con el campesino más tosco o discutir sobre derechos de riego con el burócrata más tozudo dudaría que era la mujer ideal para llevarlo a cabo. Si tenía algún punto débil era que no soportaba a los imbéciles e indecisos.

—¿Intimidas de esta manera a todos tus clientes? —protesté.

—No; sólo a ti. Dobla a la izquierda.

Obediente, giré el volante y dejamos atrás las últimas casas de Órgiva, el pueblo en el que mi agente me había adoptado. Descendimos dando tumbos por un camino de tierra en dirección al río.

—¿Dónde están las montañas? —me quejé.

Georgina no me hizo ningún caso y se puso a mirar los naranjales y olivares que flanqueaban el sendero. Se veían casas de paredes blancas cubiertas por raquíticos parrales del año anterior y adornadas con geranios y buganvillas de vivos colores; mulas que araban; campesinos con pantalones de peto que se inclinaban, trasero en alto, entre perfectas hileras de hortalizas. Unas gallinas picoteaban en el polvo del camino a la sombra de una palmera. En el camino, los perros dormitaban en la parte umbría y los gatos en la parte soleada. El coche parecía ser la criatura con menos preferencia en aquel camino. Me detuve y di marcha atrás para no chafar un limón.

—Pasa por encima de los limones —ordenó Georgina.

La verdad es que había una barbaridad de limones por todas partes. Los arrastraba un arroyo que burbujeaba allí cerca, y en algunas partes el camino se había convertido en un felpudo de fruta machacada, y debajo de los árboles, la tierra relucía de esferas amarillas caídas. Me vino a la cabeza una canción medio olvidada sobre un gitano perdidamente enamorado que arrojaba limones al río Grande hasta que sus aguas se volvían de oro.

Los limones, los animales y las flores me reconfortaron un poco. Atravesamos una llanura alfombrada de repollos y judías, al final de la cual se alzaba un monte. Tras descender por un platanar, giramos a la derecha y ascendimos una ladera escarpada de roca rojiza horadada por profundas grietas.

—Esto ya pinta mejor.

—Espera y verás, aún no hemos llegado.

Subimos más y más, doblamos una curva tras otra, siempre con el valle del río desplegándose a nuestros pies como si se tratara de una foto aérea. Atravesamos un cañón y de pronto aparecimos en otro valle. La llanura se desvaneció a nuestra espalda, oculta por la mole de la montaña, pero no el estruendo del río que discurría por el fondo de la garganta.

Junto al río, en un valle con forma de herradura vislumbré una pequeña casa abandonada que se alzaba sobre un peñasco cubierto de cactus; a su alrededor se extendían campos abandonados y bancales de olivos antiquísimos.

—Es la Herradura —anunció Georgina—. ¿Y bien? ¿Qué te parece?

—Qué quieres que te diga, soñar está muy bien, pero no creo que tengamos bastante para pagarla.

—Tienes de sobra para comprarla, y aún te quedaría algún dinero para arreglarla un poco.

—No te creo. Me estás tomando el pelo.

La verdad, aquella casa superaba de lejos mis expectativas más descabelladas. El dinero con que había llegado a España apenas habría alcanzado para comprar el cobertizo de un jardín en el sur de Inglaterra, así que me conformaba con encontrar, como mucho, una casa en ruinas con quizá un pequeño terreno.

—Bueno, no hace falta que continuemos. Me la quedo. Vayamos a verla.

Dejamos el coche en la cuneta y descendimos por un sendero. Estaba tan contento y excitado que hasta sentía mareos. Al pasar junto a un árbol, arranqué una naranja: era la primera vez en mi vida que lo hacía. Nunca había probado una naranja tan asquerosa.

—Es una naranja dulce —explicó Georgina—. Abundan en la zona... van bien para hacer zumo. Y a los viejos desdentados les gustan.

—Esto es lo que estaba buscando, Georgina. Es el paraíso. Lo quiero. O sea, que lo compro ahora mismo.

—Con estos asuntos más vale no precipitarse. Iremos a ver otras casas.

—No pienso ir a ningún sitio. Quiero vivir aquí; además, el cliente soy yo. ¡Haremos lo que yo diga, no lo que quieras tú! ¿O no?

Volvimos al coche y nos internamos en el valle, donde Georgina me mostró una casa de piedra en ruinas que parecía deslizarse lentamente ladera abajo hacia un precipicio. Estaba rodeada de cactus podridos, y a su lado se alzaba una colina sombría cubierta de árboles muertos. En un extremo de la finca, entre matorrales de espino, corría un arroyo con muy mala pinta.

—Ni lo sueñes. ¿Para qué me has traído aquí?

—No está tan mal.

—Aparte del hecho de encontrarse a muchos kilómetros del campo de golf más cercano, no le veo ninguna ventaja más.

Continuamos nuestro recorrido y echamos un vistazo a una caseta construida con bloques de hormigón, un gallinero con jaulas dispuestas en batería, una mugrienta casucha plagada de murciélagos y una especie de cueva alfombrada de excrementos y papel de periódico.

—Ya basta; no quiero ver más. Volvamos a La Herradura.

Eso hicimos, y al llegar me senté en una piedra caliente del lecho del río y me sumí en uno de esos raros sueños que, de pronto, empiezan a hacerse realidad, hasta que Georgina lo interrumpió.

—Ya sé que La Herradura es muy bonita, Chris, pero hay algunos problemas. Es de varios dueños, y n

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