

Dedico esta novela a Dolly y Natalia, mis dos madres.
La dedicación severa, competente y también afectuosa de Antonio Santa Ana, Sandra Antoniazzi y Fernando Cittadini tiene mucho que ver con el resultado final de mi trabajo. Sus conceptos talentosos, expresados a tiempo, resultaron aportes invalorables sin los cuales esta novela no hubiese sido posible.
Gracias a los tres.
El tiempo no tiene una sino muchas ruedas. Una rueda para las criaturas de corazón lento, y otra para las de corazón apresurado. Ruedas para las criaturas que envejecen lentamente, ruedas para las que se hacen viejas con el día.
Digo esto porque habrá quienes quieran saber cuánto tiempo transcurrió desde que los husihuilkes regresaron a Los Confines, después de la guerra contra los sideresios, hasta el día en que Kuy-Kuyen se irritó por la torpeza con que Wilkilén desgranaba el maíz.
Si me preguntan esto deberé responder que los hombres contaron cinco cosechas, el tiempo de ver crecer a un niño. Pero deberé agregar que las luciérnagas contaron cientos y cientos de generaciones muertas, un tiempo perdido en sus memorias. Y que para la montaña transcurrió apenas un instante.
Dice el que cuenta que Misáianes, hijo de la Muerte, dispone de más tiempo que una montaña.
Digo lo que es verdad. La rueda de Misáianes gira muy lentamente, como pausado late su corazón.
Sucedió que, después de zarpar la flota que partía a conquistar las Tierras Fértiles, Misáianes quiso dormitar un momento. Bostezó un gran viento a favor de las velas de sus naves, y se acomodó en el hueco de su monte.
Pero Misáianes apenas había alcanzado el sueño cuando el dormir se le pobló de presagios, de náuseas y de advertencias que lo obligaron a abrir los ojos. Frente a él había una comitiva de parientes asustados, que retrocedieron al verlo despertar. Ninguno de ellos quería ser el pregonero del fracaso. Ninguno quería anunciarle la derrota.
No había, entre todos, quien se atreviera a decirle que Drimus se había quedado en las Tierras Fértiles, con al-gunos hombres y sus perros. Y que Leogrós había hecho el viaje de regreso para enfrentar su castigo.
Misáianes tuvo que increparlos para que balbucearan la desgracia. Cuando escuchó y comprendió lo que había sucedido, el Odio Eterno se revolvió en su nicho de roca hasta abrirse la carne.
Mientras esto ocurría, los husihuilkes volvieron a abrir surcos, pusieron semillas y levantaron una cosecha. La primera después del final de la guerra.
Luego Misáianes rugió. Todos en sus dominios se protegieron la cabeza entre los brazos, y aun así cayeron vencidos por el dolor. Y mientras Misáianes rugía en la cima de un monte de las Tierras Antiguas, los husihuilkes de Los Confines vieron madurar la segunda cosecha.
Pero un día Misáianes se apaciguó. Comprendió lo que debía hacer. El hijo de la Muerte recuperaba la calma, y en el sur de la tierra la tercera cosecha de zapallos recuperaba su dulzura.
Cuando Misáianes ordenó que buscaran a su madre y la llevaran frente a él, la gente de Los Confines estaba cantando. Se pasaban de mano en mano los zapallos nuevos y apilaban los frutos del maíz en montones de abundancia.
La madre acudió al llamado del hijo. Para entonces, los hombres del sur se preparaban para levantar la quinta cosecha, las luciérnagas habían perdido la cuenta de sus siglos, la montaña era casi la misma. Y Kuy-Kuyen se enojaba porque Wilkilén desgranaba el maíz fuera del cesto.
PARTE I
La última historia de Vieja Kush
Las dos hermanas desgranaban maíz para después moler harina. Estaban sentadas en el suelo, cada una con un cesto de mimbre rodeado por las piernas. Entre Kuy-Kuyen y su cesto se interponía un generoso vientre de madre. Entre Wilkilén y el suyo, la canción del Dañino Mosquito.
—Sería mejor que ese mosquito zumbara menos y tú trabajaras con mayor cuidado —se enojó Kuy-Kuyen.
Los granos de maíz que Wilkilén separaba del marlo, ayudada por un cuchillo de madera, se desparramaban por todo su alrededor cada vez que terminaba una estrofa y llegaba el momento de zumbar. Cuando el Dañino Mosquito abandonaba el pantano y volaba en nubes a las casas de los hombres para atacar a los niños dormidos, Wilkilén cerraba los ojos. Giraba la cabeza y zumbaba con expresión conmovida como si todos los niños husihuilkes, picados y llorosos, estuviesen frente a ella. Cuando los hombres encendían hogueras de hierbas agrias para que el humo espantara al Dañino Mosquito de regreso al bosque, Wilkilén volvía a cerrar los ojos, a girar la cabeza y a zumbar; pero esta vez con expresión de alivio. Su trabajo empeoraba al final de cada estrofa porque Wilkilén, ensimismada en el zumbido, se distraía por completo. El resultado de sus estribillos era un desperdicio de alimentos.
Wilkilén contaba ya doce temporadas de lluvia. Muy pronto, al decir de Vieja Kush, la luna entraría en su cuerpo. Entonces la niña perdería su extrema delgadez y tomaría formas redondeadas. Sin embargo, su alma parecía empecinada en no crecer. Wilkilén reía y lloraba por pequeñeces. Siempre alborotadora, siempre hechizada por todo tal como en los lejanos tiempos de la guerra.
—Si continúas así no podremos encontrarte esposo —le dijo su hermana—. Ningún hombre querrá mujer tan delgada y que no sepa moler harina.
Tener un esposo no era algo que inquietara a Wilkilén, de modo que comenzó a reír como si nada de lo que Kuy-Kuyen decía se refiriese a ella.
—¿Y ahora de qué te ríes?
—Del pobre hombre esposo —Wilkilén hablaba y mostraba la risa—. Del pobre hombre esposo que tiene una mujer tan delgada que no puede moler harina.
Kuy-Kuyen se cansó de aparentar paciencia, y le habló con todo el enojo que sentía.
—¡No escuchas lo que te digo! Juegas a la par de Shampalwe como si tuvieses cinco temporadas de lluvia. No pones empeño en los trabajos, no ayudas...
Vieja Kush venía hacia ellas. Kuy-Kuyen bajó la cabeza y se calló.
—¿Qué te ha enojado tanto, hija mía? —preguntó la anciana.
—¡Mira este estropicio, abuela Kush! —respondió Kuy-Kuyen, señalando el desparramo que rodeaba a su hermana menor—. Yo la escucho, la veo... Y trato de enseñarle.
—Eso está muy bien. Pero, tal vez, obtendrías mejores resultados si tus palabras buscaran la nariz de Wilkilén, y no sus oídos. Recuerda que el camino de la nariz va directo al alma.
Vieja Kush se sentó dificultosamente entre las dos jóvenes.
—Wilkilén, tú sabes que el alimento no debe malograrse.
—Es que estaba zumbando—. Sus ojos ya estaban mojados.
—Estuve oyendo ese lindo zumbido —volvió a decir su abuela—. Pero tal vez puedas hacer ambas cosas sin provocar enojos. Dime, Wilkilén, ¿tú cantas sin música? No comprendo por qué lo haces teniendo en tus manos tan buen instrumento. Dámelo.
Kush tomó de las manos de Wilkilén el marlo a medio desgranar y el cuchillo. Entonces comenzó la canción del Dañino Mosquito, raspando el maíz al ritmo de su canto.
—¡Zumba y raspa! ¡Zumba y raspa! ¡Raspa siguiendo el compás! Zumba, raspa y mira con fijeza tu instrumento. ¿Lo entiendes? ¡No dejes de mirar tu instrumento! De ese modo tendrás música, y los granos caerán donde deben.
La anciana comenzó a levantarse. El asunto estaba terminado.
—Ahora recojan todo y entren a la casa. Pronto volverá a llover. Ya se nos acaban las lluvias, y esta noche quiero sacar una historia del cofre de la memoria. Será la última de esta temporada.
Tal como Kush lo había anunciado la lluvia no tardó en volver. Y la noche con ella. Dentro de la casa, el fuego cumplía su oficio de caldeador y hermano que reúne. En el centro de un cuero blanquecino esperaba el cofre lleno de recuerdos. La familia entera ansiaba escuchar la última historia de aquella temporada de lluvias.
Cucub y Kuy-Kuyen estaban sentados espalda contra espalda. Kuy-Kuyen sostenía en brazos al más pequeño de sus tres hijos. Los otros dos se recostaron sobre las piernas de Cucub. Del otro lado del fuego Vieja Kush terminaba de acomodar el cabello de Wilkilén. Y bastante alejado del resto, en cuclillas y contra un muro, Piukemán veía llegar por el cielo del oeste una hembra de plumaje plateado.
—Si Kush dice que ha llegado el momento, yo giraré el cofre por los cuatro costados y lo dejaré dispuesto para el destino —ofreció Cucub.
La anciana pensó un rato largo. Finalmente asintió. Algo la inquietaba, sin duda, porque nunca antes había retaceado entusiasmo a la hora de cumplir con sus obligaciones. ¡Mucho menos con aquella! Jamás se alegraba tanto de ser la más vieja como cuando llegaban las noches de sacar uno de los objetos guardados en el cofre, el primero que sus dedos rozaran, y contar una parte de la historia. Le gustaba, y lo hacía con el don de la gracia, mezclando en las modulaciones de su voz la sentencia y la miel, la nostalgia y las dudas fingidas. Sin embargo, aquella noche no era igual a las otras. Una pesadez la detenía y tuvo que hacer un enorme esfuerzo para vencerla. Cuando estuvo junto al cofre levantó la tapa sólo el espacio necesario para que entrara su mano. Al principio, Vieja Kush tanteó el aire. Introdujo su brazo un poco más y seguía el aire. Un poco más. Los dedos revolotearon y entonces sí, allí estaba el objeto del destino.
Vieja Kush lo reconoció de inmediato en su textura de hilos sedosos y movedizos; y comprendió la causa de su inquietud y su pesadez. ¡Ay, Kush!, tendrás que mostrar lo que hallaste y contar lo que debes aunque te agotes en lágrimas. La anciana tomó el objeto y lo levantó lentamente. Lo que sacó y mostró fue una pluma verdiazul, casi tan larga como Shampalwe. Pluma de kúkul para que todos vieran. Todos menos Piukemán que miraba un vuelo de seducción.
Kuy-Kuyen y Cucub hubieran querido ayudarla, decirle que no lo hiciera, que no importaba si contaba otra historia: “Cualquiera, Kush, la que te guste”. Pero sabían que no conseguirían más que sumarle enojo a su enorme tristeza, así que decidieron callar y acompañarla por los oscuros rincones donde la anciana ya estaría hurgando.
—Esta historia nos viene del día en que este pequeño hombre llegó aquí anunciando cosas incomprensibles.
Kush señaló a Cucub y quiso sonreír. Recién comenzaba a hablar, pero tuvo que detenerse para sosegar su corazón. El pecho se le hundía y no le daba paso al aire. Cucub la vio palidecer y se irguió para ayudarla, pero Kush lo detuvo con un gesto. Era cosa pasajera, ya encontraría ella la forma de continuar. Respiró profundo una vez, dos veces, tres. Y tres golpes fuertes y secos sacudieron la puerta.
—¡Kupuka! —gritó Wilkilén. Y sacudió las manos como si se quitara agua.
Ahora sí Cucub se levantó y se apresuró a recibir al visitante inesperado. El Brujo de la Tierra no había vuelto por la casa desde su regreso de la Comarca Aislada. Y ellos solamente habían podido verlo en las fiestas del Valle de los Antepasados, mal y apenas. En Los Confines se comentaba que no paraba de ir y venir de un lado al otro. Tan pronto se lo veía en el volcán como en las aldeas del norte, rumbo a la isla de los lulus o en los pasos más altos de la montaña. Cucub abrió la puerta y se hizo a un lado. Kupuka parecía el de siempre: su mismo morral, la misma rama añosa con la que le gustaba caminar, el mismo manto. Su melena, en cambio, se veía más revuelta y larga. Además chorreaba lluvia por todos lados.
—Te saludo, hermano Cucub. Y pido permiso para permanecer en este, tu país.
—Te saludo, hermano Kupuka, y te doy mi consentimiento. Nosotros estamos felices de verte erguido. Y agradecemos al camino que te trajo hasta aquí.
—Sabiduría y fortaleza para ti y los tuyos.
—Que el deseo vuelva sobre ti, multiplicado.
Estaba concluida la ceremonia y todos se acercaron a saludarlo. Kupuka besó a los niños y puso su mano callosa sobre el vientre de Kuy-Kuyen.
—Florecerá —el Brujo bendecía a su cuarto hijo. Cucub le dio las gracias.
Enseguida, el Brujo de la Tierra se acercó a Wilkilén que lo aguardaba sonriendo. Tomó una de sus trenzas y la sostuvo tirante hacia arriba. Wilkilén extendió los brazos y comenzó a girar como si colgara de ella. Kupuka aulló y aulló. Wilkilén dio vueltas y vueltas hasta que el mareo le hizo perder pie y cayó riendo al piso.
Piukemán avanzaba tanteando el cielo donde una hembra plateada bailaba su reclamo. Kupuka le acortó el camino y lo abrazó muy fuerte. Con el rostro contra el manto mojado y antiguo, Piukemán reconoció el olor de la vida. Lejos, en un lugar del cielo, el Ahijador lo reconocía también.
Solamente faltaba saludar a Vieja Kush.
—Por ti he venido —dijo el Brujo—. Para escucharte contar una historia.
Kush apretó las manos bienvenidas.
—¡Qué viejos estamos, hermano mío!
—Puede ser. Pero tú conoces el modo de permanecer bella.
En silencio cada uno tomó su lugar cerca del fuego. Todo estaba dispuesto para reanudar la historia de la pluma de kúkul. La presencia de Kupuka dio ánimos a Vieja Kush, tanto que se atrevió a pedir ayuda.
—Comenzaré a contar —dijo la anciana—. Pero pido a Kupuka y a Cucub que digan las palabras que me falten.
—Recuerda que yo no estaba aquí cuando sucedió lo que vas a contar —respondió Kupuka.
—Aun así podrás ayudarme.
—También yo lo haré, abuela linda —dijo Cucub—. ¡Vamos...! Todo irá por buen cauce.
Ahora Vieja Kush estaba más tranquila, y pudo recomenzar con aire suficiente.
—Decía que mi historia trata del día en que Cucub llegó a esta casa. Venía de costear el continente. Desde Beleram, su ciudad en la Comarca Aislada, hasta nuestra aldea en el sur del mundo. Lo trajo una difícil tarea que supo cumplir muy bien. Vino a traer noticias que él mismo llamó... —Vieja Kush dudaba—. Que llamó...
—Noticias de dar vuelta el cielo —completó Cucub.
—Así es —rememoró Kush—. De darlo vuelta. Quienes estamos aquí, salvo los que aún no habían nacido, volveremos a sonreír si recordamos la ira de Dulkancellin ante las raras maneras y el interminable palabrerío de este que no era más que un extranjero. Y bien, ocurrió que luego de enterarnos de que Dulkancellin partiría con el zitzahay de regreso en la Comarca Aislada, luego de conocer el mandato de los Supremos Astrónomos... En fin, luego de que todo estuvo dicho, y bien dicho Kupuka decidió marcharse.
—Debía marcharme —corrigió el Brujo—. Muy abajo de mis pies comencé a sentir que en pocos soles la tierra daría un tumbo. Entonces corrí junto a mis hermanos Brujos para ponerle estorbos a la desgracia.
—¿Fue por eso que partiste dejándome librado a mi escasa suerte? —preguntó Cucub.
—Creo que sí. Al menos eso recuerdo. Pero sigue, anciana, sigue.
—Sea como sea, te marchaste. Antes le dijiste a Dulkancellin que pidiera al zitzahay una pluma de kúkul, única señal que lo identificaba como el auténtico mensajero. Te marchaste tan rápido que olvidaste tu sombra. La pobre desamparada, que se dibujaba contra aquel muro a la luz del aceite, se fue esfumando lentamente tras tus pasos. No recuerdo el tiempo que demoró en desaparecer. Tiempo que nos tuvo a todos contemplando embobados el sortilegio. Un largo tiempo que Kume aprovechó...
¡Ya sabía ella que el nombre de su nieto le quebraría la voz! De nuevo empezó a faltarle el aire. A una señal de Kupuka, Cucub acudió en su ayuda.
—Kume era casi un niño. Y vio en mí al culpable de la desgracia que caía sobre su casa. Por eso aprovechó la distracción y sustrajo la pluma de kúkul. Pensándolo ahora con verdad, debo decir que hubo indolencia de mi parte. Dejé la pluma muy al alcance de la mano.
Vieja Kush le agradeció con la mirada. El pequeño hombre debía disimular tres enormes ausencias. Y lo hacía con tal ternura que repetía un poco la valentía de Dulkancellin, la entereza de Thungür y la belleza de Kume.
—Ya estoy lista para continuar —dijo Kush—. Tal cual Cucub contó, Kume tomó la pluma y la ocultó tras una pila de mimbres. Era de ver cómo este zitzahay transpiraba, tartamudeaba y revolvía sus pertenencias sin poder encontrar la señal que Dulkancellin le había pedido. Una pluma de kúkul probaba que era el auténtico mensajero; por eso mismo era la diferencia entre su vida y su muerte. Pero la pluma no aparecía. Obligado por eso, Dulkancellin pronunció una sentencia de la que jamás se habría retractado de no ser porque yo, por primera y última vez, invoqué el derecho de la lluvia. ¡Y qué bien hecho estuvo!
Siguió Kush contando, pero el Halcón ya no la oía. La hembra jugaba entre las nubes y él rodeaba su juego en un círculo cada vez más estrecho. Después se rozaron las alas. Siguió Kush contando. Se encrespó el plumaje oscuro, y el plumaje plateado se cubrió de latidos. Cuando Kush dijo que la historia había llegado al final, Piukemán estaba mirando los ojos de su amada.
La pluma regresó al cofre y el cofre a su rincón. Era el momento de celebrar con alimentos el día transcurrido.
—¡Y tú, viejo loco, no te irás otra vez sin comer mi pan! —protestó Kush.
Con su risa de siempre, de cabra, Kupuka respondió que esa noche comería con ellos. Kuy-Kuyen pidió a Wilkilén que cantara a los niños una canción para el sueño mientras ella ayudaba a Kush con las tareas.
En poco tiempo, el cuero extendido en el piso se llenó de manjares. La comida llegó en una vasija humeante. Era un guiso espeso de papas y garbanzos. Más todo el pan de Kush para empaparlo en el jugo picante que pedía y pedía agua de maíz para la garganta. Después, tunas rojas y negras acompañadas con miel. Además, la alegría recobrada.
Ya todos habían terminado de comer. Pero no había terminado Kupuka, que continuaba con su cuidadoso trabajo de sumergir las tunas dentro de la vasija con miel, envolverlas en una rebanada de pan y comérselas de un bocado.
—Dinos, Kupuka —preguntó Cucub apenas su estómago le permitió hablar—. ¿Sólo el afán de escuchar una historia bien contada te trajo hasta aquí?
—No sólo eso.
—¿Por qué estoy temiendo escuchar algo desagradable? —dijo Vieja Kush.
—Porque lo escucharás —le respondió Kupuka—. He venido a decirles que muy pronto vendré para llevarme a Piukemán.
—Vienes y dices que otro se irá de casa.
Kush regresó a su tristeza.
—Lo siento, anciana. Pero si miras bien verás que esta ya no es la casa de Piukemán. Su verdadera casa será un nido que él mismo construirá.
—Un nido..., un nido —Piukemán extendió los brazos buscando aferrarse a Kupuka.
—No ahora, Piukemán —contestó el viejo—. Deberás tener un poco más de paciencia.
Vieja Kush cambió la tristeza por enojo. Apiló las vasijas con dureza. Y cuando hubo desocupado el cuero, lo frotó con un puñado de paja, de tal manera que parecía desquitarse con él más que limpiarlo. Durante su prolongado silencio fue acumulando palabras, palabras y palabras. Cuando ya no pudo mantenerlas dentro, las dijo unas tras otras sin respirar.
—Muy bien, esta es la casa de los que se van. Todos se van sin dar explicaciones pero ninguno vuelve. Primero tú, pequeño hombrecito, viniste por uno. Después vino la guerra de Misáianes y se llevó a otros dos. Ahora Kupuka, viejo loco y cien veces loco, viene y dice que se llevará a Piukemán. Muy bien, ahora yo exijo que salgan todos de esta habitación, ¡ya mismo! ¡Váyanse todos! ¡Déjenme sola con este viejo puro uñas y melena que llega cada tantos años con sus tristes novedades! Les digo que abandonen ahora mismo este lugar. Váyanse a dormir, y no quiero volver a verlos hasta el amanecer...
Las órdenes de Vieja Kush fueron obedecidas de inmediato y en silencio. Kupuka esperaba sonriente a que el enojo y la angustia se le cansaran. La anciana se apretó el pecho con ambas manos y volvió a sentarse. Cuando habló de nuevo, su voz era otra. Y su mirada, la más suave del mundo.
—Hace años te anuncié que tenía el alma cansada y que quería marcharme de esta tierra. Entonces, tú te enojaste mucho conmigo. Me tiraste de las trenzas, me llamaste astuta y algunas cosas más. Sin embargo voy a decírtelo de nuevo. Ya permanecí aquí demasiado tiempo, no puedo ver que alguien más se marche antes que yo. Ahora sí voy a irme, con tu permiso o sin él.
—Hoy no me enojaré contigo, hermana. Tienes mi permiso y mi bendición para dejar esta tierra. Ya hiciste demasiado —tras un silencio, Kupuka continuó—: ¿Crees que será pronto?
—Muy pronto. El corazón se me cansa a menudo, y cada vez creo que llega el momento.
—Tienes mi promesa: no vendré por Piukemán hasta que alguien me anuncie que te marchaste.
—Gracias.
El Brujo de la Tierra se levantó y recogió sus cosas.
—Parece que no volveremos a vernos, Vieja Kush —y ya estaba caminando hacia la puerta.
—Espera un momento —la anciana se acercó a despedirlo—. ¿Puedes decirme qué será de esta tierra nuestra?
—Será un poco más triste sin tus panes.
Los ancianos se abrazaron, y Kush habló desde el pecho de su hermano.
—No sé nada del sitio a donde voy, pero sé que extrañaré tu risa de cabra.
Kupuka abrió la puerta. Afuera, bajo el alero, lo esperaba un animal con cabellera. Kupuka montó a pelo. La lluvia caía sin pausa y el viento revolvía las sombras de bosque.
—Mira el sitio hacia donde marchamos nosotros —dijo Kupuka señalando la tormenta—, y no nos quejamos. Buena suerte, mi hermana.
Brujo con tambor de Brujo
Kupuka comenzó a andar despacio en dirección al bosque. Había visto a Vieja Kush por última vez. Y, sin embargo, no giró a mirar la casa de troncos. Era Brujo; sabía que las buenas almas siempre están adelante en el camino, y nunca detrás. Por lo demás, Kupuka comprendía muy bien a la anciana. También él estaba exhausto. Llevaba años sin dormir, y Misáianes continuaba casi intacto.
—¡Ea, Brujo! —se dijo Kupuka. Y apuró el paso de su animal... No fuera cosa que se le diera por ponerse a sentir pena de su destino.
Por entonces eran cinco los Brujos de la Tierra que habitaban en Los Confines: Kupuka, el tan antiguo que ningún viviente había visto nacer; Tres Rostros, hijo de una mujer-pez y un pescador de río; Welenkín de los ojos dorados; el Masticador, lleno de venenos; y en las montañas, agachado bajo el peso de la nubes, el Padrecito del Paso.
Eran cinco. Pero pronto un nuevo Brujo llegaría cruzando el cielo: el Brujo Halcón, que antes había sido criatura humana y se había llamado Piukemán. Kupuka partió para avisar a los demás que la venida de un nuevo hermano estaba próxima. Que todos ellos tendrían que reunirse para iniciarlo, y abandonarlo luego.
Kupuka acomodó el tambor a un costado de su cuerpo y comenzó a hacerlo hablar. Y es que el tambor de Kupuka contaba todas las cosas.
El Brujo anduvo a través del bosque montado a lomo de animal, anunciando al Halcón. Seguramente, sus hermanos iban a escucharlo, y luego repetirían el mensaje. “¿Dónde estarán?”, se preguntó Kupuka. Envueltos en caparazones ajenos, durmiendo en las madrigueras frescas, corriendo con los animales, bebiendo con los hombres... “¿Cuál de ellos me escuchará primero?”
—De seguro será Tres Rostros —dijo Kupuka.
Varios días y noches anduvo Kupuka metido en lo espeso del bosque repitendo la misma noticia con idénticos movimientos de sus manos sobre el cuero tensado del tambor. Empapado de lluvia torrencial, sucio y atroz, con los ojos agrietados, Kupuka era ya indistinguible de un espectro del bosque.
Mientras andaba Kupuka se puso a recordar el tiempo en el que Piukemán había recibido el castigo que lo transformó para siempre. De niño en pájaro, de pájaro en Brujo.
Kupuka recordó en voz alta. Lo hizo como un modo de obligarse a aceptar que seguía vivo. Y que aquel bosque oscuro no era su tumba. Sabía que era peligroso quedarse callado bajo la lluvia. Si lo hacía, podría transformarse en charco, luego la tierra lo absorbería para ponerlo a descansar. Pero eso no era posible porque Misáianes seguía intacto.
El Brujo de la Tierra recordó pasados para no olvidar el día presente.
—Piukemán era un dulce niño, curioso como su madre. ¿Lo recuerdas, bosque?
—Ya una vez había violentado los tabúes sagrados —respondió el ciprés—. Fue cuando, acompañado por la pequeña Wilkilén, trapuso la Puerta de la Lechuza.
—Estaba yo realizando un ritual de conocimiento, y los dos niños se asomaron a lo prohibido —continuó Kupuka.
—Recuerdo el terrible susto que les diste para que escarmentaran —dijo la raíz.
—¿Fueron hormigas o arañas las que eché sobre sus piernas? Ya no lo recuerdo. ¿Tú lo recuerdas, escarabajo?
El escarabajo conocía bien la historia.
—Pero ni aun así, Piukemán escarmentó. Y poco después volvió a transgredir las prohibiciones. Sólo que esta vez el castigo fue terminante.
—Estaba yo recorriendo de punta a punta Los Confines, reuniendo a todos los guerreros para marchar a la Comarca Aislada. Para eso llegué hasta la casa de Vieja Kush, para buscar a los hijos varones de Dulkancellin. La familia salió a recibirme. Todos, menos Piukemán. Le pregunté a Kush por él. ¿Recuerdas lo que ella hizo, hongo blanco? Pues yo lo recuerdo con claridad. La anciana me tomó de la mano y me condujo a la habitación vecina. Allí estaba Piukemán, acurrucado junto al fuego y golpeándose con fuerza los ojos. Supe enseguida que se trataba del tormento del Halcón Ahijador. Era claro que el muchacho había seguido el vuelo de los halcones que marchaban hacia la reunión secreta. ¿Habrá alcanzado a ver algo del gran desafío en el que los machos jóvenes disputan la sucesión? Creo que jamás se lo pregunté. ¿Tú se lo preguntaste, hoja de menta? No supe, ni sé, lo que Piukemán vió entonces. Pero sabemos que fue descubierto y castigado como castiga el Ahijador a todo el que intenta presenciar su ceremonia. A partir de ese día..., ¡ay, arroyo que me escuchas! A partir de aquel día, con sus ojos abiertos o cerrados, el niño estaba condenado a ver igual que el ave: el mundo desde arriba, los ojos de la hembra, las vísceras de la paloma que estaba devorando.
Kupuka alzó la cabeza y abrió grande la boca para beber lluvia. Luego volvió a recordar:
—Apenas me reconoció, Piukemán se aferró a mi viejo cuerpo y me pidió ayuda. ¡Es seguro que recuerdas eso, huevo de serpiente! También recordarás que, con mucho dolor, tuve que decirle que nadie podía ayudarlo. Y que él debería elegir entre morir pronto, o hacerse pájaro.
Mientras Kupuka recorría los senderos del bosque, contando una historia a golpes de tambor, Tres Rostros jugaba en un río.
Tres Rostros, el Brujo que sabía sobre las cosas del agua, venía río abajo metido adentro de un remolino. Porque a Tres Rostros le gustaba jugar cuando tenía alguna pena. El río era torrentoso y tenía un gran caída. Luego, un poco más adelante, se alzaba un enorme peñasco que abría en dos la corriente. Casi siempre el juego terminaba cuando el Brujo y su remolino se deshacían contra él. Para alegría de Tres Rostros ocurrió lo esperado: el remolino, que venía de resistir un desbarrancamiento del río, golpeó contra la gran roca. Gotas de agua y gotas de Brujo salieron despedidas por el aire. Las gotas de agua volvieron al agua. Las gotas de Brujo se reunieron en la orilla, boca arriba y riéndose.
A Tres Rostros le divertía ese juego y le hacía olvidar las tristezas. Pero como ya estaba de nuevo en la orilla, las cosas que enturbiaban su corazón se hicieron presentes.
Las corrientes marítimas que llegaban desde el norte del mundo traían noticias inquietantes. Decían que muchas mujeres-peces estaban desapareciendo sin dejar señales. Y que nadie volvía a verlas. “¿Qué ocurre con ellas?”, se preguntó Tres Rostros. Él era hijo de una mujer-pez que se había enamorado de un pescador de río. El Brujo pensó que, tal vez, también ellas estaban enamoradas. Y desaparecían por seguir a su amor.
Todavía Tres Rostros estaba acostado en la orilla cuando escuchó el rebote del tambor de Kupuka. Se irguió y prestó atención. Estuvo escuchando hasta que comprendió por completo lo que el hermano Kupuka anunciaba: un nuevo Brujo estaba próximo a llegar. Y ellos deberían reunirse a celebrarlo.
Tres Rostros tomó la caracola que llevaba colgada del cuello, se puso a ras del agua y comenzó a soplar la novedad que acababa de oír. El agua llevaría lejos el mensaje. ¿Cuál de los Brujos de la Tierra lo escucharía?
—Seguramente será Welenkín —dijo Tres Rostros.
Welenkín tenía la belleza como primera virtud. Sin embargo, la belleza no era suya sino de la Creación. Welenkín estaba hecho con la belleza de todas las cosas. Y si había visto mil amaneceres en el mar, entonces tenía en su cuerpo la belleza de mil amaneceres.
Welenkín pasaba en las islas de los lulus la mayor parte de su tiempo. Aquel día ellos se habían reunido en la playa para recordar la matanza del barranco. Un poco alejado, el Brujo permanecía inmóvil presenciando la ceremonia.
Se trataba de una danza ritual que el pueblo de los lulus había llevado a cabo por vez primera al recibir el anuncio de la masacre, y que luego se repitió cada tres ciclos lunares.
Un lulu viejo, lulu de cola blanca, avanzó hasta el centro de un círculo trazado en la arena. Una vez allí, sacó la Piedra Alba que ocultaba en su barba lacia. Así recordaban el modo en que la Piedra había sido transportada por otro lulu anciano, muchos años atrás, camino al concilio de Beleram. Apenas la Piedra Alba fue depositada en el suelo, las hembras comenzaron a restregar las pezuñas. Esa era la música, monótona y seca, que iba a acompañar la danza.
Entonces llegaron los lulus de cola amarilla. Avanzaban con saltos zigzagueantes y hacían viborear sus colas luminosas; tal como una lejana noche Dulkancellin los había soñado. Saludaron a la Piedra Alba. Luego se acercaron hasta unos cuencos repletos con agua limpia que bebieron hasta la última gota para conjurar el agua envenenada que había asesinado a otros de su pueblo.
Finalmente se sumaron los lulus de cola roja. Últimos que bailaron alrededor de sus colas...
Los lulus ancianos permanecían sentados, con sus vientres apoyados en la arena y las patas traseras recogidas. Tenían sus cuellos muy estirados. Sus caras de piel gruesa se arrugaron más de lo propio cuando los colas blancas comenzaron a decir en su idioma de soplidos y siseos.
—Un gran ejército de nuestro pueblo partió a enfrentar al que venía a despedazarnos —ellos siseaban y Welenkín entendía—. En el camino encontraron a dos que iban con rumbo al concilio. Dulkancellin y Cucub eran sus nombres. Nombres que recordamos con desprecio...
Al mismo tiempo, dos siluetas humanas contorneadas con rocas y caracoles fueron destruidas.
—Nuestro ejército siguió viaje con la esperanza de encontrar aliados entre los Pastores del Desierto, sin saber que allí los esperaba el horror pleno. Los Pastores del Desierto, sean malditos en todas sus generaciones, habían pactado con el Odio Eterno.
Creció la música de las pezuñas. Los lulus tensaron sus colas como lanzas al cielo. Y luego comenzaron a trazar figuras en el aire; figuras con ruido de látigo y forma de barroco.
Sólo Welenkín, el mar y el cielo contemplaban aquella ceremonia furiosa. Los lulus se reunieron en el momento de la maldición.
—Los Pastores del Desierto, ¡vean morir mil veces a sus hijos!, aplacaron la sed de los nuestros con agua venenosa. Así, los mejores del pueblo de los lulus quedaron tendidos en el fondo de un barranco hirviente...
Welenkín escuchó algo por sobre el soplido de los lulus. El agua del mar llegaba a la orilla con un mensaje. Welenkín se levantó. Y se apartó del lugar sin ningun