2001 - 2021

José Ignacio de Mendiguren

Fragmento

PREFACIO
Una crisis, todas las crisis

Este libro cuenta la historia de una crisis que cumple 20 años. Pero en el fondo, cuenta la historia de una crisis que es mucho más que veinte aniversarios: la crisis de un país que lleva más de doscientos años buscando su lugar en el mundo, una forma de organización y de vida.

No me voy a arrogar el derecho a escribir sobre esa historia nacional larga, para la que hay mucha gente mucho más capacitada que yo. Pero sí voy a tomar la palabra para contar, a partir de mi experiencia, cómo aquellos días que nos marcaron la vida pusieron en juego y definieron un modelo de país que hace posible construir nuestro desarrollo.

No encontrarán aquí la narración prolija de un espectador, sino el vértigo de un protagonista. En diciembre de 2001, como presidente de la Unión Industrial Argentina, formaba parte y lideraba un grupo que se había puesto al hombro el desafío de frenar un embate que se estaba llevando puesto al país. Su nombre: dolarización. El entierro de la posibilidad de ser un país desarrollado.

De diciembre de 2001 nos quedan las imágenes más crudas que vivió el país desde el retorno de la democracia en 1983: el corralito y las protestas contra los bancos, los piquetes y las cacerolas, la noche del estado de sitio el 19 de diciembre, el helicóptero, las Asambleas Legislativas de madrugada, las palmeras incendiadas en Plaza de Mayo, las muertes trágicas y evitables, los presidentes interinos que se sucedían, la incertidumbre de aquel presente y la angustia sobre el futuro.

Pero por debajo de esas escenas que todavía nos atraviesan y que se convirtieron en un fantasma permanente en los años que siguieron, se desenvolvía una batalla más profunda y definitoria que amenazaba con hacer virar estructuralmente a nuestro país hacia un lugar que nadie en su sano juicio habría elegido, pero que estuvimos a punto de aceptar pasivamente ante la magnitud de la debacle.

Estábamos siendo víctimas de lo que años después la reconocida autora canadiense Naomi Klein llamó “la doctrina del shock”: imponer reformas nocivas y estructurales a fuerza de sembrar desastres. Reconstruir esa historia requiere entender quién era quién y quién defendía qué y para qué, para entender el juego completo de un tablero complejo en el que se jugaba el destino del país.

¿Qué estaba en juego?

Desde que el mundo es mundo, la lucha geopolítica entre las naciones es por lo mismo: tener o producir riqueza, agregarle valor. Fue así desde que hay registros históricos y será por siempre así. Para tener directamente las riquezas de otros existieron los imperios, la dominación directa. En los últimos siglos, la dominación directa pasó a ser la excepción, y la regla es la colonización cultural, que lleva a la captación indirecta de los recursos del otro.

¿Qué tiene que ver esto con diciembre de 2001? Todo. Las profundas crisis económicas recurrentes que el país sufre desde hace décadas, y en especial desde que la dictadura militar instauró a fuerza de pistola un modelo económico basado en la especulación financiera, tienen que ver con la incapacidad que tenemos como país de tomar el control de nuestro destino a partir de los recursos y la capacidad para agregarles valor.

Suena fácil pero es difícil: los países del mundo desarrollado, muchos de los cuales se desarrollaron a costa de extraer o transformar la riqueza de otros, pretenden que nadie más se desarrolle. Nos quieren primarizados y proveedores de las materias primas y los recursos naturales que ellos necesitan para mantener su bienestar. Coincidentemente, en 2002, el economista surcoreano Ha-Joon Chang, investigador de la Universidad de Cambridge y consultor del Banco Mundial, publicó una obra seminal sobre la historia del desarrollo de las naciones que se llama “Patear la escalera”1, en la que muestra con claridad cómo los países desarrollados llegaron a esa condición a través de políticas intervencionistas pero luego recomiendan a los países en vías de desarrollo, a través de instituciones como el FMI, el Banco Mundial o la OMC, políticas liberales para dejarlos afuera de la competencia. Revertir esa imposición requiere de dos cosas: una profunda convicción nacional y un plan de desarrollo consistente que se sostenga en el tiempo y tener claro quiénes son los adversarios.

La crisis de 2001 lleva injustamente ese nombre. Fue una crisis mucho más larga que ese 2001 y ese diciembre, que se fue gestando muchos años antes, a partir de un modelo económico pensado para sortear una coyuntura difícil, la hiperinflación de 1989 y 1990. Y, como suele suceder históricamente, el parche se terminó instalando como una verdad revelada y permanente. La Convertibilidad sobre una paridad de un peso igual a un dólar había pasado de ser un instrumento útil para una emergencia a convertirse en un mantra, casi una religión que era tabú cuestionar.

El instrumento, en definitiva, se había convertido en un modelo económico sin que nadie lo hubiese explicitado. Así vivimos años creyendo que con un abrir y cerrar de ojos, con el chasquido de los dedos o el clic de un cajero de banco, los argentinos podíamos transformar pesos que imprimía nuestra Casa de Moneda con la cara de Carlos Pellegrini en dólares que imprimía la Reserva Federal de los Estados Unidos con George Washington.

Esa ilusión estuvo alimentada por la placentera sensación de riqueza temporaria que generan estos procesos, el miedo a volver al trauma de la híper y (sobre todo) por la conveniencia estructural que ese sistema representaba para grandes grupos de interés, que basaron su modelo de negocios en exprimir las máximas ganancias financieras que fuesen posibles para derivarlas a sus casas matrices.

No es que nosotros, el puñado de industriales que empezamos a discutir el modelo a mediados de los años 90, hayamos sido unos iluminados ni mucho menos. Simplemente fuimos una de las primeras víctimas directas de ese esquema que, gradualmente, iba a tener a prácticamente toda la Argentina como víctima, de una forma u otra. Para los industriales nacionales, la combinación de atraso cambiario creciente, la apertura indiscriminada sin mecanismos de política comercial que combatan la competencia desleal y tasas de interés prohibitivas era letal, y lo percibimos muy temprano en el proceso.

Nuestra realidad, sumada a nuestra convicción de que la Argentina tiene que ser industrial para desarrollarse e incluir al conjunto de la población, nos llevó a ser uno de los primeros grupos que reaccionaron y actuaron. En mi caso, primero desde mi sector, el de la indumentaria, en la primera mitad de los 90, y luego desde la Unión Industrial a partir de 1995. Batallamos y buscamos con ahínco que las autoridades escucharan y comprendieran nuestros planteos, que fueran corrigiendo los desequilibrios que se iban produciendo, que actuaran en pos de los intereses nacionales. Actuamos siempre en público, de cara a la sociedad, aun cuando íbamos contra la corriente, y as

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