Una luna. Diario de hiperviaje

Martín Caparrós

Fragmento

1. Partir

1

PARTIR

¿Cuándo fue que decidimos que mirar las nubes desde arriba, los mares desde arriba, montañas desde arriba ya no era privilegio de algún dios? ¿Cuándo fue, sobre todo, que creímos que mirar la tierra desde arriba había dejado de volvernos dioses? ¿Cuándo fue que aprendimos a hojear una revista o diario viejo mientras viajamos entre nubes?

Se cae la tarde, vuelo. Se supone que viajar es lo que me gusta, que es una suerte hacerlo, que qué más quiero pero ahora, desatento, me dejo arrinconar por el quobono. Si quobono fuera latín significaría más o menos “con qué objeto” —y, de pronto, no le veo ninguno a todo esto: una luna de vuelos y corridas, zozobras varias, encuentros improbables. Pero ¿cuándo fue que decidimos que había que hacer las cosas con un objeto u objetivo, meta, bono? ¿Cuándo nos dio por confundirnos con los dioses?

Ahora viajo en primera, tengo ventanillas: desde mis ventanillas del avión es muy difícil no mirar que la luna está llena. Desde mis ventanillas del avión, todos dormidos, la luna es lo único que queda.

Es raro el mundo cuando la luna es lo único que queda.

No viajo en primera. En realidad viajo en esa clase supuestamente intermedia que no tiene un nombre, que llaman business, affaires, clipper, club, premier, ejecutiva: cosas de hombres. La clase Hombres es lo que usan todos los que no se pagan el avión: los empleados de cierto rango y privilegio, el famoso mundo corporativo —y unos pocos más. Yo viajo por cuenta de la ONU. En los próximos veintiocho días —en la próxima luna— tengo que pasar por ocho o diez países y escribir sobre los que viajan de verdad: historias de migrantes.

Ahora el viajero no viaja, lo viajan. Hubo tiempos en que desplazarse suponía cierto esfuerzo: caminar, trotar, montar, remar, timonear. En nuestros días la posición del viaje consiste en sentarse en algún modo de sillón banco banquito y esperar que lo lleven. Vuelo, por ahora.

Y vuelo hacia tantos lugares que es lo mismo que decir ninguno: no voy a ningún lado. Por ahora trato de pensar en París, lo más cercano: el almuerzo de mañana y una cena, antes de seguir viaje. Trato de pensar en París pero en la pantallita del asiento miro una película sobre un libro del viejo Le Carré. Me gustaba Le Carré cuando armaba aquellas conspiraciones imposibles de Smiley contra Karla, brittons versus commies, espías versus espías que se entendían y engañaban y entendían otra vez porque todos eran, antes que nada, espías: los intérpretes de aquellos tiempos donde todo debía ser conspiración —y donde había, por lo tanto, un saber secreto que valía cualquier pena. Ahora ya no hay conspiración; ahora, tratan de decirnos, hay nada más violencia, porque la conspiración requiere un objetivo, la idea de una construcción —un bono—, y esta violencia, quieren decirnos, no la tiene: es pura.

Hay algo puro, tratan de decirnos.

Es curioso cómo se ha desarrollado la idea contemporánea: esta violencia —la violencia del terror, el terror de la violencia— no tiene fin. Digo: no tiene meta. Se habla de sus medios, pero se discute tan poco para qué lo hacen, qué tipo de sociedad armarían si derrotaran al demonio impío, qué proyectan. Una violencia sin fin ni fin, nos dicen —y pretenden que en general “la violencia” es así, pura maldad en acto, un medio sin un fin o un fin en sí mismo. Y nos resulta más cómodo creerles.

No hay nada más vulgar y torpe y pasado de moda que las teorías conspirativas. Sólo la conspiración las sobrevive.

Pero viajar sigue siendo un gesto de desesperación: rozar, por un momento o unos días, todas esas vidas que nunca podré. No hay nada más brutal, más cruel que entender que podría haber sido tantos otros.

Y, a veces, el alivio.

Más Le Carré en la pantallita. Cuando se le acabó la guerra fría, el mundo feliz significante de las conspiraciones, Le Carré buscó alternativas: Panamá, el espionaje industrial: intentos fracasados. Ahora, veo, es África: África llevada al lugar de peor lugar, propuesta como espacio de conflicto —para el consumo bienpensante. La pelea, ahora, es por definir el espacio de conflicto: los reaccionarios occidentales y orientales, cristianos y musulmanes, tratan de establecer el choque de civilizaciones como conflicto principal, modernidad versus tradiciones, Euroamérica versus Asia profunda. Los progres, mientras, ofrecen África: el espacio de la pobreza, de las matanzas y las hambres y el sida, de las desigualdades más extremas. La famosa lucha de clases —las contradicciones, dentro de cualquier sociedad, incluidas las más prósperas, entre pobres y ricos— ya no tiene lugar en el imaginario colectivo. Bebo un bordeaux de siete años, bastante extraordinario, y miro en mi pantalla personal una película hollywood de la mirada progre —donde los malos, los políticos y la gran industria farmacéutica siguen conspirando y matan a los buenos, ecologistas antiglobalización. Hay, por supuesto, crítica al orden establecido, el orden del dinero global; no hay —yo no la veo, hace tanto que no consigo verla— ninguna pista de cómo sería el orden que lo reemplazaría. Salvo que sería bueno, bien intencionado y no envenenaría ríos ni niños ni mataría pingüinos.

La degradación de la cabina del avión de largo recorrido: empieza fresca, limpia, clara, para acabar en ese establo mal dormido. Sería una metáfora barata de la puta vida si no fuera porque el avión sí que te lleva a alguna parte.

Pero ahora estoy en París, ese extraño lugar donde viví cuando era jovencito —“tan joven que ni siquiera sabía que era joven”—, y me sorprende: en aquellos años pensaba que París sería para siempre este lugar, y ahora muy claramente es ése, aquél. O, dicho de otro modo: una victoria más del castellano. Entonces suponía que el francés me iba a dar la indistinción del verbo être: je suis à Paris es al mismo tiempo estoy en París y soy en París. Después el castellano recuperó su espacio: ahora estoy en París, pero no soy. Me fui, en algún momento de los veinte últimos años, sin darme cuenta —sin estar aquí— y ahora venir es sólo eso: venir, como se va a tantos lugares, como se intenta recordar el nombre esquivo de aquella cara que te dice algo.

No nieva: ya no nieva.

He dicho que la patria es el único lugar al que no puedo recordar haber llegado. A París vengo, llego cada vez, otra vez llego.

Y recuerdo, sobre todo, mi primera llegada, que describí hace años: “Nevaba, la noche en que llegué, por tren, a la gare d’Austerlitz. Yo tenía 18 años y acababa de dejar la Argentina; yo odiaba París.

En la Argentina, antes de irme, yo pensaba que París era un lugar un poco asquito donde señores muy creídos peroraban de lo humano y lo divino desde lo alto de inmarcesibles cátedras. Pensaba que los parisinos se consideraban, vaya a saber por qué, con el derecho de explicarle al mundo lo que el mun

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