Sin un peso en París y en Londres (Sin blanca en París y en Londres)

George Orwell

Fragmento

cap-1

I

La rue du Coq d’Or, París, las siete de la mañana. Una sucesión de gritos furiosos y ahogados procedentes de la calle. Madame Monce, que regentaba el pequeño hotel que había enfrente del mío, había salido a la acera para increpar a una huésped del tercer piso. Llevaba los pies desnudos metidos en un par de zuecos y el pelo gris suelto.

Madame Monce: Sacrée salope! ¿Cuántas veces le he dicho que no aplaste las chinches contra el empapelado? Cree que ha comprado el hotel, ¿eh? ¿Por qué no las tira por la ventana como todo el mundo? Espèce de traînée!

La mujer del tercer piso: Va donc, eh! Vieille vache!

Después un variopinto coro de gritos a medida que se iban abriendo ventanas por doquier y media calle participaba en la discusión. Diez minutos más tarde callaron de repente cuando pasó un escuadrón de caballería y la gente dejó de gritar para contemplarlos.

Esbozo esa escena, solo para transmitir parte del espíritu de la rue du Coq d’Or. No es que las discusiones fuesen constantes, pero aun así rara vez pasaba una mañana sin al menos un estallido como el descrito. Las disputas, los gritos desolados de los vendedores ambulantes, los chillidos de los niños buscando peladuras de naranja entre los adoquines y, de noche, los cánticos a voz en grito y el hedor agrio de los carros de la basura constituían el ambiente de la calle.

Era una callejuela muy estrecha: una hondonada de casas altas y leprosas que se inclinaban las unas contra las otras en extrañas poses, como si las hubiesen congelado en el momento de ir a derrumbarse. Todas las casas eran hoteles y estaban abarrotadas de huéspedes hasta el tejado, la mayoría polacos, árabes e italianos. Al pie de los hoteles había pequeños bistros, donde podías emborracharte por el equivalente a un chelín. Los sábados por la noche cerca de un tercio de la población masculina del barrio estaba ebria. Había peleas por las mujeres y los peones árabes que vivían en los hoteles más baratos tenían misteriosas pendencias que zanjaban a silletazos y de vez en cuando con revólveres. De noche los policías solo se aventuraban en esa calle de dos en dos. Era un sitio bastante ruidoso. Y, no obstante, entre la suciedad y el estrépito, vivían los acostumbrados tenderos franceses respetables, panaderos, lavanderas y demás, que se ocupaban de sus asuntos y amasaban discretamente pequeñas fortunas. Como barrio bajo parisino era bastante representativo.

Mi hotel se llamaba Hôtel des Trois Moineaux. Era una conejera desvencijada de cinco pisos, separados por tabiques de madera en cuarenta habitaciones. Los cuartos eran pequeños y estaban siempre sucios porque no había camarera y madame F., la patronne, no tenía tiempo de barrer. Las paredes eran muy finas y para ocultar las grietas las habían cubierto con capas y capas de empapelado rosa, que se había desprendido y daba cobijo a innumerables chinches. Cerca del techo, largas filas de chinches desfilaban a diario como columnas de soldados, y por la noche descendían hambrientas, de forma que cada pocas horas había que levantarse y matarlas en hecatombes. A veces, cuando había demasiadas, quemábamos azufre para expulsarlas a la habitación de al lado; y el otro huésped respondía quemando a su vez azufre en la habitación para enviarlas de vuelta. Era un lugar mugriento pero acogedor, pues madame F. y su marido eran buenas personas. El precio del alquiler de las habitaciones oscilaba entre treinta y cincuenta francos por semana.

Los huéspedes constituían una población flotante, extranjeros en su mayoría, que se presentaban sin equipaje, se quedaban una semana y volvían a desaparecer. Los había de todos los oficios: zapateros remendones, albañiles, picapedreros, peones, estudiantes, prostitutas y traperos. Algunos eran increíblemente pobres. En una de las buhardillas había un estudiante búlgaro que confeccionaba zapatos de fantasía para el mercado estadounidense. De seis a doce de la mañana se sentaba en la cama y cosía una docena de zapatos con los que ganaba treinta y cinco francos; el resto del día asistía a clases en la Sorbona. Estudiaba teología y tenía libros sobre la materia boca abajo en el suelo cubierto de cuero. En otro cuarto vivían una rusa y su hijo, que decía ser artista. La madre trabajaba dieciséis horas al día, zurciendo calcetines a veinticinco céntimos el calcetín, mientras el hijo, bien vestido, haraganeaba en los cafés de Montparnasse. Otra habitación la habían alquilado dos huéspedes distintos: uno que trabajaba de día y otro que trabajaba de noche. En otra, una viuda compartía la cama con sus dos hijas adultas, ambas tísicas.

En el hotel había personajes muy peculiares. Los barrios bajos de París son un imán para los excéntricos: gente que ha caído en uno de esos surcos solitarios y medio desquiciados de la vida y ha renunciado a ser decente o normal. La pobreza los libera de los patrones normales de comportamiento, igual que el dinero libera a la gente del trabajo. Algunos de los huéspedes de nuestro hotel llevaban una vida tan curiosa que desafía cualquier descripción.

Estaban, por ejemplo, los Rougier, una pareja con aspecto de enanos, viejos y harapientos que tenían un negocio extraordinario. Vendían postales en el Boulevard Saint-Michel. Lo curioso era que las vendían en paquetes cerrados como si fuesen pornográficas cuando, en realidad, eran fotografías de los castillos del Loira; los compradores no lo descubrían hasta que era demasiado tarde, y por supuesto nunca se quejaban. Los Rougier ganaban unos cien francos al mes, y con estrictas economías se las arreglaban para estar siempre medio borrachos y medio muertos de hambre. La suciedad de su habitación era tal que el hedor se notaba desde el piso de abajo. Según madame F., ninguno de los dos se había cambiado de ropa en cuatro años.

También estaba Henri, que trabajaba en las alcantarillas. Era un hombre alto y melancólico de cabello rizado y que tenía un aire novelesco con sus botas de agua. La peculiaridad de Henri era que, excepto por cuestiones de trabajo, se pasaba, literalmente, días sin hablar. Apenas un año antes, había tenido un buen empleo como chófer y un poco de dinero ahorrado. Un día se enamoró y, cuando la chica lo rechazó, él la golpeó. Entonces la joven se enamoró perdidamente de Henri y vivieron quince días juntos y gastaron mil francos del dinero de Henri. Luego la muchacha le fue infiel; Henri le clavó un cuchillo en el brazo y lo enviaron seis meses a prisión. Cuando la apuñaló, la chica se enamoró más que nunca de él, hicieron las paces y acordaron que, cuando saliese de la cárcel, comprarían un taxi y se casarían. Pero quince días más tarde, volvió a serle infiel, y cuando soltaron a Henri estaba embarazada. Henri no volvió a apuñalarla. Sacó todos sus ahorros y se corrió una juerga que lo llevó otro mes a prisión; después empezó a trabajar en las alcantarillas. No había forma de hacerle hablar. Si le preguntabas por qué trabajaba en las cloacas nunca respondía, se limitaba a juntar las muñecas como si las tuviera esposadas y a hacer un gesto con la cabeza hacia el sur, en dirección a la cárcel. La mala suerte parecía haberlo vuelto imbécil en un solo día.

Otro era R., un inglés que vivía seis meses del año en Putney con sus padres y seis meses en Francia. Cuando estaba en Francia bebía cuatro litros de vino al día, y seis l

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