Tiempos rojos

Hernán Camarero

Fragmento

Introducción

Hace cien años, a mediados de marzo de 1917, la ciudad de Buenos Aires se preparaba para el fin de un verano convulso. En los barrios quedaban atrás los ecos de las picarescas murgas de Carnaval, y la actividad laboral y educativa estaba en plena reactivación. Los grandes diarios ofrecían el balance de los cinco meses transcurridos desde la asunción del nuevo gobierno, presidido por Hipólito Yrigoyen. La Argentina estaba fraguando un cambio político de cierta envergadura: el líder de la Unión Cívica Radical, una particular y masiva fuerza partidaria que pretendía asumir la gestión del Estado perfilándose como una suerte de alternativa burguesa democrática y de base popular, había puesto fin a tres décadas de régimen conservador. El nuevo presidente buscaba ampliar las bases de sustento de su administración con el diseño de un estilo diferente de gestión, de carácter más “plebeyo” y paternalista, cercano a los sectores medios y tratando de vincularse con la clase obrera. El mundo agroexportador, base de la estructura económica del país, crujía desde 1913, tras el impacto de los conflictos armados que anticiparon la Primera Guerra Mundial y afectaron el funcionamiento del sistema capitalista internacional. Una profunda recesión se había extendido a partir de entonces en el que era presentado aún como el promisorio país del trigo y de la carne.

Hacia 1916-1917, el quebranto de la producción, el comercio y el consumo se había mitigado en parte, pero los obreros y otros sectores populares todavía padecían los efectos de los años anteriores, con la merma de sus ingresos. Apenas instalado en la Casa Rosada, Yrigoyen conoció el desarrollo de importantes huelgas. Las primeras fueron de los ferroviarios y de los marítimos, que alzaron sus reivindicaciones contra las grandes compañías pertenecientes o ligadas al capital extranjero y la gran burguesía terrateniente, el verdadero poder informal y apenas semioculto de la República, el mismo que controlaba directa o indirectamente a la “gran prensa”. Para el final de ese verano, el presidente y sus funcionarios habían arbitrado o intervenido en las luchas de varios gremios que multiplicaban sus demandas, canalizadas por socialistas, anarquistas y sindicalistas revolucionarios.

Las informaciones internacionales solían ocupar un lugar de importancia en los medios de comunicación de Buenos Aires, especialmente desde el comienzo de la Gran Guerra. Era la primera contienda bélica en Europa con la intervención de muchos países en un siglo, luego de la derrota napoleónica. Desde su inicio en agosto de 1914 y hasta su finalización en noviembre de 1918, el enfrentamiento envolvió fronteras cada vez más vastas y provocó masacres inimaginables hasta ese momento. Se convirtió en una experiencia destructiva como jamás había conocido la humanidad, y dejó como resultado decenas de millones de muertos, mutilados, heridos, prisioneros, desplazados y emigrados. Esos eventos afectaban a la Argentina, tanto por las serias dificultades que imponían al comercio como por el desafío que representaban para el gobierno, obligado a fijar una posición diplomática, y por el impacto que significaban en una sociedad con importantes minorías inmigrantes pertenecientes a los distintos bandos del conflicto. La presidencia de Yrigoyen mantuvo la neutralidad de la Argentina, que venía desde el anterior régimen conservador, pero el país experimentó un agudo debate. Hubo grandes manifestaciones de partidarios de continuar con la política de no intervención y otras de quienes propiciaban la ruptura de relaciones con los imperios alemán y austrohúngaro e incluso la declaración de guerra, dentro del bloque de países aliados conducidos por Francia e Inglaterra.

Buenos Aires era una ciudad cosmopolita, capital de un país con una economía abierta al mercado y al flujo de inversiones internacionales. Tenía la impronta de una Babilonia moderna: cerca de la mitad de la población era extranjera, y se hablaba en las más diversas lenguas. Aunque sin alcanzar las mismas dimensiones, ese perfil se repetía en otros centros urbanos del país, como Rosario, Avellaneda, La Plata o Bahía Blanca. El deseo de interiorizarse y los intercambios de opiniones sobre asuntos internacionales, y específicamente sobre la guerra, estaban presentes en la prensa, en los ámbitos de la clase política y en el mundo intelectual y cultural. Desde luego, se procesaban de un modo muy distinto según se tratara de la clase dominante o del movimiento obrero.

Sin embargo, en esos días de 1917 las noticias internacionales de los grandes diarios argentinos debieron compartir el espacio dedicado a la guerra con otro evento proveniente de un país muy lejano: Rusia. Estaban ocurriendo acontecimientos extraordinarios en la capital del viejo Imperio, San Petersburgo, desde 1914 renombrada como Petrogrado. Fundada por Pedro el Grande en el siglo XVIII para dar cuenta de la omnipotencia de la autocracia zarista, en la ciudad se destacaba el Palacio de Invierno, residencia oficial de los zares y lugar desde donde se decidían los destinos de Rusia. Era una de las sedes de poder más emblemáticas del mundo, enclavada a orillas del río Nevá, en el corazón de la gran urbe. Como un símbolo más de la autoridad, en una pequeña isla ubicada justo frente a ese edificio se encontraba la Fortaleza de Pedro y Pablo, la prisión donde eran recluidos los opositores a la monarquía.

En ese escenario se produjo un dramático cambio histórico: la irrupción de masas de obreros, soldados y heterogéneas capas populares que se movilizaban con las mujeres a la vanguardia. El pronunciamiento era en contra de la guerra, las penurias económicas y la opresión. Se trataba de una revolución, de mucha mayor escala que la ocurrida en 1905, cuando la monarquía vio amenazado su dominio pero logró asegurar su régimen. Esta vez el movimiento triunfaba en pocos días, entre fines de febrero y comienzos de marzo, según el calendario usado en Rusia.1 El palacio cambiaba de manos: Nicolás II era derrocado y reemplazado por un gobierno provisional en manos de los políticos de la burguesía. Era la clase que había postergado por décadas la adopción de un curso liberal o republicano en Rusia, acorde con los principios de una ausente revolución democrática, y que ahora se veía arrastrada ante la sublevación popular.

Como en muchos otros países, en la Argentina se comprendió con rapidez la importancia de los hechos que los diarios difundieron. Prácticamente todos los órganos de prensa editados en Buenos Aires y otras grandes ciudades del país el 16 de marzo de 1917 (3 de marzo según el calendario ruso) dedicaron sus tapas o algunas de sus principales páginas interiores a cubrir el inicio de la Revolución rusa. La Nación tituló: “Estallido de una revolución en el imperio de los zares”. Informaba que la revuelta estaba liderada por “elementos parlamentarios”, quienes desde la asamblea nacional (Duma) estaban constituyendo un nuevo gobierno, en manos de los políticos liberal-conservadores liderados por Mijaíl Rodzianko. Mostraba su júbilo por el cambio, pues lo evaluaba consistente con un rechazo de las fuerzas germanófilas y con un compromiso ahora más firme de Rusia en la guerra, en alianza con

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