Primera Piedra, La

Charamsa Krysztof

Fragmento

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DRAMATIS PERSONAE

YO

¿Quién soy?

Siempre he sido dramático. Siempre he vivido cada momento como la eternidad. El todo en el fragmento.

¿Acaso soy un fragmento?

No, soy totalidad.

La totalidad de la persona.

Soy una persona.

IGLESIA

¿Quién es la Iglesia en este drama?

Aquí la pongo en escena a ella, a la Iglesia católica, universal. Los hermanos más puntillosos dirán que aludo sobre todo a las altas jerarquías eclesiásticas. Pero no quiero hacer distinciones. Soy fiel a lo que la Iglesia, la comunidad de Cristo, me ha enseñado sobre sí misma. Ruego a los hermanos y las hermanas, católicos y católicas, que no se reconozcan en el rostro rugoso aquí desvelado y que no tengan sus mismos pecados que confesar, que no se ofendan y sean comprensivos.

Pero al mismo tiempo los invito a pensar que, si no nos hemos opuesto a los sumos sacerdotes homófobos, también formamos parte del espíritu asustado y odioso de este personaje del drama.

Yo el primero...

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PRIMERA PARTE

El encuentro

Yo, Narciso

Ya no quiero ser Narciso durante toda la vida.

En el pasado quería serlo, para siempre. Me parecía la única posibilidad de realizarme, me convencía de que era excitante, deseable y bueno.

Narciso es el amigo secreto de todos los gais, como yo. El amigo que hemos descubierto leyendo a Hermann Hesse, el que lleva dentro de sí la fascinación y el dolor de amar a los hombres, el placer y el misterio de enamorarse de los hombres.

Sí, también yo, en lo más hondo de mi corazón, he sido Narciso. Lo fui antes de enamorarme de Queer as Folk,1 antes de dar un salto al cine gay, antes de leer Llámame por tu nombre,2 antes de sumergirme en la biblioteca que cualquier homosexual debería conocer, antes de convertirme en cliente de Cómplices, una fantástica y pequeña librería del Barrio Gótico de Barcelona (¡debería haber una en todas las ciudades!).

Era el mismo Narciso que han reconocido dentro de sí tantos curas cada vez que se han encontrado con uno de su mismo club, cada vez que se han preguntado si el hombre que tenían ante ellos compartía su secreto. Narciso es el código enigmático para acceder a una sublime belleza escondida y vetada, una naturaleza espiritual que debería ser expresada. Narciso continúa existiendo porque ni los católicos ni los puritanos han conseguido aniquilarlo. Narciso me ha permitido sobrevivir en el infierno de la heterosexualidad obligatoria.

He aquí por qué citaba a Hesse en mis conferencias religiosas, casi con lágrimas en los ojos. Esperaba que alguien captara que el sentido recóndito de aquella referencia no tenía nada que ver con la doctrina cristiana que iba ilustrando. Esperaba que alguien entendiera que, en realidad, solo quería liberarme a mí mismo, revelar mi verdadera naturaleza. Naturalísima para mí y para otros miles como yo.

Es el mismo Hesse que cité en mi último libro de argumento católico, en mi testamento Virtud y vocación,3 donde desvelé entre líneas lo que creía y el modo en que creía, y cómo todo se había revelado irreal, simplemente porque no se había tomado en consideración la verdadera naturaleza del hombre, de ese hombre. No se había tenido en cuenta un pequeño detalle oculto: soy gay. Yo citaba, de­sesperado, a Hesse, con la esperanza de que alguien dejara de lado las inútiles teorías devotas y finalmente me mirara a los ojos.

Narciso es el sacerdote católico, el cura docto, el monj­e ejemplar, el abad diligente, totalmente inmerso en los estudios y en los libros. ¿Por qué lo hace? Para no amar, para no pensar en el amor, para enterrar la naturaleza del amor. Su amigo de siempre, Golmundo, que al final de la vida se presenta en la abadía, provoca una explosión. Narciso susurró al oído de Golmundo:

Mi vida ha sido pobre en amor, me ha faltado lo mejor. Nuestro abad Daniel me dijo un día que yo le parecía orgulloso; quizá tenía razón. Yo no soy injusto con las personas, me esfuerzo por ser justo y paciente con ellas, pero nunca las he amado. De dos eruditos que hay en el convento, el más erudito me es más grato; quizá nunca profesé afecto a un hombre de pocas letras. No obstante, si sé lo que es el amor, es gracias a ti. Solo a ti te he podido amar entre los hombres. Tú no puedes figurarte qué significa esto. Significa el manantial en un desierto, la flor en la maleza. Solo a ti debo que mi corazón no se haya marchitado, que haya quedado en mí un rinconcito donde pueda entrar la gracia.4

Cuando citaba este pasaje ante curas, hermanas, laicos más o menos devotos, en realidad quería gritarles lo que precede a la desgarradora admisión del abad Narciso: «Yo no amaba a la gente; siempre me mostraba responsable ante los demás, respetuoso, como se debe, considerando a todos, pero no los amaba.»

Cuánto habría querido gritar también yo estas palabras de Hesse y las que seguían pocas líneas después. No podía hacerlo, solo esperaba que alguien releyera toda la obra sobre la que yo debía sobrevolar. En efecto, al ver a Golmundo,

Narciso le dijo:

–¡Estoy tan contento de que hayas vuelto! Te he echado mucho de menos, he pensado en ti cada día y a menudo temía que ya no volvieras.

Golmundo sacudió la cabeza.

–Tampoco se habría perdido mucho.

Narciso, con el corazón ardiendo de dolor y de amor, se inclinó lentamente hacia él e hizo aquello que en tantos años de amistad nunca había hecho: le rozó con los labios el cabello y la frente. Golmundo se percató de lo que ocurría, primero con estupor, luego emocionado.5

Más que una falta de amor, aquí Narciso confesaba la propia homosexualidad y se lamentaba de sentir un amor torpe, desgarrado y enfangado. Su Iglesia y él mismo debían odiarlo, matarlo, aniquilarlo, pero aquel amor siempre habría resucitado. Estaba vivo, a pesar de los insensibles y catoliquísimos custodios de la única resurrección verdadera, pero que destruía a las personas. Narciso había encontrado su modus vivendi en aquella absurda negación de la realidad. Pero entonces... entonces llegó la hora de salir del armario. Esto quería gritar a mis oyentes, correctos y perspicaces homófobos y homófobas.

Cuando estudiaba en Lugano, fui muchas veces a ver la tumba de Hesse en las inmediaciones de Montagnola. Él había pasado sus últimos años de vida en el cantón del Tesino y allí había muerto. Para mí era como una especie de peregrinación romántica prohibida, que en el fondo nadie me prohibía. Quizá muchos ni siquiera sabían que su cu

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