Física y berenjenas

Andrés Gomberoff

Fragmento

El placer de la ciencia

El placer de la ciencia

No sé muy bien qué me trajo a esto que llaman «divulgación de la ciencia». Tampoco importa mucho. Los caminos que nos conducen a realizar lo que hacemos suelen ser poco interesantes. Siento, sin embargo, que hay algo enormemente importante en esta empresa. Entiendo que la recomendación viene muy de cerca, pero no hay más remedio: solo los que hacemos divulgación podemos enarbolar sus banderas, para redimir esta actividad que tan pocos practican, y que creo es más necesaria que nunca.

Es extraño. La divulgación científica no se trata, al menos en el sentido usual, de enseñar ciencia. Quizá por esto algunos investigadores lo consideran inútil, una pérdida de tiempo, un subproducto de segunda categoría. Tanto es así, que Carl Sagan, quizá el más célebre divulgador científico de fines del siglo XX, no fue aceptado jamás en la Academia Nacional de Ciencias de los Estados Unidos, a pesar de que era además un connotado astrónomo que publicó cientos de artículos científicos durante su vida. Según el físico y divulgador Chad Orzel, Sagan habría sido acusado de sobresimplificar las ideas en sus escritos para poder llegar a todo público. A pesar de que no conozco los detalles más que por el breve artículo de Orzel, mi defensa de Sagan es absoluta. Probablemente muchos de los científicos de mi generación nunca habrían llegado a la ciencia si no hubiese sido por la brillante serie Cosmos y la personalidad magnética de su conductor. Sagan hizo mucho más por la ciencia contemporánea que muchos de sus críticos colegas, atrayendo a niños y jóvenes que luego brillaron en sus carreras científicas.

La divulgación no solo es importante para atraer a las nuevas generaciones de científicos. También es un modo de retribuir a la sociedad lo que ella misma ha pagado con sus impuestos. Una forma de hacerlo es responder algunas de las preguntas sobre el universo que naturalmente surgen en el público. Porque, aunque muchos lo olviden, esto no se trata solo de avances tecnológicos. La tecnología es un subproducto del corazón de la actividad: la sed de conocimiento, la curiosidad.

El físico norteamericano Richard Feynman tituló El placer de descubrir a un libro en el que reunió diversos textos y entrevistas. Él mismo había renunciado a la Academia de Ciencias que rechazó a Sagan, argumentando que no veía el punto de pertenecer a una organización que pasa la mayor parte de su tiempo decidiendo a quién deja entrar. «No sé nada, pero sé que todo es interesante si entras con suficiente profundidad», decía en el libro. Pocos científicos han plasmado mejor que él la pasión de la actividad científica. Él deja claro que el más importante motor de la ciencia es el placer de practicarla.

Si los científicos están más motivados por la curiosidad, es raro que sea la tecnología la cara visible de la ciencia, como parecen decir la mayor parte de los medios de comunicación. De hecho, las secciones sobre ciencia incluyen, casi siempre, a la tecnología. La ciencia entonces suele quedar escondida en una caja negra desde donde emergen, como por arte de magia, teléfonos celulares, tratamientos para el cáncer y consolas de videojuegos. Hay mucha gente que siente la necesidad de que le expliquen el truco. Es nuestra responsabilidad como científicos hacerlo. Revelarles la belleza de aquello que nos motiva. Mostrar, en definitiva, lo que realmente hacemos.

Paradojalmente, este placer y pasión por la ciencia no son compartidos por muchos. Al contrario, es como si le temieran. Parecen percibir, en particular a la física y a la matemática, como un mal recuerdo escolar. No tengo la más mínima pista de por qué una actividad humana que me ha seducido con tanta fuerza desde mi infancia resulta tan poco atractiva, tan intimidante, tan repulsiva para tantos.

Intuyo, sin embargo, que se trata de una reacción que nosotros mismos hemos generado por la forma que enseñamos ciencia y la comunicamos. Algo que podríamos llamar «el efecto berenjena»: a la mayoría no le gusta, pero no podemos culpar a la berenjena. Es claro que solo puede deberse a la ignorancia que existe de cómo cocinarla. O a la falta de costumbre, por la carencia a la que hemos sido sometidos en nuestra infancia.

La sensación que me provoca el escuchar «odio la física» debe ser muy similar a la de un chef que se esmera en la preparación de una ensalada de berenjenas asadas para sus invitados, y que al final descubre que quedó intacta sobre la mesa. El chef se siente frustrado, no entiende cómo una preparación que provoca tanto placer en él, puede ser despreciada de esa forma por el resto. El chef quiere hablar con la gente. Quiere rogarles que prueben de nuevo, sin prejuicios. Que no se priven de toda esta maravilla. ¡Qué espectacular sería cambiarles su opinión! Sería casi tan placentero como la ensalada misma.

Algo análogo ocurre con la ciencia. El placer del descubrimiento científico no debe estar restringido a los científicos, del mismo modo como la ensalada de berenjenas no debe limitarse al chef. Un ejemplo notable de cómo se experimenta el amor a la ciencia por primera vez, ocurre en las aulas universitarias al comenzar una carrera científica. Cuando nos exponen los grandes descubrimientos de los siglos precedentes, pronto nos damos cuenta de que el proceso mental de comprender estas viejas teorías requiere, necesariamente, una actitud creativa. No basta con escuchar, con memorizar las ideas y las técnicas. Debemos redescubrirlas. Es difícil explicar a quienes no han tenido una experiencia científica cómo ocurre esto. Uno lo ve en los estudiantes, cuando un brillo especial en sus miradas nos revela que sus mentes ya saborean el placer de descubrir.

En literatura se habla en ocasiones del lector activo. O sea, uno que interactúa con el texto. Que se pierde en él a través de túneles que lo llevan a sus propias reflexiones, a su propia historia, a ideas e historias nuevas gatilladas por lo que lee. Es el lector-macho del Cortázar de Rayuela. En la comprensión real de la ciencia solo cabe este tipo de lector. Es típico que en la lectura de un artículo científico tengamos que releer decenas de veces un párrafo, y que entre lectura y lectura hagamos nuestros propios cálculos en un cuaderno, hasta lograr «reproducir» el resultado. El científico está acostumbrado a la lectura activa, quizá más que ningún otro lector en el espectro intelectual humano.

Curiosamente, Julio Cortázar era un gran lector de ciencia. En una entrevista que dio a Sara Castro-Klaren, en 1976, afirmó: «A lo largo de mi vida, siempre que he podido acercarme a esos artículos de divulgación en donde problemas de física pura o alta matemática son presentados de manera que alguien como yo, que ignora la física y las matemáticas, puede, de todas maneras, tener una idea global y general de la cosa, los he leído siempre apasionadamente, porque su reflejo sobre la literatura me parece evidente y total... estoy contento de haber hecho ese turismo de la ciencia».

El científico que aprende una nueva teoría, al igual que el lector-macho de Cortázar, no estÃ

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