Estudio en escarlata (edición conmemorativa)

Arthur Conan Doyle

Fragmento

1

EL SEÑOR SHERLOCK HOLMES

El año 1878 me doctoré en medicina en la Universidad de

Londres y me trasladé a Netley con el fin de asistir al curso obligatorio para cirujanos del ejército Al terminar mis estu­ dios allí, fui destinado al 5 ° de Fusileros de Northumberland como cirujano auxiliar Por aquel entonces el regimiento esta­ ba destacado en la India, y, antes de que yo pudiera incorpo­ rarme, estalló la segunda guerra de Afganistán Al desembar­ car en Bombay, me enteré de que mi unidad había cruzado la frontera y se había adentrado ya en territorio enemigo Sin embargo, seguí viaje, con otros muchos oficiales que se en­ contraban en la misma situación, y conseguí llegar sano y sal­ vo a Candar, donde encontré a mi regimiento y me incorporé en el acto a mi nuevo puesto

La campaña proporcionó honores y ascensos a muchos, pero a mí solo me trajo desdichas y calamidades Me separaron de mi brigada y me destinaron al regimiento Berkshire, con el que participé en la desastrosa batalla de Maiwand Allí fui he­ rido en el hombro por una bala jezail, que me destrozó el hue­ so y me rozó la arteria subclavia Habría caído en manos de los asesinos gazis a no ser por la lealtad y el valor de que dio mues­ tras Murray, mi ordenanza, que me tendió sobre un caballo de carga y logró llevarme a salvo hasta las líneas británicas

Consumido por el dolor y debilitado por las prolongadas penalidades, me trasladaron, en un gran convoy de heridos, al hospital de la base Peshawur Allí me restablecí, y, cuando ya podía pasear por las salas e incluso tomar un poco el sol en la veranda, caí enfermo de tifus, ese flagelo de nuestras posesio­ nes de la India Durante meses me debatí entre la vida y la muerte, y, cuando por fin reaccioné e inicié la convalecencia, estaba tan débil y extenuado que un consejo médico dictami­ nó que se me enviara de regreso a Inglaterra sin perder un solo día Por consiguiente, me embarcaron en el transporte militar Orontes, y un mes más tarde tomaba tierra en el muelle de Portsmouth, con la salud irremediablemente dañada, pero con un permiso del paternal gobierno para intentar recuperar­ la en los siguientes nueve meses

Yo no tenía parientes ni amigos en Inglaterra, y era por lo tanto libre como el aire, o todo lo libre que se puede ser con una asignación diaria de once chelines y seis peniques En ta­ les circunstancias me dirigí, como es lógico, a Londres, gran sumidero al que son arrastrados inevitablemente todos los ha­ raganes y desocupados del Imperio Durante un tiempo me alojé en un buen hotel del Strand, y llevé una existencia incó­ moda y sin sentido, gastando el dinero de que disponía con mu­ cha mayor liberalidad de lo que podía permitirme El estado de mis finanzas llegó a ser tan alarmante que pronto comprendí que, o abandonaba la metrópoli y me iba a languidecer al cam­ po, o tenía que cambiar por completo mi estilo de vida Elegi­ da la segunda alternativa, mi primera decisión fue abandonar el hotel e instalar mis cuarteles en un alojamiento menos pre­ tencioso y menos caro

El mismo día que llegué a esta conclusión, estaba en el Cri­ terion Bar, cuando alguien me dio un golpecito en el hombro y, al volverme, reconocí al joven Stamford, otrora mi ayu­ dante en el hospital Ver un rostro amigo en el inmenso pára­ mo de Londres es un verdadero placer para un hombre soli­ tario En el pasado no habíamos sido especialmente amigos, pero ahora lo acogí con entusiasmo, y él, por su parte, pareció encantado de verme Llevado de mi arrebato de alegría, le in­ vité a almorzar en el Holborn, y hacia allí nos dirigimos en un coche —¿Qué ha sido de su vida, Watson? —me preguntó, sin ocultar su asombro, mientras traqueteábamos por las concu­ rridas calles de Londres— Está tan delgado como un fideo y tan moreno como una nuez

Le hice un breve resumen de mis aventuras, y apenas había terminado cuando llegamos a nuestro destino —¡Pobre amigo! —me dijo él en tono compasivo, tras es­ cuchar mis desdichas— ¿Y qué hace ahora?

—Busco alojamiento —respondí— Intento resolver el pro­ blema de conseguir habitaciones confortables a un precio ra­ zonable —Qué curioso —observó mi acompañante— Es usted la segunda persona que me habla hoy en estos términos —¿Y quién ha sido la primera? —pregunté
—Un colega que trabaja en el laboratorio químico del hos­ pital Se lamentaba esta mañana de no encontrar a nadie con quien compartir unas bonitas habitaciones que había encon­ trado, y que eran demasiado caras para su bolsillo —¡Por Júpiter! —grité— ¡Si está buscando de verdad a al­ guien con quien compartir las habitaciones y los gastos, yo soy su hombre! Prefiero tener un compañero a vivir solo

El joven Stamford me miró de un modo raro por encima de su vaso de vino —Usted no conoce todavía a Sherlock Holmes —dijo— Tal vez no le guste tenerlo constantemente de compañero —¿Por qué? ¿Qué tiene de malo?
—¡Oh, yo no he dicho que tenga nada malo! Alimenta ideas un poco raras, le entusiasman determinadas ramas de la ciencia Pero, que yo sepa, es un tipo decente —Estudia medicina, supongo
—No No tengo la menor idea de lo que pretende hacer Creo que domina la anatomía, y es un químico de primera, pero, que yo sepa, nunca ha seguido cursos sistemáticos de medicina Sus estudios son poco metódicos y muy excéntri­ cos, pero ha acumulado gran cantidad de conocimientos insó­ litos que asombrarían a sus profesores —¿No le ha preguntado usted nunca a qué piensa dedi­ carse?

—No, no es hombre que se deje llevar fácilmente a confi­ dencias, aunque puede mostrarse comunicativo cuando le da por ahí —Me gustaría conocerlo —dije— Si he de compartir alo­ jamiento, prefiero a un hombre estudioso y de costumbres tranquilas No estoy lo bastante fuerte todavía para soportar mucho ruido y barullo Tuve bastante de ambas cosas en Afga­ nistán para lo que me resta de vida ¿Cómo podría conocer a ese amigo suyo?

—Seguro que está en el laboratorio —respondió mi com­ pañero— A veces pasa semanas sin asomarse por allí, y otras veces trabaja allí desde la mañana hasta la noche Si usted quie­ re, podemos ir en coche después del almuerzo —Claro que sí —contesté

Y la conversación tomó otros derroteros

Mientras nos dirigíamos al hospital tras abandonar el Hol­ born, Stamford me informó de otras peculiaridades del caba­ llero con quien me proponía yo compartir alojamiento —No me eche a mí la culpa si no se llevan bien —me dijo— Solo sé de él lo que he averiguado en nuestros esporádicos encuentros en el laboratorio Ha sido usted quien ha propues­ to este arreglo, de modo que no me haga responsable —Si no nos llevamos bien, será fácil separarnos —respon­ dí— Pero me parece, Stamford —añadí, mirándole fijamen­ te—, que debe tener usted alguna razón concreta para lavarse las manos en este asunto ¿Tan insoportable es ese individuo? Hable sin rodeos —No es fácil explicar lo inexplicable —respondió, rien­ do— Holmes es un poco demasiado científico para mi gus­ to Raya en la falta de humanidad Puedo imaginarlo ofre­ ciéndole a un amigo una pizca del más reciente alcaloide vege­ tal, no por malevolencia, entiéndame, sino simplemente por­ que su espíritu curioso quiere formarse un idea clara de sus efectos Para hacerle justicia, creo que ingeriría él mismo la droga con idéntica tranquilidad Parece sentir pasión por los conocimientos concretos y exactos —Lo cual está muy bien
—Sí, pero puede alcanzar extremos excesivos Si llega has­ ta el punto de golpear con un palo los cadáveres de la sala de disección, toma

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