De dónde viene la costumbre

Marie Gouiric

Fragmento

Corporativa

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La rama se cortó y juntas se desplomaron sobre la tierra. La rama siguió sujeta a la soga y la soga sujeta al cuello. Quien desobedeció fue el árbol que soltó la rama, y con ella la soga, y con la soga el cuerpo. Antes de desmayarse y abandonar la sequedad de la tierra, vio los yuyos moverse: un oleaje cálido y parejo con el viento suave de marzo. Cerró los ojos.

Fue su hermano quien la encontró cuando salió al patio a espantar con el rifle de aire comprimido las palomas que ensuciaban las canaletas. El padre llamó a la ambulancia. Tuvimos un problema en la familia, mi hija.

Estaba bien gracias a la rama venida a menos por el castigo del viento. Su suerte había sido la mala suerte de la ciudad, que le decían la tierra del diablo por lo seca, por lo infértil.

Lo primero que hizo el padre fue salir con un hacha a darle al árbol. Él era de nombre Ismael. Pasó horas pegándole, y apenas consiguió lastimar a la bestia de madera que comenzó a quejarse con un poco de savia y a llorar la coyuntura debajo de su corteza. Pasado el atardecer, su mujer salió al patio a pedirle que entrara, que le dejara tranquilo. Recién a la noche tarde lo venció el cansancio. Me rindo, avisó a su mujer, mañana voy a llamar que lo vengan a cortar. No lo quiero más en esta casa.

Cuando un perro muerde a su dueño, se lo lleva al medio del monte y se lo sacrifica. Sacrificio es una palabra dolorosa, desde su sonoridad ya muestra lo que acarrea. Lo que no queda en claro es quién hace el sacrificio: si el perro que muere para ya no arriesgarse a lastimar, o su dueño que lo abre de un balazo.

Llamó a la escuela. Tuvimos un problema en la familia, mi hija.

La devolvieron a la casa después de estar dos días internada, por las dudas. La diagnosticaron con depresión y le dieron tomar paroxetina de 20 mg, pregabalina de 50 mg, aripiprazol de 5 mg y clonazepam, 4 gotas antes de dormir y dos en momentos de angustia. La medicación la tenía la madre, en el ropero bajo llave. Se la daba en dosis justas todas las noches.

Las dos gotas para momentos de angustia no se las ofrecía, por falta de hacer diferencia entre momentos. Cuando sentía un apagón, pensaba: ¿Será algo como esto, será? Ante la duda, servía las dos gotas en una cuchara y se las llevaba a su propia boca como un jarabe para la tos.

Vivían en una casa de dos piezas. La de los hijos era grande, por eso la habían dividido con un ropero para que de un lado quedaran mujeres y del otro varones. En cada mitad había una cama cucheta. La hija era de nombre Melisa y gustaba más de pasar tiempo con los varones, casi de su edad pero menores, a con la Lore que era mayor que ella. Se mudaba a la cama del Manuel y dormían pies con cabezas. Hacían trueques de masajes: el Manuel a los pies de la Meli y ella a los de él. En la cama de arriba dormía el Mauro. Llegaban los tres al sueño contando cuentos que la Meli detenía en su cabeza. Historias de feudos y castillos, batallas enormes que inventaba con lo que tomaba de las películas, los libros de la escuela y lo que suponía del mundo.

Desde la dirección de la escuela, a la profesora Ester la sacaron del aula con misterio. Sentada detrás del escritorio esperaba la directora, para conversar con estas palabras: se cortó la rama, se salvó pero. Que no pierda el año.

La pregabalina adormece el sistema nervioso central, se receta para apaciguar los impulsos violentos, la ansiedad y los dolores causados por la tensión. Produce somnolencia, pérdida de memoria, fatiga y visión borrosa. La paroxetina estimula la producción de serotonina, sustancia química que produce todo bienestar y felicidad. El aripiprazol, antipsicótico, se da en dosis mínimas para reforzar la paroxetina. Por último el clonazepam, que el primer tiempo sirve como un paliativo, mientras la paroxetina comienza a trabajar su efecto.

Eran los únicos en la ciudad ventosa con ese apellido, Desbats. El resto de los Desbats vivían en el Conurbano y en San Juan. Andaría por ahí alguno suelto, también. El de la madre a los hijos no se lo habían dado. Soledad de apellido.

Había dos oportunidades de entrar bajo ese techo. La primera era por la dirección que figuraba en los documentos y daba a la calle. Una entrada que continuaba a un pasillo largo que arrojaba la vivienda al corazón de manzana. Por el fondo pasaba una vía. Ahí andaba un tren carguero que descargaba girasol en una oleaginosa. El padre hizo invento de la segunda forma: tiró abajo la pared que los separaba de la vía, puso un portón y un alambrado de red, con intención de guardar los autos. También de que los hijos pudieran jugar entre yuyos y tamariscos. Su mujer tomar mate.

Algunas noches cuando dormían, llegaba el sonido silencioso del mastodonte carguero a interrumpir el sueño a la Meli. Le gustaba el arrullo del balanceo de la bestia de metal y el silencio que dejaba al detenerse. Se despertaba y seguía durmiendo con alegría.

Ester los visitó con los trabajos prácticos y las fotocopias que Melisa iba a tener que leer en las seis horas que permanecía despierta con lucidez. La medicación le hacía sueño. Se sentaron frente a la maestra. ¿Usted la va a ayudarnos? La madre lloraba sobre la yerba del mate.

Años antes a la rama, le pidió a la madre un vestido. Fueron al centro a buscarlo, quería que fuera igual a uno que había visto en una novela en la televisión: un jumper largo a cuadritos, con el canesú debajo del pecho y bastante vuelo de la falda como para saltar y bailar. Enseguida lo encontraron en un negocio que se llamaba Chicos y costaba 35. La madre lo miró bien, lo dio vuelta, se lo midió, acarició los botones y dio las gracias al vendedor. Es mucho. Entonces entraron a la casa de telas y buscaron una parecida. Mirá, acariciala. Acarició. La madre también acarició. Suave y color ladrillo, con líneas manteca que formaban cuadrados. Compraron hilo y botones, grandes como pequeños platos, ladrillo también. La madre cosió el vestido, que parecía igual al del negocio. Todavía más lindo, pensaba la Meli cada vez que lo usaba para los cumpleaños o la iglesia.

El período de toma del clonazepam es de un mes para asegurarse que la paroxetina ya esté trabajando. El clonazepam se deja de a poco, se pasa de cuatro gotas a dos, de dos a una y de una a ninguna. Produce dependencia. La paroxetina es de mínimo un año y se retira de a poco también. Se pasa de 20 mg a 10, de 10 a 5 y de 5 a hacerla desaparecer. Si después de retirarla hay una recaída se la vuelve a tomar por dos años más y se prueba retirarla de nuevo. La pregabalina es más relajada, se la puede dejar de tomar y listo.

Cuando chicas, la Meli con su hermana vieron a unos vecinos cazar mariposas con un ramillete de rama de tamarisco. La rama del tamarisco es tan pero tan flexible que cae sobre el animal, lo atrapa entre sus hojas pero no lo lastima. Ni lo mata, ni lo deja manco. Les copiaron y pasaron toda la tarde intentándolo. Solo consiguieron pegar una. La falta de velocidad las movía despacio. Distintos los varones, llenaron un frasco. ¡Despacias, son unas despacias! Se reían. Somos buenas, no queremos lastimar.

Cuando llegó el final de la tarde, los varones dieron vuelta su frasco sobre la tierra, lo levantaron y aprovecharon el tontoneo que tenían las mariposas para pisotearlas hasta creerlas muertas. Las nenas quedaron sorpresas. Mejor despacias, y se agacharon a buscar entre los pequeños cadáveres de colores alguna sobreviviente. Una blanca aleteaba. La unieron a la de ellas, también blanca, en su tarro de dulce y corrieron hasta la casa. Entraron a la cocina, le mostraron a la madre que, brava, les mandó liberar. ¡Eso no se hace! y les dio de a coscorrones. Asustadas volvieron a las vías, el sol caía naranjo sobre los silos de chapa. Las nenas dieron vuelta el vidrio forjado y abandonaron a las dos mariposas blancas que, atontadas y moribundas, quedaron quietas sobre el pasto.

Lo mejor para Melisa sería cumplir lo mínimo de la escuela, para no perder el año, enseñó Ester. Entonces, cuando no estudiaba la madre le retaba. ¿Querés perder el año, querés perder? Y ella le hacía qué me importa con los hombros.

El padre tenía perros de caza, para ir al monte a pegar chancho jabalí. El Oso y el Lobo, que se los robaron. Un galgo, también tuvo. Un día le dieron una cachorrita. Para la cacería las hembras son más rápidas. Los hijos se peleaban por elegir nombre. Ahí que Ismael decidió hacer un sorteo. Salió Perro Grande, idea del Mauro. Ninguno acreditaba la burrez de la criatura. Ahí que el padre mandó llamarla Perra Chiquita, y acomodó el desastre.

La Meli se la pasaba con la Chiquita encima. Un día la perra hizo pis dentro de la casa. La madre se sacó la chancleta, le dio, la revoleó al patio y cerró la puerta. Un animal lloraba del lado de afuera y otro del lado de adentro. Pedía por favor no. El de adentro era su hija. Entonces la madre agarró del hombro a la criatura que le había quedado sin echar y la empujó también. ¡Vos afuera vos!

Acostó la Chiquita sobre sus piernas y esperaron juntas hasta que la madre olvidó el enojo y pudieron volver a entrar. La madre era de nombre Elena.

A los pocos meses Chiquita enfermó. La cuidaron unos días entre pulóveres viejos con perfume a querosén. Mocos en el hocico, pus en los ojos y temperatura alta. Los hijos pasaban el día cerca de ella. Por momentos los distraía la televisión. Hasta que llegó el padre de la fábrica y su mujer le avisó que la cachorra ni había comido, se la había pasado echada. Viendo los hijos tocarla, levantó el animal que de tan enfermo parecía triste. Él también entristeció. Salió por la vía con el animal abrazado en un buzo estropeado por el uso pero más por el tiempo. No me sigan, mandó.

Anduvo calzado con el arma en el bolsillo, pero cuando se vio abajo de la luna en medio de yuyos y tamariscos, supo que no valía falta gastar una bala para la hembra pequeña. Tan mansa va a ser. Entonces, usó el mismo buzo que la abrigaba para amortiguar la presión de su mano sobre el hocico frío. Apretó y casi no sintió forcejeo, solo un pequeño aullido. La envolvió toda entera y la subió al tren, que se la lleve. El tren estacionado esperaba volver al campo a ser cargado con girasol. Enterrarla no convenía, los perros más grandes sienten el olor muerto y lo desentierran.

Mientras volvía a la casa la imaginó adulta, corriendo a la par de los otros. Acorralando al chancho en el monte hasta conseguir que se eche, rendido por las balas a esperar el cuchillo. Murió chiquita, pensó, ¿será su nombre que la mal dicho?

Entró a la casa, reunió los hijos con la esposa. Contó que la cachorra había muerto de moquillo. Lloraron. Entonces la Meli recordó cómo Elena le daba trato: ¡Vos no la querías! Sentida, la madre comenzó a llorar. No hagas caso, que la tristeza es que la confunde, concilió el marido.

Los médicos y Ester, insistieron que lo bueno para la Meli sería hacer un arte. Elena compró un teclado casio modelo CTK 418, a 400 y llamó a una profesora de piano que le recomendaron en la iglesia. Ella se llamaba Victoria Suveldía. Iba a domicilio. El primer día que fue era un jueves y quedaron para todos los jueves por 30 al mes.

Llegó con un conjunto de pantalón palazzo y camisa estampados de fibrana y zapatillas deportivas. Tocó unas canciones cristianas y las cantó. Mientras cantaba la madre lloraba sobre el mate. Después Victoria le puso con cinta las notas escritas en el teclado y le enseñó a la Meli una música fácil y navideña. Cuando se fue, le agarró la mano, le miró el dedo donde tenía una gomita por anillo y le hizo promesa: te voy a traer uno.

Volvió y lo primero que hizo cuando se sentó a la mesa de fórmica fue sacar un anillito del bolsillo. Era de plata, con un adorno de dos hojitas colgando lado a lado y un strass verde en el centro. Te traje, le sonrió y la Meli sonrió también mientras se lo pasaba de dedo en dedo, para ver en cuál le quedaba. Ese día la madre pidió a Victoria que enseñara piano a sus otros hijos también. Lo había conversado con su marido y le parecía bien. Le respondió que para ella era lo mismo, si uno, dos o cuatro. Total, iba y enseñaba.

Ismael muy bichero, para matarlos o dejarlos vivos, l

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