Argentina. Crisis imperial e independencia (Tomo 1)

Jorge Gelman

Fragmento

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Los cambios políticos ocurridos en el Río de la Plata entre 1808 y 1830 se explican, en gran parte, a la luz de los acontecimientos desatados por la crisis de la monarquía española. Una crisis a escala imperial que estuvo precedida en el territorio rioplatense por importantes mutaciones. La aplicación de las reformas borbónicas implicó la creación del virreinato del Río de la Plata en 1776 con capital en Buenos Aires, la instauración de nuevas autoridades y cuerpos —el virrey con su corte, la Audiencia y el Consulado de Buenos Aires, entre otros— y la redefinición jurisdiccional del territorio con la creación del sistema de intendencias. A estas innovaciones institucionales, que tendían deliberadamente a reforzar la soberanía del monarca, le sucedieron transformaciones políticas significativas al sufrir la capital virreinal el impacto de dos invasiones inglesas.

Pero fue con la ocupación napoleónica en la Península cuando los hechos se precipitaron y el imperio español, en crisis desde el siglo XVIII, entró en su definitiva disgregación. La abdicación de los reyes de España en 1808 dejó el trono vacante y produjo una situación inédita de difícil resolución en el plano jurídico. En mayo de 1810, el arribo de las noticias sobre el avance francés en Andalucía y la disolución de la Junta Central abrieron una nueva etapa en el Río de la Plata, marcada por la formación de un gobierno autónomo —luego declarado independiente en 1816— y por la guerra contra los frentes realistas.

El proceso revolucionario rioplatense iniciado en 1810 presenta peculiaridades pero también rasgos comunes con el resto de Hispanoamérica. Entre los rasgos comunes se destaca el problema de la soberanía. La crisis de la monarquía dejaba como herencia el dilema de quién o quiénes eran los herederos legítimos del rey. La invocación del principio de la soberanía popular no resolvía todos los problemas, puesto que una de las mayores dificultades con las que se enfrentaron los grupos criollos en esos años fue la de definir si esa soberanía residía en un sujeto único e indivisible —la nación o el pueblo (en singular)— o en «los pueblos» con derecho al autogobierno. Toda Hispanoamérica vivió conflictos en torno a la irresolución del problema de la soberanía, y en el Río de la Plata las disputas fueron particularmente virulentas. Entre 1810 y 1820, el poder central nacido de la revolución no sólo debió enfrentar la guerra de independencia sino que además sufrió los embates de quienes reclamaban para sus regiones mayor autonomía. Embates que en 1820 dieron por tierra con las autoridades centrales para dejar paso a un proceso de fragmentación política sin precedentes.

No obstante, la tradicionalmente llamada «anarquía de 1820» constituyó a su vez el punto de partida para nuevos ordenamientos estatales a nivel provincial. En este sentido, y en el momento en que las ciudades se hallaron en proceso de consolidarse como Estados autónomos, se hizo más evidente el efecto perdurable de la crisis hispánica en relación a la centralidad que tuvo el protagonismo de los pueblos en Hispanoamérica después de 1808, al mismo tiempo que se buscaban nuevas alternativas de organización política. Es decir, la crisis no provocó la disgregación de una nación preexistente, sino que inauguró, aunque en forma desigual, el proceso de consolidación de «provincias» independientes, que se acompañó con la elaboración de Constituciones, reglamentos y leyes fundamentales propias.

Bajo este impulso, Buenos Aires plasmó entre 1821 y 1824 un conjunto de reformas encaminadas a modernizar la estructura político-administrativa heredada y a encauzar a la sociedad en la práctica de los nuevos valores promovidos por la revolución. El eje de estas reformas fue la implementación de un nuevo régimen representativo que reunía a la ciudad y la campaña, y que instauraba a la opinión pública como principio de legitimación del gobierno. Pero cuando desde Buenos Aires se impulsó la reunión de un nuevo Congreso Constituyente, las divisiones entre los pueblos reaparecieron, conduciendo al fracaso del último intento del periodo posrevolucionario de organizar constitucionalmente a las provincias bajo un gobierno general.

 

 

De las invasiones inglesas a la crisis de la monarquía (1806-1810)

 

En 1808, cuando la noticia de las abdicaciones de los reyes de España arribó al Río de la Plata, el ambiente político se encontraba bastante convulso. Las autoridades del virreinato habían sufrido dos invasiones británicas, ocurridas en 1806 y 1807 respectivamente. Si bien ambas incursiones habían sido repelidas luego de una corta ocupación, sus efectos fueron disruptivos para el orden político colonial. La rápida conquista de la capital virreinal en la primera expedición dejaba al desnudo la debilidad de las autoridades coloniales para defender sus dominios en América. Aunque las tropas españolas y las milicias urbanas intentaron improvisar la defensa en 1806, las fuerzas británicas pudieron avanzar sin mayores resistencias. Por otro lado, la actitud asumida por las autoridades, una vez tomada la plaza porteña, se revelaba, cuando menos, ambigua. El general William Beresford, que junto al comandante Home Popham dirigió la primera expedición, exigió el juramento de fidelidad a la nueva soberanía británica tanto a las autoridades civiles como a los principales vecinos y comerciantes de la ciudad. El acto de juramento realizado en el fuerte causó desconcierto y cierta indignación entre muchos pobladores. La fidelidad al rey español seguía siendo un valor demasiado capital para los vasallos que habitaban el rincón más austral del imperio como para aceptar repentinamente un cambio de esa naturaleza.

Mientras la confusión reinaba, en aquellos días de julio de 1806, el virrey marqués de Sobremonte se retiraba hacia Córdoba —antes de que se produjera la capitulación de Buenos Aires— con el propósito de organizar la defensa y proteger las Cajas Reales. Pero los caudales debió entregarlos a los nuevos ocupantes de la capital —por expreso pedido del Cabildo de Buenos Aires—, según estipulaba la capitulación. Frente a la pasividad de las autoridades, algunos personajes locales decidieron organizar milicias voluntarias que, un mes y medio más tarde, obligaron a las fuerzas británicas a capitular. Los encargados de organizar las improvisadas tropas de la reconquista fueron el capitán de navío Santiago de Liniers, francés de origen pero al servicio de la Corona de España, Juan Martín de Pueyrredón y el alcalde del cabildo, Martín de Alzaga.

El triunfo de las fuerzas milicianas sobre los ingleses no escondió la indignación hacia la máxima autoridad virreinal, acusada de haber abandonado a su suerte a la ciudad capital. La agitación popular frente a lo ocurrido s

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