El reino de Franco

Joaquín Bardavío

Fragmento

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Este libro y este autor

Este libro es precuela del mío anterior, Crónica de la Transición (2009), que retomaba fundamentalmente mi trilogía, El dilema (1978), Los silencios del Rey (1979) y Sábado Santo rojo (1980). En esa crónica, que principiaba con todas las peripecias que rodearon el asesinato del presidente Carrero, se recogía en realidad un corto período de tiempo: desde 1974, con un Franco enfermo y graves interrogantes ante el futuro, hasta abril de 1977, cuando se produce la legalización del Partido Comunista. Son poco más de tres años en los que España metaboliza una revolución política desde la cerrazón de la democracia orgánica hasta las elecciones por sufragio electoral.

Y ahora he retrocedido casi cuarenta años en la Historia para situarme en el momento en que el general Franco pone el pie en el aeródromo de Sania Ramel, en el Tetuán de las primeras horas del 19 de julio de 1936, para realizar un largo recorrido que desemboca en la madrugada del 20 de noviembre de 1975, con el ligero embalsamamiento de su cadáver en una desierta planta del hospital de La Paz en Madrid. Son 39 años, 4 meses y un día.

Y para escribir sobre asunto histórico de tal magnitud en el tiempo, he procurado imprimirle enfoques diferenciados con la búsqueda de ángulos, personas o situaciones que han sido poco atendidas por historiadores. A la documentación rigurosa acopiada durante muchos años, sumo mis experiencias personales con docenas de personajes que desempeñaron ministerios o altos cargos durante distintas épocas del franquismo, también con personas alejadas del Régimen, además de mi cercana observación como periodista a cualquier acontecer de alguna relevancia en los años sesenta y setenta del pasado siglo.

El Reino de Franco es el título que obedece al pie de la letra a lo que fue durante casi tres décadas España, por empeño del mismo Franco: un reino según la Ley de Sucesión que sometió a referéndum en 1947 y que los españoles aceptaron por abrumadora mayoría, tras una atosigante campaña a favor del sí. Era un reino sin rey, pero con un jefe del Estado que tenía la potestad de decidir quién sería ese rey que le sucedería a su fallecimiento. Por tanto, la España de Franco no era una república, ni una monarquía ni una regencia y no quería reconocerse como una dictadura, sino que se definió como un reino en el que reinaba de hecho y de derecho, de manera absoluta, un Caudillo o Generalísimo con vocación de ejercer el poder de manera vitalicia, para después instaurar una monarquía con titular elegido por su persona entre unos príncipes de características específicas que, en realidad, solo cumplían cuatro: don Juan de Borbón y su hijo don Juan Carlos, además de los primos de este, don Alfonso y don Gonzalo. Porque a don Carlos Hugo, aspirante por la rama carlista, le faltaba un requisito esencial: ser español. Para cuando se promulgó la Ley de Sucesión, Franco no estaba seguro de si debería designar al sucesor natural, don Juan de Borbón, heredero de Alfonso XIII, y por eso maquinaba ya el educar a su hijo como alternativa para que pudiera ser el futuro rey de España. El porqué de la elección de don Juan Carlos es una de las tramas fundamentales que se desarrollan en las más de doscientas veintiséis mil palabras siguientes. En cualquier caso, eso de que España era un reino en tiempos de Franco era simple letra legal que nadie utilizaba. No existía membrete oficial alguno que dijera Reino de España. Era el Estado español, cuyo jefe era Franco, que sería también jefe del Reino, denominación que a nadie se le ocurrió mentar nunca. Se aludía al Régimen para referirse al sistema gobernante y, desde los antirrégimen, al franquismo. Y, oficialmente, la denominación en acuerdos o tratados era el Estado español.

En este libro se utiliza el término franquismo, vocablo que fue tabú para los franquistas como referencia al Régimen. Franquismo y franquistas eran definiciones utilizadas despectivamente por la izquierda y la oposición liberal. Y, personalmente, sin ningún ánimo peyorativo, creo que es la voz más ajustada para definir un sistema estrictamente informado por la impronta de un hombre y su carisma, que llega a desdibujar la contundencia definitoria de cualquier ismo, incluido el fascismo, término habitualmente más socorrido para aludir a la dictadura, principalmente por los antifranquistas. El lento paso procesional desde la camisa azul al terno tecnocrático hasta llegar a un Acuerdo Preferencial con el Mercado Común europeo, distorsiona los principios inspirados en Mussolini, que no en Hitler, para quedar en un sistema autocrático acomodaticio con la pluralidad ideológica que, dentro de la disciplina del Régimen, coexistía belicosamente en su seno: falangistas, tradicionalistas, miembros de una Acción Católica obediente a la jerarquía eclesiástica, técnicos o tecnócratas del Opus Dei o sin adscripción a ese Instituto Secular y monárquicos con duplicidad en la devoción: hoy a Franco, mañana al rey. Eran las que se llamarían «familias» del Régimen que, dentro del Movimiento Nacional, se suponían bien avenidas, pero que se peleaban encarnizadamente por parcelas de poder.

El franquismo es una larga historia de evolución dentro de un orden político inamovible en la doctrina, que está en período constituyente hasta que se vota en referéndum la Ley Orgánica del Estado en 1966, que sería la séptima y última de las Leyes Fundamentales que edificaron la estructura constitucional del Régimen. Pero lo que en las leyes era inmutable por ser esencia del espíritu franquista, la presión social, no violenta, hacía evolucionar la convivencia y lo que llegó a permitirse en los primeros años de los setenta era inconcebible que se hubiera tolerado en los cuarenta. Por poner un ejemplo: en los años cuarenta se multaba en las playas por la ausencia de minifaldas sobre los trajes de baño femeninos y de camiseta en los hombres. En los últimos años sesenta el biquini superaba como uniforme playero a los bañadores de una pieza. España cambiaba con naturalidad en el terreno convivencial. En lo político, sin embargo, la pena de muerte siguió vigente durante todo el franquismo. Al principio, hasta 1945, a un ritmo frenético desde 1939. Después de esa fecha, la cadencia fue bajando ostensiblemente y acabó en un menudeo, no menos dramático, hasta terminar con el fusilamiento de cinco anarquistas en el campo de la Bota de Barcelona, acusados de asesinatos de policías y atracos, en 1952. Después, en la década de los sesenta, el comunista Grimau, los anarquistas Granados y Delgado y en los setenta, Puig Antich, hasta terminar en 1975 con la ejecución a balazos de tres etarras y dos miembros del GRAPO.

En muchos sentidos, el franquismo era biodegradable. Fue duro en su rigidez doctrinal, pero no podía impedir que el cuerpo social creciera y que algunas hechuras reventasen. La mojigatería sexual de la mujer se desinhibió a finales de los sesenta con los anticonceptivos así como el turismo acabó con los trajes de baño de una pieza y con faldita. La censura era rígida, pero se le colaron películas como Bienvenido Mister Marshall en 1953, o más clamorosamente, El Verdugo, diez años después, ambas de Luis García Berlanga, porque no había en e

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