Del otro lado

Alfredo Molano Bravo

Fragmento

Seis historias de Alfredo Molano

¿Alguien recuerda a Jagunço Riobaldo? Es quien cuenta su historia en el Gran Sertón: Veredas, la novela de João Guimarães Rosa. Un hombre que alguna vez se hizo en armas y que a lo largo del relato repite una frase: «La vida es oficio peligroso».

Al leer las historias de Alfredo Molano he recordado a Riobaldo. El recuerdo de Riobaldo es como eco, palabras que vuelven, que retornan. Mas, en el camino de vuelta han adquirido una dimensión diferente, una densidad que bajo la apariencia de lo mismo dice algo distinto: al volver, su significado ha cambiado. La vida como oficio peligroso, que sugiere una opción casi voluntaria, una lección, se ha trastocado en un destino del cual es imposible escapar, o casi imposible escapar. En las historias de Alfredo Molano, la vida, el hecho de vivir en sí mismo, es más que un oficio peligroso; es una derrota anticipada, es un sendero que inevitablemente lleva al abismo del dolor, de la destrucción, de la muerte, de la derrota.

De las seis historias, tres son narradas por hombres y tres por mujeres. Los hombres son activos actores de la violencia, no necesariamente política, aunque en la Colombia actual y en la frontera que funde a Colombia y Ecuador, la violencia brota de un Estado que trata de imponer soberanía en vínculo con los intereses petroleros y la política antidrogas de la DEA, es decir, un Estado nacional cuyas políticas dependen de actores globales. Pero no se trata solo del Estado; es también la guerrilla, los paras, y es la propia lógica del mundo del cultivo, la producción y el control del mercado de la coca. Es un poderoso tejido de actores e intereses que tiene ojos que todo lo ven, no importa cuán lejos vayas o cuán rápido te muevas, ya que siempre puedes ser alcanzado por quienes tienen el poder en una circunstancia específica.

Dos son las realidades en medio de esas vidas: por un lado, su carácter nómada. Son los nómadas de la posmodernidad marginal: en ningún lugar permanecen, deben desplazarse, marcharse, inevitablemente, menos en una historia, la de El Abeja, que termina trabajando para grandes empresarios colombianos dedicados al cultivo de palma en Esmeraldas (Ecuador). En las otras, cualquier cambio en la correlación de fuerzas, como la presencia del Ejército colombiano o de los «paras»; o un cambio en las circunstancias, en los mecanismos de protección, implica una nueva huida. Por otro lado, la ambigua relación con la violencia y con la coca. En las historias masculinas existe una pulsión por huir de la violencia; nadie goza, ni se divierte con la muerte, pero al final, con excepción de Demetrio, se retorna a ella y se le saca provecho, se padece y se usufructúa. Es lo mismo con la coca. Las palabras de Nury lo dicen todo: La coquita es el pan nuestro de cada día, así no la cultivemos ni con la mano la toquemos. Ella alumbra como un destino.

Las mujeres, tanto Nury, activa militante por los derechos humanos, como Mariana, una mujer siona, y Rosita, la protegen, la reproducen, pero al final la violencia de la droga, de la guerrilla, del Estado nacional las marca. En el caso de Mariana, no se trata de una historia «individual», y lo pongo entre comillas, pues la violencia finalmente afecta a comunidades enteras, sino de la muerte de una cultura, de un etnocidio: Nos llenaron de veneno las tierras, la vida… nos desgranaron al quitarnos la tierra.

Tal vez Guimarães Rosa tuvo ante sí a un Jagunço Riobaldo que le contó su historia. El escritor la noveló: la hizo ficción. La ficción literaria hace (o hacía) de la realidad algo más real de lo que es (o era). Al convertirla en palabra impresa, la congela, hace de ella un testimonio, una prueba de certeza: la historia fue así, o por lo menos alguien dijo que fue así. En las historias de Alfredo Molano hay algo que podría llamar hiperrealismo, una antificción radical. No puedo creer lo que leo: es más que ficción (la ficción se queda corta), es más que realidad (no alcanzo a imaginar esa realidad). Es un punto en que todo lo que sucede es a la vez posible e increíble. En un acto defensivo me digo: ¿Para qué leo esto?, o, atrapado como estoy en esas historias, busco una salida, pero no puedo escapar, no puedo decir: ¡Qué imaginación la de Molano! Vivo una esquizofrenia: leo esas historias que son de personas de carne y hueso y, de cuando en cuando, levanto la vista, desde el lugar donde escribo, para mirar la superficie calma del río y un pequeño velero surcando y dejando una estela blanca. El nirvana de la modernidad o de la posmodernidad. Pero no puedo hacer zapping y escapar de las historias de Molano. Desoladoras, terribles. No es «literatura»; son vidas laceradas, destruidas, transformadas en palabras.

Hoy por hoy, en medio de la modernidad líquida, al decir de Bauman, la palabra impresa cede rápidamente el paso a la experiencia audiovisual. La experiencia audiovisual es más intensa pero a la vez más efímera. No solo eso: como la experiencia audiovisual es cada vez más in home, casa adentro, es también más controlada, es objeto del zapping. Lo que nos desagrada, turba o espanta es «zappeado», es excluido de la visión y suspendido como narración, voz o imagen, y sustituido por cualquier otra imagen, y así se puede pasar consumiendo imágenes hasta la madrugada, o matando el día hasta la noche, o matando la vida hasta la noche. Es la ventaja del mundo audiovisual sobre el de la palabra escrita: es difícil saltar de un libro a otro, y a otro, para volver después de una larga vuelta al primero.

Las seis historias de Alfredo Molano no son «zappeables», o lo son de una forma especial: aunque intentes, no podrás escapar de vidas signadas por una violencia no elegida, en tanto acto voluntario, instintivo, que surge de uno mismo, sino de vidas que la violencia ha elegido. Al entrar en ellas se encuentra el sentido a las palabras de Jagunço Riobaldo: «La vida es oficio peligroso». No porque se busque el peligro como una opción de vida sino porque todo complota a favor de la violencia, de la muerte: todo complota contra la vida. La vida perfilada por la violencia y que talla los destinos. Demetrio lo expresa en una frase que no puede ser leída únicamente como parte de una tradición familiar, sino como una saga que va por generaciones de hombres y mujeres: Somos hijos de ese camino y de los que siguieron andando. Páginas adelante se le escucha decir: Uno llega al sitio que la vida le marca por boca de uno y de otro, es una cadena. Ese es el destino. En palabras de Nury: Yo nací, me crie y me voy volviendo vieja oyendo hablar de tanto sitio y de tanta guerra.

Las historias de Alfredo Molano son un recordatorio de que no hay víctimas anónimas de la violencia; todas tienen su historia, sus amores, sus fracasos; son historias de vida como la suya o la mía. Únicamente grabándolas en nuestra frágil memoria podrán un día ser valoradas como la simiente de un mundo, hipotéticamente, más justo.

Carlos Arcos Cabrera

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