Prólogo
Sentí la necesidad de escribir este libro al ver que la mayoría de la gente con la que interactuaba, especialmente los más jóvenes, estaba muy desencantada con la Argentina. A fines de 2018 e inicios de 2019 el pesimismo reinaba en todas las discusiones. ¿Vale la pena insistir con la Argentina o la única salida es Ezeiza? Los extranjeros no estaban menos pesimistas con nosotros. Un artículo de la empresa de datos y medios Bloomberg de julio de 2019 se titulaba: “La Argentina no puede salir de su maldición económica”, y así muchos más.
No los culpo. Habíamos caído en 2018, una vez más, en una crisis. Éramos uno de los pocos países del mundo que no había podido controlar la inflación; la pobreza crecía, las posibilidades laborales escaseaban, y parecía que actos de tremenda corrupción iban a quedar impunes. El populismo amenazaba con volver y una gran grieta dividía al país. Según el mencionado artículo de Bloomberg —que citaba a un estudio del Banco Mundial—, desde 1950 la Argentina había sido el segundo país del mundo que más tiempo había estado en recesión, un 33% de los años, superado solo por el Congo, que desde 1950 atravesó dos guerras y muchas catástrofes más.
Escribí inicialmente este libro en el segundo trimestre de 2019, como respuesta a este pesimismo. A pesar de la recesión pensaba que, si la Argentina insistía en un programa de normalización, podría salir adelante. Sin embargo, la recesión y la unificación del peronismo alrededor de un candidato aparentemente moderado llevaron a la mayoría de los argentinos a querer cambiar el caballo en medio del río en la elección de 2019. Ahí entraron a funcionar todos los mecanismos de debilidad institucional y económica que había descripto en los dos primeros capítulos. El país volvió a girar todas sus políticas 180 grados, como no hizo ningún otro del planeta. Este giro y la pandemia de 2020 nos están ahogando. El pesimismo de 2018 y 2019 se potenció en 2020. Las encuestas muestran que más del 50% de los argentinos se iría al exterior si pudiera y todas las semanas vemos noticias de empresas que cierran o dejan el país. Nos encontramos en la mayor crisis económica, social, política y existencial desde que terminó la guerra civil en 1852.
Una respuesta obvia a la crisis, para muchos, es la emigración. Creo que el mundo pospandemia no va a ser un lecho de rosas y de oportunidades, pero es una opción válida. Para el resto, la indiferencia no es una opción. Nuestra libertad y nuestra prosperidad, y las de nuestros hijos, están en juego. La primera misión es frenar la destrucción de la democracia. No es poco. La segunda es convertir esta crisis en una oportunidad. Ahí es donde sentí la necesidad de actualizar este trabajo y publicarlo.
En el libro, los invito a buscar un “relato” que nos oriente sobre qué aspira a ser la Argentina, para que nos sirva de ficción orientadora común a todos o casi todos los argentinos, a definir un conjunto de acuerdos que sirvan de base para nuestro desarrollo dentro de esa ficción orientadora, y a delinear algunas de las reformas que debemos implementar para lograr esas aspiraciones. Podemos transitar a una Tercera República, superadora tanto de la república conservadora como de la república peronista.
Voy a argumentar que, si introducimos estas reformas y estos acuerdos, podremos tener un gran futuro como país. Mostraré con ejemplos cómo hay decenas de sectores e industrias con un gran potencial y con emprendedores de primer nivel. Estos sectores podrían, si se aplican reformas y se mantienen en el tiempo, desplegar todo su potencial y nuestro ingreso per cápita podría duplicarse en veinte años.
Para muchos hoy es difícil vislumbrar un destino para la Argentina. Las frustraciones han sido múltiples. Creo, sin embargo, que este pesimismo es exagerado. Así como los observadores que venían al país a inicios del siglo XX le presagiaban un futuro de grandeza, solamente extrapolando lo que veían en sus visitas, extrapolar hoy lo que ocurrió en las últimas décadas tampoco tiene sentido. Nada es inmutable, y la crisis que estamos viviendo puede convertirse en una oportunidad para romper con estructuras políticas y económicas que nos llevaron a este desatino.
Este libro, en fin, pretende servir de guía para el camino por recorrer y para, antes que nada, devolvernos la esperanza en nuestro futuro como país. Con realismo, pero sin perder de vista que, volviendo a los principios de nuestra Constitución, adaptados a la nueva realidad social, podemos emerger del subdesarrollo y materializar la promesa que alguna vez nuestra nación fue para millones de inmigrantes.
Escribí esta obra con ayuda de mucha gente, aunque algunos de ellos no lo sepan. Rosario Campos redactó varias partes de los capítulos 2 y 5, me hizo valiosas sugerencias sobre el resto del texto y me impulsó mucho en el momento más difícil, al inicio de la elaboración. Pilar Gómez Baqué, Brenda Appathie y Fernando Menéndez, de la oficina de Alberdi Partners, colaboraron con la búsqueda de información y la producción de gráficos y figuras. Agradezco a Ana Iparraguirre y Ana Colombres, quienes leyeron algunas partes o la totalidad del libro y me ayudaron a mejorarlo. Muchas de las ideas de este texto surgen de experiencias de mi vida académica y profesional, y por eso quiero reconocer a los valiosos mentores y colegas que tuve en el camino: entre otros, a Ricardo Arriazu, Jorge Forteza y Alberto Ades. Tengo la suerte de interactuar en mi vida profesional con personas muy exigentes, quienes me llevan a pensar en profundidad los temas de la realidad y el futuro de la Argentina, así que ellos también colaboraron indirectamente con este esfuerzo. A todos ellos les agradezco por sus contribuciones, pero los errores de esta obra son todos míos.
Para facilitar la lectura, minimicé las citas bibliográficas y las notas a pie de página. En los casos de los textos de autores internacionales, como por ejemplo Harari y Huntington, las traducciones son mías. Al final encontrarán una lista de publicaciones que me sirvieron de base para varios temas. Este libro se apoya en muchas historias y anécdotas, algunas de ellas basadas en reportes de diarios como La Nación, Clarín, Perfil, Infobae, El Cronista y otros. Algunos (pocos) párrafos ya fueron publicados en mis artículos quincenales en La Nación.
Introducción
“¿Te arrepentís de haber vuelto?”. Es la pregunta que más escucho desde hace mucho tiempo. Volvimos con mi familia en los albores del gobierno de Cambiemos, luego de vivir casi siete años en Nueva York.
Poco después, reina una desazón nunca vista en el país. El golpe que sufrió la Argentina a partir de 2018 fue mucho más grande que el que muestran los fríos números de la economía. Un empresario, a fin de 2018, me confesó que en su larga trayectoria laboral jamás había tenido un año como ese, en el que el resultado final haya sido tan distinto del que se esperaba en los meses iniciales, y eso que crisis no faltan en nuestra historia. Para tener una idea de la magnitud de la decepción, a fin de 2017 el consenso de economistas pronosticaba que en 2018 la actividad económica se expandiría 3,2%, la inflación sería del 17,4% y el dólar valdría 20,4 pesos en diciembre. Los números reales fueron una contracción de la economía del 2,5%, una inflación de 47,5% y un peso a 37,5 por dólar; las ventas en algunos rubros como el automotor se desplomaron en 50% durante ciertos momentos, el desempleo subió y la pobreza escaló hasta más del 30%. Y ese fue solo el comienzo. Lo que siguió fue peor.
El golpe psicológico de la recesión que comenzó en 2018 fue, sin embargo, mucho más grande que el económico. La Argentina, que parecía encaminada a dejar atrás una historia de crisis financieras y de deuda, cayó nuevamente en una. Volvimos a las devaluaciones, los programas con el Fondo Monetario Internacional (FMI), el default, y la inflación y la pobreza aumentaron otra vez. La sensación es la de un país que parece, parafraseando a Eduardo Duhalde, “condenado al fracaso”. El perspicaz expresidente de España Felipe González dijo, en una visita en mayo de 2019, que el estado de ánimo de ese momento era “peor que la crisis, que es severa. Pero el estado de ánimo es peor”, y agregó: “No es la ira de 2001, es la desesperanza de 2019”.
Esto me llevó a escribir el libro en 2019. Su primera versión estaba lista antes de las Primarias Abiertas Simultáneas y Obligatorias (PASO). Luego, “pasaron cosas”. El nuevo gobierno decidió, una vez más, tirar todo por la borda en vez de construir sobre lo logrado por el anterior y corregir errores. La destrucción que estamos viviendo no tiene precedentes. Enfrentamos, sin duda, la mayor crisis de nuestra historia.
La desazón es más fuerte entre los jóvenes: con una economía estancada, sin moneda ni crédito, se preguntan: ¿cómo o cuándo voy a poder comprarme un departamento o una casa? ¿Cuál es mi futuro laboral? Después de un breve período en el que los argentinos que nos habíamos ido estábamos regresando, volvió la pregunta —y en varios casos la decisión— de emigrar. El país, en palabras de algunos, parece balancearse entre ser manejado por incompetentes (refiriéndose al gobierno de Cambiemos y más generalmente a las coaliciones que han integrado los radicales) o por corruptos (aludiendo a peronistas de distinto paladar). ¿Para qué insistir? Mejor buscar horizontes en países serios.
El riesgo de desorden social permanece y nos amenaza permanentemente. La pobreza, que cae en todo el mundo, sube en la Argentina y amenaza la cohesión social, en parte también porque los pobres son utilizados por grupos políticos con ideas extremas. Las facciones asociadas al kirchnerismo y a autodenominados movimientos sociales no parecen listas para compartir reglas básicas de convivencia democrática y se muestran dispuestas además a quebrar la paz social en cualquier momento, como ocurrió en varias manifestaciones en años recientes. Luego de más de 35 años de democracia, no contamos todavía con un aparato policial y jurídico competente ni con apoyo político y social para enfrentar grupos que operan fuera de las reglas de convivencia democrática. Se observa el cansancio de la población con piquetes y protestas y el aumento del crimen, aunque por suerte no aparecen en el horizonte dirigentes del estilo de Jair Bolsonaro por ahora en nuestro país.
La magnitud del impacto psicológico de la crisis es tal que a veces pienso que perdimos nuestra identidad como sociedad. La identidad es el sentido que tenemos sobre quiénes somos. ¿Qué es la Argentina? ¿Cuáles son nuestros objetivos y aspiraciones como sociedad? Los países, como las personas, arman historias y mitos de quiénes son y cuáles son los valores que comparten. Estas “ficciones orientadoras” o “relatos” sirven para dar a los ciudadanos un sentimiento de nación, comunidad, identidad colectiva y un destino común nacional.
En Estados Unidos existe una identidad común dada por el llamado “credo americano”, que parte de la definición de valores inalienables que hizo Thomas Jefferson en la Declaración de Independencia de ese país: “La vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad”. Lo que une a los estadounidenses no es una raza, ni una religión (aunque el credo americano tiene una fuerte raigambre en el protestantismo), sino la creencia compartida en la libertad, la igualdad (de oportunidades), la democracia, el individualismo y el respeto a la ley. Aunque los Estados Unidos de Donald Trump atraviesan una clara crisis de identidad, en realidad cuando muchos países en el mundo lo hacen (pensemos en España y el conflicto catalán), en ninguno de esos lugares dichas crisis coinciden con debacles económicas o con un estancamiento secular como el que experimenta la Argentina.
Nuestro país parece haber nacido no con una, sino con dos ficciones orientadoras contrapuestas: morenistas versus saavedristas, unitarios versus federales, Rivadavia versus Dorrego, Buenos Aires versus interior, Rosas versus Urquiza, y así. Una ficción alentó “recrear Europa en la Argentina”, mientras que la otra descansó sobre el caudillismo y una visión de la nación replegada sobre sí misma.
Estas ficciones contrapuestas originales siguen alentando gran parte del debate actual. Desde el “vivir con lo nuestro” del economista Aldo Ferrer y las prácticas del gobierno kirchnerista, como las del secretario de Comercio Guillermo Moreno, a la apertura económica del —paradójicamente peronista— presidente Carlos Menem.
Incluso los intelectuales que alimentaron estas visiones desde los inicios de la Argentina tenían muchas veces una mentalidad divisoria: el que piensa distinto es enemigo. La ideología fue de exclusión, a diferencia de la de Estados Unidos, inclusiva por naturaleza. Esta mentalidad sigue permeando gran parte del debate actual también.
Pero no siempre fue así; la división y el fracaso económico no dominaron en todo momento. Si miramos la historia de la Argentina más en el largo plazo, sigue siendo de éxito, no de fracaso. Nuestros ancestros fueron capaces de convertir un país desértico en un imán para la inmigración como no lo fue, en términos relativos a la población original, ninguna otra nación del mundo, quizás con la excepción de Australia. Convirtieron una tierra de atraso cultural y económico en uno de los países más prósperos del mundo y con una de las producciones culturales más importantes.
El período de mayor progreso de la Argentina, entre 1853 y 1930, se basó en un relato superador de las antinomias. La Generación del 37 trató de conciliar ambas tradiciones. El ejemplo más acabado fue el libro Bases… de Juan Bautista Alberdi, que apuntó a conciliar los intereses de las provincias y la necesidad de una autoridad central con suficiente poder para evitar la anarquía. No fue un intelectual europeizante el que luego ejecutó la partitura, sino un caudillo provincial más, Justo José de Urquiza, quien con el solo hecho de retirarse al Palacio San José al terminar su mandato de seis años —como estipulaba la nueva Constitución nacional—, abrió todo un nuevo período de prosperidad para la Argentina. Aunque las luchas siguieron hasta la incorporación definitiva de Buenos Aires a la nación, el camino estaba preparado y la Generación del 80 marcó un antes y un después en la vida económica y cultural del país.
Más recientemente, en 1983, luego de varias décadas sangrientas y con gran inestabilidad política, el presidente Raúl Alfonsín nos legó un nuevo credo para unir a los argentinos. Se refirió al preámbulo de la Constitución como un “rezo laico”, una guía para saber hacia dónde caminamos y por qué luchamos. Vale la pena repetir esas palabras que todavía nos ponen la piel de gallina cuando las escuchamos de su boca: “[…] constituir la unión nacional, afianzar la justicia, consolidar la paz interior, proveer a la defensa común, promover el bienestar general, y asegurar los beneficios de la libertad, para nosotros, para nuestra posteridad, y para todos los hombres del mundo que quieran habitar en el suelo argentino”.
Por varios años desde 1983 la Argentina pareció transitar en una democracia relativamente normal. Aunque desde el punto de vista económico la situación fue muy difícil, se logró una alternancia democrática razonable dentro de un cuasi bipartidismo entre el peronismo y la Unión Cívica Radical (UCR), la segunda vez en el contexto de la Alianza. Los políticos, aunque con diferencias normales y sanas, podían sentarse a discutir en la misma mesa. Sin embargo, varios gérmenes de los problemas que vendrían ya se estaban incubando. La inestabilidad económica y los cambios económicos sin políticas de contención, sumados a un marcado abandono de la educación pública, aumentaron fuertemente la cantidad de pobres, siempre caldo de cultivo de políticos populistas. La justicia se deterioró sustancialmente en el gobierno de Menem y, ausentes los controles, la corrupción explotó en todos los niveles de gobierno. También hubo un contrapunto entre el avance de la democracia a nivel nacional y su retroceso en la mayoría de las provincias, donde caudillo tras caudillo se entronizaron en el poder. Los gremios siempre entraron con los tapones de punta contra los gobiernos no peronistas.
La crisis de 2001 rompió este ciclo, y el país todavía no se recuperó de ella. Fue de tal magnitud que destrozó muchos consensos básicos y deterioró los canales tradicionales de la política, además de fragmentar y territorializar los partidos políticos. El bipartidismo quedó enterrado y lo sucedieron conjuntos de dirigentes territoriales o mediáticos de alianzas variables. Como en toda la historia de la humanidad, luego de la anarquía, la población estuvo dispuesta a aceptar líderes fuertes con pocos controles. Al mismo tiempo, el Estado perdió el monopolio de la violencia y el control de la vía pública. Comenzaron los piquetes que todavía nos acosan a diario. En ese contexto, y con la suerte de contar con los precios más altos de nuestros productos de exportación de la historia moderna, llegaron Néstor y luego Cristina Kirchner al poder.
El mayor mal que le hicieron los Kirchner a la Argentina fue haber vuelto a abrir una etapa de división y odio. Reabrieron una grieta que estaba tapada. Siguieron el típico manual del populista, que consiste en: 1) dividir el mundo en “buenos” y “malos” (por ejemplo, el pueblo contra la oligarquía); 2) erigirse en los únicos representantes de la voz de los “buenos”. Solo una visión maniquea como esta justifica ver la ceremonia de cambio de mando presidencial como “una rendición” y no asistir a ella, como fue el caso de Cristina Kirchner el 10 de diciembre de 2015.
El gobierno de Mauricio Macri, en alianza con la UCR, se propuso devolver al país a la normalidad. Recibió una economía totalmente desequilibrada y a punto de explotar, pero sin un mandato claro para tomar medidas correctivas de fondo, porque no había llegado a explotar. Así, se embarcó en un gradualismo que solo retrasó el ajuste, haciendo promesas económicas imposibles de cumplir. Cuando la realidad golpeó en 2018, el desencanto de la población fue muy grande. La persistencia de la recesión en 2019 profundizó ese desencanto, el cual se agravó aún más con la vuelta del kirchnerismo al poder. La idea de que Alberto Fernández lideraría un gobierno moderado fue un espejismo. Una facción minoritaria, populista y muy extrema, se apropió, utilizando mecanismos de nuestra institucionalidad política que describiremos más adelante, de la agenda pública de la nueva gestión.
En su libro ¿Qué es el populismo?, Jan-Werner Müller —profesor de la Universidad de Princeton— argumenta que la característica fundamental de esta tendencia no es una política económica irresponsable, sino el antipluralismo. Es erigirse en la verdadera voz del pueblo, ya sea en contra de las elites, los inmigrantes, algún grupo étnico o algún país extranjero. Es sostener que solo ellos representan los verdaderos intereses nacionales, quitando legitimidad a todo el que se les oponga. Según Müller, una vez en el poder, los gobiernos populistas implementan tres estrategias para perpetuarse en él: 1) “capturan” el Estado, incluyendo tanto a la administración pública como la justicia; 2) incurren en políticas clientelísticas y 3) atacan a la llamada sociedad civil, es decir, a todas las organizaciones que pueden ponerles freno, como por ejemplo la prensa independiente.
Esto es lo que ocurrió (además de haber implementado políticas económicas irresponsables), durante los gobiernos de los Kirchner y ahora durante el de Alberto Fernández y Cristina Kirchner. Ataques a la prensa independiente, desacato a jueces, intento de cooptar la justicia y opacidad en la información1 son solo algunos de los casos que muestran un ataque a las bases de nuestra democracia.
La democracia está en peligro. La amenaza no proviene de un posible golpe militar, como dijo en un lapsus el expresidente Eduardo Duhalde en agosto de 2020. Por suerte, los militares no son más un factor de poder en el país. Sin embargo, el politólogo norteamericano Steven Levitsky —un experto en la Argentina y particularmente en el peronismo— argumenta en su libro Cómo mueren las democracias que estas ya no mueren en el mundo por medio de golpes. Dice: “Hay otra forma de romper una democracia. Es menos dramática pero igualmente destructiva. Las democracias mueren no en manos de generales, sino de líderes electos —presidentes o primeros ministros que subvierten el mismo proceso que los llevó al poder—”. Y sigue: “Más frecuentemente, sin embargo, las democracias se erosionan lentamente, en pasos apenas visibles”. Levitsky dice que hay cuatro factores que son comunes a todos los procesos modernos de destrucción de la democracia: 1) el rechazo o la adherencia débil a las reglas democráticas, 2) la negación de la legitimidad de los oponentes políticos, 3) la tolerancia o el apoyo a la violencia y 4) la disponibilidad para recortar las libertades civiles de sus oponentes, incluyendo la prensa. ¿Les suenan conocidos?
Ante este desafío, las incógnitas que enfrentamos en los años que siguen son varias. ¿Es posible recomponer un relato unificador y superador de qué es la Argentina y cuál es nuestro destino? ¿Qué valores y aspiraciones nos representan? ¿Es el populismo una expresión central de la vida política argentina o solo una marginal? ¿Es factible erradicar el flagelo de la corrupción? ¿Se podrá terminar con las recurrentes crisis económicas? ¿Podremos construir un futuro próspero o estamos condenados al fracaso?
Es posible, al final, que nuestra decadencia no tenga fin. Pero no creo que sea así. Pi