Pasión por emprender

Andy Freire

Fragmento

CUANDO LA VIDA NOS EVITA

Hay algo extraordinario en Robledo. Es un horror pero me despierta cariño y eso es conmovedor. Como una droga peligrosa. Entiendo el dolor de las víctimas, tan irreparable como el dolor del asesino. Hay oscuridades que son imposibles de atravesar sin salir oscurecido, o ver la oscuridad de uno. Entiendo a Palacios, un experto en matadores que se intoxica y no logra salir ileso del laberinto infrahumano en el que se sumerge. Creo que hay algo inverosímil y siniestro en el origen del cosmos, como si el abismo y ciertas almas estuvieran construidas con la misma sustancia. Por otra parte, debido a un impulso salvaje de mi pensamiento y ni siquiera muy meditado, soy abolicionista. Es decir, descreo del castigo carcelario. Descreo del sistema judicial con más fuerza aún que del resto de las instituciones que también desprecio (instituciones educativas, hospitalarias, deportivas, psiquiátricas y hasta aquella que me engendró: la familia). La prisión fue creada como una institución amedrentadora que jamás conseguirá su propósito, ya que la mayoría de los llamados “delincuentes” son creados por el propio movimiento económico de la sociedad. Además, no estoy convencido de que Robledo Puch haya matado más gente que Domingo Cavallo.

La mayoría de los convictos han sido castigados por asuntos de drogas y también por robos. Los violadores son una especie diferente de persona. No son delincuentes, sino unos despreciables enfermos de soledad y de impulsos reprimidos. Pero ¿y los asesinos? Recuerdo con un sombrío temor la escena descripta en el libro de Palacios cuando se produce el primer encuentro entre ellos. La muerte parece merodearlos cuando se enfrentan. No creo que haya sido una paranoia del periodista. Creo que Palacios percibió el aroma que exhalan los asesinos. ¿Cuarenta y cinco años encerrado pueden anestesiar o erradicar de la conducta de un hombre el impulso de matar?

De lo que tengo certeza es que ningún delito cometido justifica semejante castigo. La decisión de los jueces en tal sentido es aún más siniestra que las acciones del criminal. Nietzsche asegura que, sin correr riesgos, la vida nos evita. Robledo Puch se merece que corramos el riesgo.

ENRIQUE SYMNS

HAY QUE MATAR HASTA A LOS AMIGOS

Quien quiera separarse para siempre de la humanidad, por odio o necesidad, debe hacer algo irreparable. No alcanza con robar para ser distinguido con el desprecio unánime de los demás (el ladrón siempre tiene quien lo comprenda). Para ser implacable en esa soledad, hay que matar hasta a los amigos.

La existencia del mal está sellada al vacío, no se puede descifrar. Por eso inventaron la pena de muerte, el loquero, la cárcel; para los que vinieron a romper el cristal.

La realidad está encriptada de modo que nunca nada será entendido. El dolor se paga con dolor. Y en esa ausencia de Dios que él percibe, el acto de matar es una abstracción que nadie llorará, pero le garantiza al criminal su destino.

LUIS ORTEGA

Introducción
EL ASESINO Y YO

Cree que lo voy a matar. Ahora está inmóvil y en silencio, sentado frente a mí, en la sala de visitas de la cárcel de Sierra Chica, un pueblo bonaerense de tres mil habitantes. La luz del sol que entra por una ventana le ilumina los ojos celestes. Me mira fijo, casi sin pestañear. No hay guardias a la vista y es tarde para dar marcha atrás. Yo también estoy inmóvil y en silencio. En la mesa hay una Biblia amarillenta que lee en sus noches de insomnio. Pero eso me lo dirá después porque ahora, mientras me mira las manos, sospecha que en su primer descuido —por más imperceptible que sea— le clavaré un puñal afilado por la espalda. O le dispararé a quemarropa y me iré sin culpa por la misma puerta por la que entré. Y todo habrá terminado. Ni siquiera tendrá tiempo de pedir el último deseo que se le concede a un condenado al pelotón de fusilamiento: oler un plato de comida, pitar un cigarrillo, acariciar una foto familiar o gritar de rabia.

—Así matan los cobardes.

Eso me dice Carlos Eduardo Robledo Puch mientras desarma mi lapicera. La mueve como un péndulo por las dudas de que haya reemplazado la tinta por un veneno líquido. “Como el que usó Claudio para matar a su hermano, el Rey, padre del príncipe Hamlet de Dinamarca”, acota el mayor asesino múltiple de la historia criminal argentina, citando a Shakespeare mientras deja caer la última gota de tinta sobre un papel. Luego se acerca hacia mí; quiere revisarme contra la pared, al lado de una cruz de madera tallada a mano y del almanaque de una carnicería de barrio que dice “Jesús te ama y está contigo”. Robledo Puch piensa que vulneré la máxima seguridad de la prisión con una pistola en la cintura.

Le muestro mi bolso para tranquilizarlo: sólo hay papeles, algo de ropa y un grabador. No soy su verdugo, le recuerdo; soy un periodista que quiere escuchar su historia. Esa simple aclaración le hace cambiar de parecer.

El hombre calificado por la ciencia como psicópata cruel, perverso y desalmado ahora no me mira fijo. Ya no cree que esté ahí para matarlo. Sonríe y se rasca la calva. Camina con torpeza alrededor de la pequeña sala; va de una punta a la otra con las manos atrás. Después de unos segundos me pide perdón y me abraza:

—Pensé que eras un impostor o un sicario contratado para eliminarme a sangre fría. Estás destinado a ser la persona que más conoce a Robledo Puch. De ahora en más voy a considerarte un amigo para toda la vida.

Eso dice el hombre que entre el 15 de marzo de 1971 y el 3 de febrero de 1972 mató a balazos a once personas por la espalda o mientras dormían. Mataba a todo aquel que se le cruzaba por delante. “Que conste que siempre maté por la espalda”, le pidió al juez de la causa, Víctor Sasson. No solía dejar testigos de los robos que cometía con dos cómplices. Está preso desde entonces; tenía 19 años y una cara angelical. Lo llamaban “el Ángel Negro”.

Conocí a Robledo Puch la mañana del viernes 18 de julio de 2008. Hasta ese día se había negado a mis insistentes pedidos de entrevista gestionados ante el Servicio Penitenciario Bonaerense. Su respuesta era siempre la misma: “No quiero saber nada con los periodistas”.

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