Primavera sangrienta

Marcelo Larraquy

Fragmento

INTRODUCCIÓN

Este libro prenuncia la década del setenta.

Trabaja sobre un lapso breve, entre 1970 y 1973, cuando se define un estado de situaciones que serán recurrentes en los años siguientes.

Es un tiempo histórico en el que la posibilidad de hacer política, de promover una transformación social, una alternativa real para tomar el poder, tenía la violencia como condición inherente.

La violencia no fue la tormenta que emergió sobre un cielo azul. Ya estaba instalada en la Argentina. El autoritarismo militar, basado en el supuesto de que las Fuerzas Armadas debían operar sobre la cúspide del sistema político y guiar el destino del país por encima de la Constitución, generó un trasfondo de violencia que a su vez fue fortaleciendo el imaginario revolucionario.

La idea de revolución tenía horizontes diferentes para los grupos armados que la sustentaban. Para algunos, el regreso de Perón al país era el tránsito hacia un socialismo todavía no delineado; para otros, el modelo vietnamita y cubano superaba los límites del peronismo para la liberación de la clase obrera. Aun con objetivos, tácticas y estrategias diferenciadas, desde distintas organizaciones enfrentaron la dictadura militar que gobernaba el país.

Las Fuerzas Armadas no se habían llamado a sosiego. Entendían que las fronteras eran ideológicas y el enemigo era interno, en el marco global de la Guerra Fría.

Incluso antes de que la idea de la revolución, en la segunda parte del siglo XX, alimentara los sueños de la militancia política y/o armada, las Fuerzas Armadas ya estudiaban cómo eliminarla. La confesión basada en las torturas a sus militantes y la desaparición forzada de personas fueron los instrumentos para desarticular las organizaciones armadas. La desaparición del cuerpo impedía el conocimiento del hecho y protegía a sus ejecutores. En esta época se produjo en casos aislados. Luego, la técnica se perfeccionaría y se convertiría en una metodología del terrorismo de Estado.

A menudo se sostiene que la democracia no era un valor en la década de 1970. Es cierto. La democracia, entendida como democracia liberal, no estaba en la mente de ninguno o casi ninguno de los actores que atraviesan este libro. Ni siquiera de la sociedad. Desde el golpe de Estado de 1930, votar a un presidente en forma libre y sin proscripciones era un ejercicio que apenas había sido conocido dos veces en más de cuatro décadas.

El tercer acto electoral sería el 25 de mayo de 1973. Y como en las dos oportunidades anteriores, volvería a vencer el peronismo. Ese día, con la multitud en las calles, parecía un día feliz como ningún otro. La consumación de una utopía. Una realización luminosa. Una primavera. Por la noche, la movilización popular arrancó a los presos políticos de las cárceles.

Pero la primavera quedaría desteñida, con la sangre hasta el cuello. Este libro intenta recoger el sentido de esa experiencia.

MARCELO LARRAQUY

Capítulo 1

Secuestro y crimen del general Aramburu. La Calera revela la identidad de Montoneros. Emilio Maza, el primer caído. Clandestinidad, fuga y muerte de Fernando Abal Medina. Perón: el aval implícito.

Con Aramburu estaba muy tranquilo en el secuestro, pero no tenía puta idea de lo que pasaría después.

IGNACIO VÉLEZ CARRERAS,

Grupo fundador de Montoneros, “Los Sabinos”

Se trataba de producir un hecho detonante, que partiera de la conciencia peronista y combativa de las masas, que de por sí fuera la definición contundente que bastara por sí para identificarnos como tales. Un hecho que, a la vez elevaría a nivel violento, la contradicción peronismo-antiperonismo, por donde pasaba la contradicción principal de la sociedad argentina. Un hecho, además, de justicia que era ansiado por el peronismo desde 1955 y que, consumado, quitaría al régimen una “carta de recambio”, a jugarse —llegado el momento— para inaugurar una nueva etapa de seudo-legalidad.

[“Documento verde”, Montoneros, julio de 1972.]

El 29 de mayo de 1970, poco antes de las nueve de la mañana, el general Pedro Eugenio Aramburu estaba en su dormitorio cuando Emilio Maza y Fernando Abal Medina ingresaron el Peugeot 504 blanco en el garage de Montevideo 1037, estacionado hacia la calle. Le prometieron al empleado que saldrían en pocos minutos. Cuatro miembros de Montoneros merodeaban la vereda de enfrente, con distintas coberturas, para controlar los movimientos de calle. Carlos Gustavo Ramus estaba al volante de una camioneta pickup IKA-Renault; Mario Firmenich, con uniforme de policía, autorizaba su detención momentánea; Carlos Maguid, vestido de sacerdote, estaba próximo al ingreso del Colegio Champagnat, de la orden de los Hermanos Maristas, justo enfrente del edificio donde vivía Aramburu. Norma Arrostito, con una peluca rubia, caminaba por la vereda. Todos estaban armados.

En esa época era muy meticuloso. Era reconocido por eso. Estaba el operativo en los planos y lo analizaba durante dos horas. Y a mí me quedó la sensación de que era complicado. Éramos una orga que no tenía experiencia en este tipo de cosas. Salió bien, pero en la previa me parecía complicado. Yo estudiaba abogacía y tenía un kiosco en Córdoba Capital. Todavía era distribuidor de chicles Bazooka, caramelos Stani. Vivía en Villa Allende. Mi viejo era abogado del foro local. Éramos todos legales. Había llegado unos días antes a Buenos Aires. Vine con Cristina [Liprandi], que no participó. El Gordo [Emilio Maza] ya estaba acá. Hay cosas que la historia hace de casualidad. El 29 de mayo, Día del Ejército. Yo creo que no se pensó la fecha. Por ahí, el Gordo y Fernando [Abal Medina] la pensaron. Llegamos en un Peugeot, Capuano [Martínez] al volante, yo al lado, Fernando y Maza. Estacionamos en el garage, vamos los tres al edificio, se queda Capuano. A Mario, a Maguid y a Arrostito no los vi porque era un operativo compartimentado. Fernando y el Gordo estaban vestidos de militares, yo de civil con pelo cortito y un sobretodo que todavía tengo. Teníamos muy buena formación para actuar como militares. Yo voy al séptimo piso. El Gordo y Fernando, al octavo. | Ignacio Vélez Carreras

Maza y Abal Medina tocaron el timbre del departamento “A” del octavo piso, y Sara Herrera de Aramburu les abrió la puerta. Pidieron hablar con el general. Ella les cedió el paso y los invitó a sentarse en el sillón. Les ofreció café y se fue. El general se vistió con la misma ropa del día anterior y demoró unos minutos en presentarse en el living. Después de una breve conversación, los visitantes le pidieron que descendie

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