AGRADECIMIENTOS
A quienes leyeron los primeros borradores, en particular Alejandro Slokar, Alberto Filippi, Alejandro Alagia, Matías Bailone, Gabriela Gusis, Juan Pegoraro, Nadia Espina, Ílison Dias dos Santos, Nilo Batista, Fernando Tenorio Tagle, Lucas Ciarniello, Agustín A. Real, Mariana Caraballo, José Manuel Martínez, Lucas Crisafulli, Rodrigo Codino, Pedro Patzer, Jacobo Grossman, Guido Croxatto y Renato Vannelli, por sus observaciones. Por descontado que los errores me pertenecen en exclusividad.
A la jueza y los jueces con quienes tuve el honor de integrar la Corte Interamericana de Derechos Humanos: Elizabeth Odio Benito, Humberto Antonio Sierra Porto, Patricio Pazmiño Freire, Eduardo Vio Grossi, Eduardo Ferrer Mac-Gregor Poisot, Roberto Caldas y Ricardo Pérez Manrique, a su secretario Pablo Saavedra y a los letrados y letradas, por lo que de ellos aprendí en el sexenio en que integré ese tribunal.
A los colegas Baltazar Garzón y Gustavo Ferreyra, por haberme permitido el honor de compartir el asesoramiento al presidente Evo Morales.
A Rafael Correa, por el interesante diálogo que me permitió en Bruselas.
Al gobierno que endeudó a la República Argentina entre 2015 y 2019, por la experiencia que me aportaron las agresiones de que me hizo objeto, y también a Luis Almagro, por la nota con que las apoyó.
Sin estos estímulos no me hubiese atrevido a esta aproximación al espíritu del sur como nutriente de los Derechos Humanos.
1
LAS TRES HISTORIAS DE LOS DERECHOS HUMANOS: CORTA, IDEOLÓGICA Y LARGA
BREVÍSIMO RESUMEN DE LA HISTORIA CORTA: LA INTERNACIONAL
El derecho internacional público se ocupa de las relaciones jurídicas entre Estados, que se obligan mediante tratados celebrados en ejercicio de sus soberanías. Eso significa que aquel Estado que ratifica un tratado ejerce su soberanía para limitarla con la obligación contraída en ese instrumento.
Tradicionalmente, como las relaciones de los Estados con sus habitantes no eran materia del derecho internacional, quedaban reservadas a las legislaciones internas. De manera grosera se podría decir que los Estados se reservaban el derecho de dejar vivir o de matar a sus habitantes. Esta situación se mantuvo inalterada hasta mediados del siglo pasado.
En 1945 se creó la Organización de las Naciones Unidas (ONU), que el 10 de diciembre de 1948 emitió la Declaración Universal de Derechos Humanos —en cuya redacción tuvieron un papel destacado el jurista francés René Cassin y la primera delegada de los Estados Unidos en la Asamblea General de las Naciones Unidas y ex primera dama Eleanor Roosevelt—. Este documento impone a los Estados una serie de obligaciones respecto de sus habitantes, obligaciones que pueden reconducirse a la norma fundamental, según la cual “todo ser humano debe ser tratado como persona”, entendiendo por tal a un ente con derechos. Pero, dado que este instrumento no era un tratado, en un comienzo no fue jurídicamente exigible como ley internacional; en ese momento tuvo solo el valor de una fuerte invitación colectiva de los Estados de la ONU a concretar la declaración en tratados. Sin embargo, y pese a los esfuerzos del Comité de Derechos Humanos de la organización, el advenimiento de la llamada “Guerra Fría” dificultó la elaboración de esos instrumentos.
Después de casi dos décadas de reiterados intentos se concluyeron los dos grandes tratados multilaterales o pactos de 1966 (de Derechos Civiles y Políticos y de Derechos Económicos, Sociales y Culturales), cuya vigencia se demoró hasta 1976, o sea que se produjo veintiocho años después de la Declaración Universal.
Estos pactos y la incorporación de la Declaración a la Carta de la ONU —con lo que también cobró valor de ley internacional— configuran el esqueleto del sistema mundial de protección de Derechos Humanos, que fue completado con varios instrumentos posteriores. Este sistema universal consagra una salvaguardia internacional a cargo de los órganos de la ONU y no por medio de tribunales internacionales. Cabe destacar que el procedimiento de control sobre su observancia por parte de los órganos mundiales es complicado y aún débil.
Con independencia de esta protección, de carácter político, y dado que no existe un tribunal mundial que provea una tutela jurisdiccional, mediante tratados multilaterales regionales se crearon tribunales que juzgan la responsabilidad de los Estados por las violaciones de esos derechos. Hasta el presente son tres: el europeo, el americano y el africano.
El primero de estos tribunales fue establecido por el Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos y las Libertades Fundamentales, o Convención de Roma, de 1950, vigente desde 1953, que creó el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, con sede en Estrasburgo. Le siguió la Convención Americana sobre Derechos Humanos, o Pacto de San José de Costa Rica, de 1969, vigente desde 1978, que creó el sistema continental americano de protección, con la Corte Interamericana de Derechos Humanos, con sede en San José. El más reciente es el sistema africano, con la Carta Africana de Derechos Humanos y de los Pueblos o Carta de Banjul (Zambia), adoptada en 1981, vigente desde 1986, y que, mediante el Protocolo Adicional de 1997, estableció la Corte Africana de Derechos Humanos y de los Pueblos, que se instaló en 2006 en Arusha (Tanzania).
El conjunto conformado por el aparato mundial de control político y los regionales de control jurisdiccional muestra que el derecho internacional procura gestar una suerte de incipiente ciudadanía planetaria, de modo que, al menos en el campo del deber ser, todo ser humano, por el mero hecho de ser tal, sea tratado como persona, es decir, considerado titular de un mínimo de derechos que se le deben respetar con independencia de su nacionalidad, credo, color, género, orientación sexual, etnicidad, cultura, fortuna, salud, edad o cualquier otro pretexto que se quiera aducir para negárselos o violarlos.
Como este deber es la regla básica que el derecho internacional de los Derechos Humanos impone a los Estados, resulta que esos derechos solo pueden ser violados por los Estados. Debe quedar claro, pues, que los individuos pueden cometer delitos, pero no violar Derechos Humanos y, por ende, los tribunales de los sistemas regionales (europeo, americano y africano) juzgan únicamente a los Estados, como autores de violaciones de tales derechos.
Es obvio que los Estados responden ante esos tribunales por las acciones u omisiones de sus funcionarios o empleados, quienes algunas veces incurren con ellas en delitos que deben ser juzgados por los propios Estados. Y cuando estos no los someten a juicio, violan por omisión el derecho internacional y deben ser sancionados.
Sin perjuicio de lo expuesto, existen tribunales penales internacionales. Estos no deben confundirse con los anteriores porque, a diferencia de aquellos, imponen penas a personas responsables de delitos internacionales (genocidios, crímenes contra la humanidad), aunque solo cuando los Estados no pueden o no quieren hacerlo.
El único tribunal permanente de ese carácter es la Corte Penal Internacional, con sede en La Haya, establecida por un tratado multilateral, el Estatuto de Roma, vigente desde 2002. A este tribunal no adhieren los Estados Unidos, China y algunos pocos Estados más.
Hubo además tribunales penales internacionales ad hoc, con jueces nombrados por las Naciones Unidas (ex Yugoslavia, Ruanda), y también tribunales penales internacionalizados, integrados por jueces nacionales e internacionales (Uganda, Sierra Leona, Camboya). Los tribunales ad hoc son creados por el Consejo de Seguridad de la ONU en ejercicio de los poderes que, para la conservación de la paz, le otorga el capítulo VII de la Carta de ese organismo. Los internacionalizados se establecen mediante acuerdos con los respectivos Estados.
Con independencia de lo anterior, la impunidad de los autores de delitos internacionales se combate también mediante el denominado “principio universal”, conforme al cual cualquier Estado puede juzgar a estos delincuentes.
Dada la vigencia de la Carta de la ONU —de la cual forma parte la Declaración Universal—, del sistema universal de protección política, de los tres jurisdiccionales regionales y de múltiples tratados, suele señalarse que el derecho constitucional se internacionaliza, aunque también el jurista alemán Peter Häberle propuso hablar de un derecho constitucional universal que, junto al internacional, incluiría todas las constituciones del mundo, sobre la base de un común principio de paz. Por otro camino diferente, el teórico italiano Luigi Ferrajoli plantea una verdadera Constitución de la Tierra.
LA AUSENCIA DE HISTORIAS LARGAS
La síntesis anterior es la historia corta o breve del moderno derecho internacional de los Derechos Humanos, que suele relatarse en los cursos especializados impartidos por organismos internacionales y por las universidades. Pero esta historia corta —aquí abreviada al máximo— no siempre satisface del todo a la ciudadanía ni a los estudiantes, que quedan un tanto perplejos frente a ciertas paradojas. Por ejemplo, se preguntan por qué, si el respeto a la vida humana es tan elemental que en todo el mundo se pena el homicidio, su protección jurídica mundial frente a agresiones homicidas masivas no se concretó mucho antes. Y también por qué, una vez concretada en el papel, no se la hace respetar a rajatabla.
En efecto, la historia corta no explica la razón por la cual, si desde tiempo inmemorial hubo filósofos, profetas y pensadores que pregonaron la elemental premisa de que los seres humanos son personas, y las constituciones estatales desde mucho antes consagraban esos derechos, no se había concretado una protección jurídica mundial.
Tampoco esa historia corta explica por qué, pese a la vigente consagración en el plano normativo internacional, su eficacia es relativa, ya que en la realidad del mundo siguen cometiéndose atrocidades, lo que deja cierta sensación de impotencia del derecho, e incluso —para los más pesimistas— de utopía jurídica o de relativa inutilidad y hasta de hipocresía.
La historia corta es respetabilísima, no obedece a ningún avieso propósito de ocultamiento, sino que, como todo relato técnico, presupone siempre que algo se da por sabido o por descontado. Adolece de ausencias narrativas, que suelen ser desarmadas por las llamadas “preguntas ingenuas”, aquellas que interrogan desde el principio sin dar por supuesto nada y que revelan que lo obvio no lo era tanto. Es justamente por esas preguntas que los silencios se tornan ruidosos y dan lugar a los cambios de paradigmas, que revolucionan e impulsan el avance del saber.
Por lo general, las preguntas ingenuas provienen de los niños y de los buenos filósofos, pero también de los seres humanos que caminan por las calles y de los estudiantes que escuchan el relato de la historia corta, cuando todavía la domesticación escolar no les ha hecho perder su capacidad de asombro.
LA HISTORIA IDEOLÓGICA: LOS FILÓSOFOS DEL NORTE
En los ámbitos académicos suele relatarse una historia más larga, limitada a la gestación de la idea de los derechos subjetivos en la cultura llamada “occidental”, que, por lo común, no suele remontarse más allá del siglo XVIII europeo. En la medida en que se narre lo que los europeos pensaron en otros siglos, su relato es veraz, pero —lejos de responder a la pregunta ingenua— aumenta el desconcierto. Si la humanidad sabe que todo ser humano es persona, no se explica cómo no se evidenció ni se intentó antes una protección jurídica mundial, al menos del derecho a la vida de todos los seres humanos. Menos aún da razón de por qué, ya vigente, no tiene plena eficacia en nuestros días.
El problema es que, frecuentemente, esta historia ideológica pretende erigirse en respuesta a la pregunta ingenua, en cuyo caso resulta falsa, porque afirma o insinúa que la idea se generó en el hemisferio norte y luego se derramó a toda la humanidad en forma de civilización, hasta llegar a la consagración internacional mundial de la norma que impone tratar a todo ser humano como persona.
Esta perspectiva etnocéntrica y pretendidamente evolutiva implica, de manera tácita, que las actuales violaciones de Derechos Humanos se cometen por Estados que aún no asimilaron bien la civilización derramada del norte. Sin embargo, para desmentir esa versión, basta con echar un vistazo sobre la historia y verificar que no parecen nada civilizados los del norte, que hasta hace tres cuartos de siglo —y aun después— se mataron entre ellos de la peor manera y, como si fuese poco, amenazaron luego con una guerra nuclear capaz de aniquilar a toda la humanidad.
Hay deformaciones históricas que se producen por una excesiva simplificación, como es el caso de la historia corta, pero también hay interpretaciones que, cuando pretenden presentar las ideas como hechos en forma selectiva —como la que acabamos de referir—, dejan demasiado claro que falsean la historia.
Pareciera que los humanos somos los únicos animales que carecemos de la capacidad instintiva de reconocernos como pertenecientes a la misma especie. Este defecto —según la narración etnocéntrica de la historia ideológica— habría comenzado a corregirse cuando los representantes de nuestras diferentes manadas terminaron de leer los libros de los filósofos que habían dejado olvidados en sus mesas de luz, al día siguiente se reunieron y, como eran buenas personas, descubrieron la necesidad de establecer mundialmente el deber de tratar a todo humano como persona y así lo declararon, sin que ningún hecho preciso y concreto los motivase, sino solo una pura maduración espiritual. Es demasiado notorio que aquí falta la historia de algo diferente y fáctico. ¿Qué hechos de la realidad del mundo los impulsaron a eso?
EL PATRIMONIO CULTURAL CRIMINAL DE LA HUMANIDAD
Es obvio que en todos los códigos penales se conminan delitos tales como homicidio, robo, secuestro, violación sexual, tortura, extorsión, estafa, privación de libertad, reducción a servidumbre, lesiones graves y gravísimas, instigación al suicidio, omisión de auxilio, propagación de contagios, abandono de personas y otros más, bastante atroces.
Suena a estrepitoso silencio que no se observe que todas esas conductas son, en realidad, prohibiciones de crímenes que a lo largo de la historia fueron cometidos en escala astronómica por agentes de los Estados contra pueblos de países ajenos, e incluso lejanos, o contra sus propios habitantes. Y que no solo quedaron impunes, sino que a muchos de esos asesinos se les erigieron monumentos o se los honró designando con sus nombres las avenidas por las que circulamos. El horror producido por el crimen atroz en pequeña escala no solo no se multiplicó en proporción a la mucha mayor dimensión de las muertes a manos de agentes de los Estados, sino que en la gran mayoría de los casos se lo neutralizó, ya fuese por desinformación o por normalización.
La desinformación minimiza u oculta los crímenes gravísimos, en tanto que la normalización inventa falsas justificaciones mediante manipulaciones ideológicas, que hacen que no llamen la atención. Se trata de la proyección social de los famosos mecanismos de huida de la psicología individual: la negación y la racionalización. Tanto en lo personal como en lo social, huir de los problemas no los resuelve, sino que condiciona peores errores de conducta, que, en el plano social, son nuevos crímenes que alimentan una neurosis civilizatoria y, en algunas coyunturas, desatan el equivalente a verdaderas psicosis.
La experiencia de los feroces crímenes masivos negados o racionalizados no desaparece, sino que la humanidad los conserva como recuerdos más o menos reprimidos, sobre los que “es mejor no pensar”. Sin embargo, esos crímenes se acumulan y, lenta y silenciosamente, van conformando un nutrido patrimonio cultural criminal de la humanidad.
Por lo general se valora la cultura humana por los aportes de profetas, filósofos, artistas, sabios, deportistas, líderes y otras personas con fuertes caracteres que contribuyeron a acumular un patrimonio ético indiscutiblemente positivo para la interacción humana, sea en ámbitos locales como regionales o mundiales. En la memoria colectiva de la especie humana se acumula esta cultura positiva y se la exalta; en este sentido, cuando la historia ideológica está bien relatada, la recupera. Pero al mismo tiempo se reprime la otra historia cultural, la que avergüenza a la humanidad con su collar de crímenes que, como todo lo reprimido, desde el “mejor no pensar” empaña el festejo de la exaltación del patrimonio cultural positivo. Y así hasta que, en algún momento y por imponderables razones circunstanciales, los tímpanos se vuelven más sensibles o los gritos de las víctimas de algunos crímenes registran mayores decibeles, y la hasta entonces sólida coraza de los mecanismos de huida mundiales se resquebraja y salta por los aires.
Los gritos de todas las demás víctimas —incluso de sus elocuentes montañas de cadáveres—, hasta entonces solo escuchados en sus limitados círculos, se elevan y hacen coro con los que perforaron la coraza. De este modo emerge la urgencia de protección jurídica, y los negadores y racionalizadores deben arriar sus banderas y ceder a la presión que les impone la pulsión reprimida del enorme patrimonio cultural criminal de la humanidad.
Pero estos estallidos no detienen la comisión de crímenes atroces, sino que se los niega o normaliza valiéndose de nuevos mecanismos de huida ideológicos y tecnológicos, recomponiendo así el ciclo del patrimonio cultural criminal. Por eso, atendiendo a la clásica distinción entre la vigencia de una norma —es decir, su sanción por los órganos competentes— y su eficacia —o sea, su observancia en el mundo real—, resultaría trunca la narración que se detuviera en la mera vigencia de la norma internacional, pues omitiría el esfuerzo continuo y actual contra los obstáculos opuestos a su eficacia, es decir, las tribulaciones del paso del deber ser al ser.
Por ende, para satisfacer la pregunta ingenua, la historia larga de los Derechos Humanos no solo debe traer el recuerdo de los crímenes mundiales previos a 1948, sino también los posteriores y los que ahora nutren la cultura criminal humana. Los Derechos Humanos son derechos, y estos —como señaló el jurista Rudolf von Jhering— siempre se obtienen mediante la lucha: Der Kampf um Recht (la lucha por el derecho) nunca cesa y está a cargo de los pueblos victimizados.
EL MUNDO NACIÓ CON SUS CRÍMENES
El presupuesto de la exigencia de vigencia y eficacia de una norma de protección mundial de todo ser humano como persona no puede ser otro que la necesidad puesta de manifiesto por la previa comisión de crímenes también mundiales contra seres humanos. Pero, como nada mundial había antes del mundo, esos crímenes —que hoy el derecho califica como gravísimas violaciones de Derechos Humanos— solo existen desde que apareció el mundo, o sea, desde que comenzaron a establecerse redes de relaciones sociales entre todos los seres de nuestra especie, lo que no podía concebirse antes de saber de la existencia de todos los otros humanos.
En este sentido, el mundo no es el planeta —que data de tiempos cósmicos—, sino el mundo humano. Y ese mundo tampoco comenzó cuando empezamos a andar apoyándonos en las patas traseras, usamos las manos y dejamos de aprehender con las mandíbulas permitiendo que se nos desarrollara el cráneo, sino que fue tal apenas desde fines del siglo XV, puesto que, mientras los habitantes de nuestro continente no podían conocer la existencia de europeos, asiáticos, africanos y australianos, ni estos la de los primeros, no eran posibles las relaciones sociales mundiales y, por ende, no se cometían crímenes de esa naturaleza. Y menos se podía pensar en sancionarlos.
El derecho solo puede aspirar a regular relaciones sociales y, mientras no las hubiese mundiales, tampoco podía siquiera imaginar una regulación de ese orden. Dado que el presupuesto óntico o real de esta posibilidad solo existió desde fines del siglo XV, las victimizaciones cometidas hasta ese momento no forman parte de la gestación fáctica de la necesidad de una regla o norma de ese carácter. Es indudable que hubo crímenes masivos en todos los tiempos y continentes, como el de Cartago, los de Atila y de la Inquisición, la esclavitud árabe y africana y muchos más. Pero lo que interesa desde la perspectiva de los Derechos Humanos son las victimizaciones mundiales acumuladas en la cultura criminal de la humanidad y que en un momento hicieron intolerable la indiferencia del derecho. Y estas comenzaron apenas cuando la especie inició el lento proceso de mundialización y globalización de sus relaciones.
La posibilidad de relaciones mundiales existe desde que un navegante —que parecía ocultar su ascendencia judía a la cruel persecución ibérica de los cristianos nuevos— puso pie en una isla del Caribe en 1492, como también cuando Bartolomeu Dias dobló el Cabo de Buena Esperanza en 1487 y cuando Vasco da Gama siguió a la India en 1497, es decir, cuando los americanos originarios y los europeos supieron de su existencia y se reconoció mejor a los africanos subsaharianos. Con estos hechos dio comienzo lo que Immanuel Wallerstein llama el “sistema-mundo”.
Por ende, el sistema-mundo y la experiencia de criminalidad y victimización mundiales fueron coetáneos, pues el mundo fue alumbrado por lo que hoy el derecho llama un genocidio: la conquista de América y su saldo de cincuenta o sesenta millones de muertos. Si bien el derecho internacional no se limita ahora a tratar de garantizar solo el derecho a la vida, el patrimonio cultural criminal se nutrió ante todo con homicidios en masa, que no solo privan de derechos, sino que suprimen a los propios titulares de derechos, y no son solo subhumanizantes, sino directamente inhumanizantes.
El mundo apareció simultáneamente con su cultura criminal, porque se presentó con el colonialismo originario, que masacró, contaminó, psicotizó, humilló, redujo a servidumbre, violó a mujeres, destruyó economías, desintegró culturas, satanizó y persiguió religiones, robó propiedades y explotó la esclavitud, para lo cual mató a millones de seres humanos en una empresa genocida de altísima letalidad. La conquista inauguró el mundo sin privarse de ningún crimen, no solo condenado ahora por el derecho internacional, sino también en su momento por las propias leyes de los colonizadores.
LA HISTORIA LARGA DE LA CRIMINALIDAD MUNDIAL
De lo expuesto resulta que la historia larga de los Derechos Humanos, lejos de ser puramente ideológica, es predominantemente fáctica. Y tiene cinco siglos, pues es la historia misma de la experiencia cultural criminal mundial, pero también —no lo olvidemos— de las resistencias de sus víctimas, porque ellas son precisamente la expresión reactiva de las culturas agredidas que no se rinden ni desaparecen. Valida de sus tácticas y con resultados condicionados por las circunstancias concretas de tiempo y lugar, esa riquísima multiplicidad de resistencias muestra rasgos comunes que en conjunto configuran la respuesta del sur, que no es otra cosa que la lucha de los pueblos por la eficacia de sus Derechos Humanos.
Al echar una mirada sobre las distintas etapas de los crímenes mundiales y de las luchas y tácticas de resistencia y supervivencia de sus víctimas, va surgiendo un relato muy diferente del que se pretende deducir de las nebulosas evitaciones de respuesta a la pregunta ingenua. La respuesta mediante el relato de la verdadera historia larga de los hechos —y no solo de las ideas— es también mucho más compleja que las otras historias, pues atraviesa las sucesivas hegemonías mundiales y también los particulares mecanismos de huida que sepultaron sus crímenes como recuerdos reprimidos.
A la luz de la historia fáctica que impulsó la exigencia de la norma mundial y que ahora reclama su eficacia, la propia narración de la historia ideológica sin el debido cuidado se asemeja a las disculpas ensayadas por los autores de algunos crímenes atroces de la delincuencia individual más o menos patológica y, a veces, responde a análogos esquemas discursivos.
Esos cinco siglos de diferentes hegemonías mundiales son, en verdad, medio milenio de colonialismo, en cuyo curso se distinguen etapas, a veces no tan nítidas en razón de que algunas de las prácticas criminales de una etapa no se extinguen con ella, sino que se siguen usando en las siguientes, dando lugar a cierto desconcierto debido a esas coetaneidades de tácticas criminales no coetáneas. Así, por ejemplo, la subhumanización de las mujeres se identifica con la Edad Media, pero se reproduce hasta el presente en todas las sucesivas etapas coloniales.
De cualquier manera, en todos esos momentos se quisieron justificar sus atrocidades relatándolas desde un eurocentrismo o nortecentrismo, que siempre presupone una pretendida superioridad de la cultura colonizadora. Esto explica que la historia ideológica narre el progreso conceptual de los derechos hasta alcanzar las más refinadas filigranas, mientras que, al mismo tiempo, proyecta fantasiosas imágenes de salvajismo sobre las culturas colonizadas para justificar la reserva de la titularidad de esos derechos a los colonizadores.
LA DIFICULTAD DE RELATAR LA HISTORIA LARGA
Rescatar los recuerdos de estos crímenes y de sus resistencias para reconstruir su historia no es tarea sencilla, debido a la gran complejidad y a la riqueza de datos particulares sobre cada uno de los episodios de las sucesivas etapas de sus cinco siglos de letalidad. Se hace preciso obviar datos para no perder el hilo conductor del relato, pero sabiendo que cada episodio mencionado fue objeto de minuciosas investigaciones de antropólogos, sociólogos, historiadores y politólogos, sin contar con que, en el rápido inventario, también otros se pasarán por alto.
No se trata de subestimar esas investigaciones, sino de tomar nota de ellas en forma limitada, puesto que el objetivo aquí es únicamente establecer la conexión de los hechos generadora de la normativa mundial de Derechos Humanos y de la posterior exigencia de su eficacia. Esta empresa incumbe ineludiblemente al saber jurídico, cuyo objetivo central es la interpretación racional de cualquier ley. Como en este caso las leyes son los tratados internacionales de esta materia, es indispensable esclarecer su para qué (teleología), algo que es imposible desentrañar sin saber también su porqué (etiología), pues se supone que toda norma racional responde a alguna necesidad o conveniencia, dado que las leyes nunca se establecen sin una razón y sin un objetivo.
EL COLONIALISMO COMO HILO CONDUCTOR
Puede pensarse que es una exageración afirmar que los crímenes del patrimonio cultural criminal forman parte de la historia de los Derechos Humanos. Pero lo cierto es que, sin aquellos, no se comprende el sentido de la legislación ni del reclamo de su eficacia: si nadie hubiese matado a otro, no habría tenido sentido el quinto mandamiento. Pero también puede creerse desmedido afirmar que esa historia criminal pivotea en torno de la experiencia victimizante del colonialismo, y hasta podría suponerse que se trata de una simplificación o de un reduccionismo. Sin embargo, esta impresión se disuelve cuando se repara en la conexión que media entre todos sus crímenes.
La parcialización eurocéntrica de la historia nos habitúa a verlos en forma independiente de la columna vertebral de medio milenio de colonialismo. Pero esa autonomía es mera apariencia, pues este hecho, como todo hecho de poder, siempre está enmarañado con fenómenos y epifenómenos íntimamente vinculados a su ejercicio, sea como sus elementos necesarios, sea como presupuestos de su gestación o como sus consecuencias y secuelas.
Así, la reafirmación y profundización del patriarcado y de la misoginia y las discriminaciones de género, que implican la directa subhumanización de más de la mitad de la especie, fueron un presupuesto indispensable del colonialismo, pues sin una fuerte jerarquización social no podría emprenderse ninguna empresa de esa naturaleza. Por su parte, también le fue necesario el racismo para ordenar jerárquicamente al personal de las sociedades que explotaba y legitimar la sustracción de medios de pago y materias primas a pueblos lejanos. Esto provocó el surgimiento de la burguesía y el capitalismo en el norte colonizador, con su consecuente clasismo capitalista.
Incluso las victimizaciones mundiales que parecen más ajenas al colonialismo se reducen muchísimo si incluimos las extensiones territoriales con sometimiento o aniquilación de pueblos cercanos. A este respecto, una interpretación nada descartable de