Dedico esta novela a Dolly y Natalia, mis dos madres.
La dedicación severa, competente y también afectuosa de Antonio Santa Ana, Sandra Antoniazzi y Fernando Cittadini tiene mucho que ver con el resultado final de mi trabajo. Sus conceptos talentosos, expresados a tiempo, resultaron aportes invalorables sin los cuales esta novela no hubiese sido posible.
Gracias a los tres.
El tiempo no tiene una sino muchas ruedas. Una rueda para las criaturas de corazón lento, y otra para las de corazón apresurado. Ruedas para las criaturas que envejecen lentamente, ruedas para las que se hacen viejas con el día.
Digo esto porque habrá quienes quieran saber cuánto tiempo transcurrió desde que los husihuilkes regresaron a Los Confines, después de la guerra contra los sideresios, hasta el día en que Kuy-Kuyen se irritó por la torpeza con que Wilkilén desgranaba el maíz.
Si me preguntan esto deberé responder que los hombres contaron cinco cosechas, el tiempo de ver crecer a un niño. Pero deberé agregar que las luciérnagas contaron cientos y cientos de generaciones muertas, un tiempo perdido en sus memorias. Y que para la montaña transcurrió apenas un instante.
Dice el que cuenta que Misáianes, hijo de la Muerte, dispone de más tiempo que una montaña.
Digo lo que es verdad. La rueda de Misáianes gira muy lentamente, como pausado late su corazón.
Sucedió que, después de zarpar la flota que partía a conquistar las Tierras Fértiles, Misáianes quiso dormitar un momento. Bostezó un gran viento a favor de las velas de sus naves, y se acomodó en el hueco de su monte.
Pero Misáianes apenas había alcanzado el sueño cuando el dormir se le pobló de presagios, de náuseas y de advertencias que lo obligaron a abrir los ojos. Frente a él había una comitiva de parientes asustados, que retrocedieron al verlo despertar. Ninguno de ellos quería ser el pregonero del fracaso. Ninguno quería anunciarle la derrota.
No había, entre todos, quien se atreviera a decirle que Drimus se había quedado en las Tierras Fértiles, con al-gunos hombres y sus perros. Y que Leogrós había hecho el viaje de regreso para enfrentar su castigo.
Misáianes tuvo que increparlos para que balbucearan la desgracia. Cuando escuchó y comprendió lo que había sucedido, el Odio Eterno se revolvió en su nicho de roca hasta abrirse la carne.
Mientras esto ocurría, los husihuilkes volvieron a abrir surcos, pusieron semillas y levantaron una cosecha. La primera después del final de la guerra.
Luego Misáianes rugió. Todos en sus dominios se prot