Dios y la patria se lo demanden

Juan B. Yofre

Fragmento

POSTALES DE UN TIEMPO MUY LARGO

El bar Le Pont, cuyos ventanales miraban hacia la plaza Vicente López, ya no está. Su dueño partió pero sin embargo dejó la obra Rostros enfrentados de Marta Minujín, que aún perdura en una de las paredes de ese bar convertido en restaurante entre cuyas mesas pueden escucharse algunas entonaciones colombianas. La obra de Minujín fue pintada en 2011, un año antes de la muerte de Marcelo Sánchez Sorondo; no sé si él pudo valorarla. Concurría poco y ya se lo observaba muy encorvado.

Marcelo y mi padre habían sido grandes amigos. Juntos alentaron a los cadetes del Colegio Militar de la Nación que avanzaron sobre la Casa de Gobierno en 1930. También juntos apoyaron al bando nacional que salvó a España del cruel estalinismo, con un alto costo y a un excesivo tiempo de permanencia en el poder. La amistad entre ambos se rompió en 1939 y no se volvió a restablecer. Marcelo se inclinó por el Eje y mi padre, por los Aliados. Décadas más tarde me tocaría volver a juntar los dos apellidos en un diálogo común, y fue gracias al general Ricardo Norberto Flouret.

A una determinada hora de la mañana, entre 1977 y 1979, yo concurría a Le Pont porque sabía que Marcelo estaría en su mesa, al fondo hacia la derecha. En realidad, él iba todos los días porque vivía en el edificio de al lado y ahí atendía a la gente. Era tanta su cotidianidad que un mozo lo eligió como padrino de su hijo.

Me tocaba relatarle las novedades que no se iban a publicar en los diarios por la brutal censura que reinaba y él intentaba hacer una interpretación de los hechos. No me hacía mucha falta saber cómo sería su respuesta porque su rostro hablaba. Marcelo también era un hombre informado, y respecto a sus dolorosos e íntimos vaticinios, pienso hoy, mi especialidad era confirmarlos con lo que le ponía arriba de la mesa. Mis libretas de apuntes atesoran algunos de esos diálogos.

En uno de los tantos encuentros de 1978 —un año negro— le reiteré varias veces la palabra crisis y noté que se irritó. Me dijo con pasión: “Crisis, más crisis, más crisis, ya no es una crisis, es decadencia”. La palabra me quedó incrustada en la memoria y en el libro Entre Hitler y Perón comenzó a sobresalir.1

Suelo ir al viejo Le Pont y al estudiar Rostros enfrentados nació la idea de este libro. Los siete rostros pintados por Minujín se miran con la boca abierta sin reflejar pasión, como hablando al mismo tiempo. Por lo tanto, nadie se escucha ni entiende, recreando una suerte de Babel.

Nunca le conté a Marcelo que, ya en 1978, tenía parte del archivo del general Oscar R. Silva, edecán del presidente de facto general José Félix Uriburu y fundador del GOU que hizo la revolución de 1943. El archivo atesoraba secretos inimaginables que pondrían incómodo al hijo del ministro del Interior de Uriburu. Los papeles de Silva me ayudaron a derrumbar uno de los más grandes y falsos relatos del pasado. El golpe que derrocó a Hipólito Yrigoyen no fue realizado por “todo” el Ejército Argentino sino por una parte. Los denominados historiadores y politólogos se han cansado de afirmar que el tembladeral de la decadencia argentina comenzó en 1930, lo cual no es cierto: se inició antes. También se van a enterar, con papeles a la vista, de quiénes traicionaron al caudillo radical.

Revisando el archivo de Francisco “Paco” Manrique apareció cuál fue su justo papel en el fusilamiento del general Juan José Valle. Esa muerte y otras de aquellos días que habrán de ahondar las pasiones argentinas. El ex jefe de la Casa Militar de Pedro Eugenio Aramburu no contó esos momentos para “futuros” lectores. Lo hizo en secreto para sus superiores y, posteriormente, para su familia.

Me propuse exponer el grado de infiltración comunista que a comienzos de los sesenta albergaba en sus entrañas la Secretaría de Inteligencia del Estado. El archivo de Praga lo relata sin piedad. En el mismo capítulo se prueba, además, gracias al KGB (la inteligencia soviética), aquello que los radicales del pueblo no cuentan y la mayoría ignora: los millones de dólares que los estadounidenses aportaron a la inteligencia argentina en 1963, con el consentimiento del presidente constitucional Arturo Illia, un año antes del primer ataque castrista a la Argentina, cuando un grupo comandado por Jorge Ricardo Masetti y oficiales del comandante Ernesto “Che” Guevara incursionó en Orán, Salta.2

En una ocasión, el dirigente radical Héctor Hidalgo Solá afirmó en la intimidad que algún día “la democracia argentina” debería hacerle un reconocimiento al teniente coronel (R) Jorge Osinde, simplemente, por haberle advertido —ayudado, diría yo— a Juan Domingo Perón que identificara el grado de infiltración “marxista” que había invadido su Movimiento. Aquí, en otro de los capítulos, aparece lo más sustancial de esos informes. Y si de informes secretos hablamos, qué mejor que mostrarles a los lectores los que relataban la intimidad de Juan Domingo Perón en su casa de Puerta de Hierro.

De la complicidad de algunos políticos argentinos con el PRT-ERP, comandado por Mario Roberto Santucho, da fe uno de los tantos informes que estaban en su última guarida el día que cayó en combate. Es un político que se calificaba a sí mismo como “democrático”.

No hay Perón sin el teniente general Alejandro Agustín Lanusse. Como si no tuviera problemas durante su presidencia de facto, “Cano” Lanusse intentó mediar entre el chileno marxista Salvador Allende Gossens y la administración de Richard Nixon. Los lectores van a ser testigos del fracaso argentino a través de los documentos que salen a la luz. Y de la gran pregunta del secretario Henry Kissinger al enviado secreto de Lanusse: “¿Ustedes tienen un plan económico?”. Un interrogante que se reitera en varios momentos de nuestra historia.

Otros archivos diplomáticos, esta vez de Francia, esclarecen las mentiras que le contó en la intimidad el almirante Emilio Eduardo Massera al presidente Valéry Giscard d’Estaing sobre los desaparecidos y detenidos en la Argentina. Es llamativa también, como se podrá comprobar, la visión que el gobierno francés de centroderecha tenía acerca de la dictadura argentina.

Para la mayoría de los estudiosos del pasado, el teniente general Jorge Raúl Carcagno es casi una figura maldita, ignorada. Fue comandante en jefe del Ejército de tres presidentes: Héctor J. Cámpora, Raúl Lastiri y Juan Domingo Perón. En esta oportunidad dejo constancia de sus vivencias en un capítulo que contiene una parte de sus papeles personales. Conservo otra parte para un futuro momento.

Si de políticos radicales se trata, en otro capítulo cuento el largo diálogo grabado entre Ricardo Balbín y el ministro del Interior de la dictadura, general Albano Harguindeguy, cuando se avecinaba la debacle financiera del plan de José Alfredo Martínez de Hoz. Como las desgracias muchas veces se repiten, algunos lectores quizá se sientan transportados imaginariamente a los tiem

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