¿Qué pasó con mi padre?

Victoria Branca

Fragmento

Introducción

Una y mil veces

Cuando preguntaba por vos me decían que estabas de viaje, que seguramente estuvieras muy ocupado en tus asuntos, que pronto ibas a llamarme y a decirme lo mucho que me querías. Me hablaban de vos en presente: “Está de viaje”, “está ocupado”, “está por venir”… Pero por las noches te veía flotando inerte bajo el agua, la cabeza torcida hacia un costado, como un degollado, los labios entreabiertos y un hilo de sangre saliendo de tu boca. Te ibas alejando en cámara lenta, como un astronauta sin traje, llevado por la corriente, río adentro. Nadie me dijo que habías muerto. Mucho menos que te habían matado.

Sólo estuvimos juntos nueve años, cuatro si descuento aquellos en que vos y mamá estuvieron separados. Recuerdo bien el día que te fuiste de casa. Vos tenías puesto un pijama a rayas de color celeste. Ella lloraba y te pedía que te fueras. Vos no querías. Gritaban. Yo miraba la escena como si fuese una película: las ramas del árbol de la calle que se agitaban detrás de la ventana del living, las gotas de lluvia estrellándose contra el vidrio, tus pies blancos y huesudos, el camisón largo de mamá.

También recuerdo el silbido del viento, parecido al que hacen las pavas sobre la hornalla cuando el agua hierve. Y, a pesar de que prometí no recordarlo, la velocidad acelerada en la que latía mi corazón. Y el miedo de que se escuchara ese tambor latiéndome descontrolado en el pecho.

Me hubiera gustado pasar más tiempo con vos. Acurrucarme entre tus brazos en los momentos en que no encontré refugio en ningún lado. Contarte de mis sueños, pero, sobre todo, de mis pesadillas. De la infinidad de veces en que te imaginé amordazado, atado de pies y manos, bajo el agua. Intentabas decirme algo. Lo sé. Podía verlo en tus ojos, que parecían querer salirse de sus órbitas. Pero cada vez que nadaba hacia el fondo, cuando estaba a punto de quitarte la cinta adhesiva de la boca, me quedaba sin aire. Y tenía que nadar a toda velocidad hacia la superficie. No pude quedarme a escucharte. Me daba pánico morirme ahogada, que mi cuerpo apareciera flotando, hinchado y verde, y que nadie me reconociera.

Te fuiste de mi vida una y mil veces. Una y mil veces. Pero en mi mente, que aún necesita saber, son mil y una muertes. Mil y una formas en que lo perdiste todo, pero, especialmente, la habilidad de existir. Mil y una maneras en que te quitaron del medio. Mil y un asesinatos. Demasiados para un corazón de niña.

Intenté trazar una línea divisoria entre el pasado y mi presente. Dejarte olvidado allá, entre las sombras. Con los muertos y las pesadillas. Con el dolor punzante que con el paso del tiempo dejó de lacerarme el corazón. Quise, en vano, hacer de cuenta que el espanto ya no me perseguiría por las noches. Que si me concentraba en estar “aquí y ahora” dejarías de ser un asunto pendiente en mi vida.

Escribirte, así como lo hago, me hace sentirte cerca. Entonces, pierdo algo de ese temor viejo que me acompaña desde que te fuiste y me siento más fuerte para dejar de callar.

Si lo digo todo corro el riesgo de destruir.

Si callo sólo algo, las palabras,

que nacieron libres, a puro coraje,

puede que no mueran.

Pero si sigo callando,

si no hablo toda mi verdad,

tal vez, sólo tal vez,

sea yo la que muera.

Este poema lo escribí hace unos años. Cuando intuía que ya era tiempo de desempolvar esos recónditos aposentos de mi memoria.

“Muda, mi amiga, sola en lo solitario de esta hora de muertes y llena de las vidas del fuego, pura heredera del día destruido”, imagino que me respondes desde algún lugar, sirviéndote de la voz del poeta que tanto vos como yo admiramos.

Eso lo supe después, mucho después, cuando tu última novia me entregó un libro amarillento y deshojado de los Veinte poemas de amor y una canción desesperada que, según me contó, era tu libro favorito.

“Pura heredera del día destruido”, así me sentí durante mucho tiempo. Llevando una pesada carga a cuestas. Porque, además del peso insoportable de lo que no debe decirse, la orfandad en la vergüenza pesa casi tanto como un ataúd.

Me llevó tiempo animarme a decir lo que pretendía dejar en el anonimato para siempre. A darle voz a mi propia alma, estaqueada entre el deseo de liberarme de las garras del dolor de una vez por todas y el temor de ser incomprendida y marginada. Por los míos. Por los cercanos y próximos. Porque los de afuera, los que eran ajenos a esta historia de silencio forzado, me alentaban a que contara, por fin, mi propia versión de los hechos.

PRIMERA PARTE
EL OLVIDO ESTÁ LLENO DE MEMORIA

1

La fecha que se estableció como la de tu “muerte” es el 28 de abril de 1977. El escritor Álvaro Abós, quien te dedicó un relato en su libro Delitos ejemplares: Historias de la corrupción argentina. 1810-1997, dice que ese día el sol salió a las 7:34 en la ciudad de Buenos Aires y que vos te despertaste a las 8:29.

¿Cómo pudo saber algo así?

Y hace una suma inquietante para revelar que viviste 14.393 días. 10.898 más que yo, que había vivido hasta ese entonces 3495.

“Después de darse una ducha y tomar una taza de café, se enfundó en uno de los trajes de seda que le había confeccionado Ravazzani. Eligió uno liviano —azul marino, color que le daba suerte—, porque a pesar del otoño imperdonable la radio, que escuchó mientras se afeitaba, anunció una máxima de 25 grados. Por el portero eléctrico pidió que le prepararan el Mercedes Benz. El tránsito estaba espeso aquella mañana de jueves, pero, aunque sólo tuviera que recorrer unas pocas cuadras, siempre iba en coche. Eso sí, tenía miedo de que algún irresponsable le raya

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