El euro

Joseph E. Stiglitz

Fragmento

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adorno

PREFACIO

 

 

 

El mundo se ha visto bombardeado con informaciones deprimentes sobre Europa. Grecia está en depresión, y la mitad de sus jóvenes, en el paro. La extrema derecha ha ganado enorme terreno en Francia. En Cataluña, cuya capital es Barcelona, una mayoría de los diputados electos en el Parlamento regional apoyan independizarse de España. En el momento de escribir este libro, grandes zonas de Europa afrontan una década perdida, con un PIB per cápita más bajo que el que tenían antes de la crisis financiera global.

Incluso lo que los europeos consideran un éxito representa un fracaso: la tasa de desempleo en España ha caído del 26 por ciento en 2013 al 20 por ciento al comienzo de 2016, pero casi uno de cada dos jóvenes sigue en el paro(1), y el porcentaje sería aún mayor si muchos, sobre todo los más preparados, no se hubieran ido del país para buscar empleo en otros lugares.

¿Qué ha sucedido? Con los avances que se han producido en la ciencia económica, ¿no deberíamos saber mejor cómo administrar la economía? De hecho, el economista y premio Nobel Robert Lucas declaró en 2003, en su discurso como presidente de la Asociación Americana de Economistas, que «el problema principal para prevenir la depresión está resuelto»(2). Y dadas las mejoras en los mercados, ¿no debería ser incluso más fácil? Las características fundamentales de una economía sana son el crecimiento rápido, con unos beneficios que recaen en todos los sectores, y una tasa de paro baja. En Europa ha ocurrido todo lo contrario.

Este aparente enigma tiene una explicación sencilla: la decisión fatal, en 1992, de adoptar una moneda única sin dotarla de las instituciones necesarias para que funcionase. Los buenos acuerdos monetarios no garantizan la prosperidad, pero los malos convenios pueden desembocar en recesiones y depresiones. Y uno de los acuerdos monetarios que van unidos desde hace mucho tiempo a las recesiones y a las depresiones es la vinculación de divisas, por la que el valor de la moneda de un país se fija en función de otra o de una materia prima.

La depresión de Estados Unidos a finales del siglo XIX estuvo relacionada con el patrón oro, el sistema según el cual cada país fijaba el valor de su divisa en función del oro e implícitamente, por tanto, a las divisas de los demás; como no había habido nuevos hallazgos sustanciales del metal precioso, su escasez empezó a generar la caída de los precios de los bienes ordinarios con respecto a él, lo que hoy llamamos «deflación»(3). En la práctica, el dinero tenía cada vez más valor. Y eso empobrecía a los agricultores estadounidenses, que cada vez afrontaban más dificultades para pagar sus deudas. La campaña electoral de 1896 se centró en la cuestión de si, como dijo el candidato demócrata William Jennings Bryan, Estados Unidos iba a «sacrificar a la humanidad en una cruz de oro»(4).

Al patrón oro se le achaca también haber contribuido a intensificar y prolongar la Gran Depresión. Los países que antes lo abandonaron se recuperaron con más rapidez(5).

A pesar de esos antecedentes Europa decidió atarse a una moneda única, que creó en el continente el mismo tipo de rigidez que el patrón oro había impuesto al mundo. El patrón oro fracasó y, salvo unas cuantas personas, los llamados «escarabajos de oro», nadie desea que se restablezca.

Europa no tiene por qué morir sacrificada en la cruz del euro; la moneda puede funcionar. Las reformas fundamentales que se necesitan están en la estructura de la propia unión monetaria, no en las economías de los respectivos países. Lo que está por ver es si existe suficiente cohesión política, suficiente solidaridad, para adoptar esas reformas. Y a falta de reformas, sería preferible un divorcio amistoso en vez de la estrategia actual de limitarse a salir del paso. Mostraré cuál es la mejor forma de gestionar la separación.

En 2015 la Unión Europea de 28 miembros era la segunda mayor economía del mundo, con aproximadamente 507,4 millones de ciudadanos y un PIB de 16,2 billones de dólares, ligeramente inferior al de Estados Unidos(6). (Dado que los tipos de cambio pueden variar mucho, el tamaño relativo de los distintos países varía también. En 2014 la Unión Europea fue la mayor economía). Dentro de la Unión Europea 19 países tienen una moneda común, el euro. El «experimento» de compartir divisa es relativamente reciente: los euros empezaron a circular en 2002, aunque Europa se había comprometido a poner en práctica la idea diez años antes, con el Tratado de Maastricht(7), y tres años antes los países de la eurozona habían vinculado sus divisas entre sí. En 2008 la región se vio arrastrada, junto con el resto del mundo, a la recesión. Hoy Estados Unidos se ha recobrado en gran parte —una recuperación débil y tardía, pero una recuperación—, mientras que Europa, y sobre todo la eurozona, permanece sumida en el estancamiento.

Este fracaso es importante para el mundo entero, no solo para la denominada «eurozona». Por supuesto, es especialmente grave para quienes viven en los países que han sufrido la crisis, muchos de los cuales continúan hundidos en la depresión. Esto se debe en buena medida a que, en nuestro mundo globalizado, cualquier cosa que provoca el estancamiento en una parte tan importante de la economía mundial perjudica a todos.

A veces, como demostró con gran claridad Alexis de Tocqueville en La democracia en América, alguien de fuera puede hacer un análisis de la cultura y la política más exacto y desapasionado que quienes están involucrados en el desarrollo de los hechos. Lo mismo ocurre, hasta cierto punto, en economía. He hecho viajes a Europa desde 1959 —en las últimas décadas, varias veces al año— y pasé seis años allí dando clases y estudiando. He colaborado estrechamente con muchos Gobiernos europeos (sobre todo de centro izquierda, aunque en no pocas ocasiones con otros de centro derecha). Mientras se fraguaban la crisis financiera global y del euro de 2008, tuve mucha relación con varios países involucrados en ellas (como miembro de un consejo asesor del expresidente español José Luis Rodríguez Zapatero y como amigo y consejero, desde hace mucho tiempo, del ex primer ministro de Grecia Yorgos Papandréu). Conocí de primera mano lo que ocurría en los países en crisis y las políticas que estaban elaborando los Gobiernos de la eurozona como respuesta.

Como economista, el experimento del euro es fascinante(8). Los economistas no tenemos acceso a laboratorios. Tenemos que poner a prueba nuestras ideas con los experimentos que la naturaleza —o la política— nos arroja. Creo que el euro nos ha enseñado mucho. Se concibió con una mezcla de defectos económicos e ideológicos. Era un sistema que no podía funcionar mucho tiempo y, cuando llegó la Gran Recesión, esos errores queda

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