Silencios

Norma Morandini

Fragmento

SILENCIOS QUE ESTALLAN

Prólogo

El 18 de septiembre de 1977, al final de un domingo soleado, los militares secuestraron a Cristina y Néstor, los hermanos menores de Norma Morandini. Nunca más los volvió a ver. Pasaron muchos años antes de saber que habían estado presos en la ESMA, que, como tantos otros, habían sido víctimas de los “vuelos de la muerte” sobre el Río de la Plata. Años de silencios y años de palabras, de esperanzas y frustraciones, del Juicio a las Juntas de los ochenta a los indultos de los noventa y al revanchismo kirchnerista. Silencios que mutilan la historia, palabras que la manipulan, rituales que la violan, símbolos que se adueñan de ella, como si no fuera una herencia para meditar, sino un trofeo para exhibir, un relato para imponer, un artículo de fe. El pasado reaparece así como eterno presente, el dolor como garrote, la memoria como venganza, la política como resentimiento, la justicia como rendición de cuentas. Hasta la próxima vuelta de la rueda, el sucesivo vaivén del péndulo, el enésimo ciclo de una historia que discurre por un solo carril, incapaz de cuestionarse, reconocerse, superarse. Esta es, a grandes rasgos, la conflictiva relación de la Argentina de hoy con el oscuro pasado del terrorismo de Estado y la violencia política. “¿Queremos seguir matándonos a perpetuidad?”, pregunta Norma.

Como senadora y periodista, activista de los derechos humanos y ciudadana comprometida, nunca hizo faltar su voz autorizada en el debate público ni dejó de escuchar a todas las opiniones. Para comprender, como Hannah Arendt. Y aprender, como los alemanes se esforzaron de hacer a partir de su oscuro pasado. Pero también cultivó silencios. Pudor y dolor, profesionalidad e intimidad le habían impedido hasta ahora preguntarse cómo había sido la vida de sus hermanos en la cárcel, qué pasaba detrás de la austera fachada que daba a la Avenida del Libertador. Mientras, crecieron al respecto indicios y testimonios, recuerdos y confesiones que pocos querían escuchar. Y Norma se acercaba cada vez más al tema: de Primo Levi a Tzvetan Todorov, de Giorgio Agamben a Edith Eger, la aterradora normalidad de los campos de concentración campeaba al centro de su escritorio. Hasta que, después de tanto adensarse y esclarecerse, de llamar a la puerta del alma pidiendo entrar, los silencios maduran, florecen, estallan. De ahí estas “memorias ruidosas”, brotadas de los “silencios ruidosos” comenzados ese día de casi primavera a un paso del Parque Lezama y culminados más de cuarenta años después en una habitación de Madrid, confinada por el COVID.

No es una explosión de ira. Demasiado fácil. Es una explosión de conciencia civil. No son ruidos de indignación. Demasiado cómodo. Son ruidos de pensamientos que sacuden coartadas y certezas. No para juzgar, sino para “comprender”. ¿Para qué? Fácil de decir, difícil de hacer: vivir en democracia, respetar las diversidades, conocer el pasado para no repetir sus tragedias. Lo que ha aprendido es que “a mayor sufrimiento, mayor silencio y compromiso con la pacificación”. El balance de cuarenta años de democracia es amargo, Norma no anda con rodeos. Los “perseguidos de ayer” son los “comisarios políticos” de hoy. El kirchnerismo se ha “adueñado de la memoria trágica”, ha transformado la historia en dogma, la crítica en herejía, los juzgados en picota, los derechos universales en derechos sectarios, los pañuelos blancos en aparatos de poder, el Relato en Verdad. Nunca causa más noble estuvo tan prostituida.

Por un lado, no se trata, ni en sueños, de revivir la “teoría de los dos demonios”, ya enterrada hace tiempo, sino de asumir la totalidad de la historia, cada uno su parte de responsabilidad, su carga moral. Por otro lado, ¿cómo entender “esa orgía de salvajismo organizado desde el Estado” sin considerar “la violencia y el odio del período anterior a 1976”? Pero no, la fábrica de mitos funciona a vapor, el estrabismo se erige en método histórico, la “verdad a medias” en estrategia de poder. Los militantes armados se convierten en héroes idealistas, viejos funcionarios menemistas en centinelas de los derechos humanos. ¿El pacto montonero con el almirante Massera? Olvidado. ¿La ESMA convertida en comando político para hacer de él el nuevo Perón? También. ¿Las víctimas de la guerrilla? Igual. ¿Los muchachos enviados a muerte en la “contraofensiva revolucionaria”? Lo mismo. ¿El informe de la Conadep? Modificado. La atroz historia nacional, tan llena de opacas sombras y zonas grises, renegados y dobles agentes, olvidos interesados y mentiras consagradas, reducida a una epopeya escatológica, a una eterna lucha del Bien contra el Mal, del “pueblo puro” contra la “oligarquía corrupta”: “La memoria histórica quedó congelada en un pasado al que no se puede ingresar por fuera del relato oficial”, observa Norma. ¿Qué democracia, cuánto pluralismo, qué respeto por la neutralidad de la ley y de las instituciones puede producir parecido humus? Y, sin embargo, “porque elegimos vivir en democracia estamos obligados a respetarnos en las diferencias”.

De todo ello, la ESMA es el emblema: “Convertida en ícono de las políticas de memoria, alberga numerosos silencios”. Es allí, y no por casualidad, que terminan estos recuerdos, que se salda la deuda de Norma con su pasado. “Ex ESMA”, para ser precisos. ¿Se imaginan una “Ex Auschwitz”?, se indigna con razón. Lo que otros países decidieron transformar en lugares de advertencia y recogimiento en Argentina se volvió un centro de exhibición y celebración. Lo que en otras partes armaron y cuidaron historiadores y sociedad civil fue montado en Argentina por un gobierno en busca de consensos fáciles. De ahí que la ideología haya profanado la reflexión; la memoria partidaria, la historia colectiva; el adoctrinamiento, el debate; la pedagogía paternalista, el respeto a la complejidad del pasado. Una oportunidad de crecimiento echada a perder. Peor aún, transformada en su opuesto.

No fue por esto por lo que Norma luchó. Tal es, al fin y al cabo, el agrio ruido de fondo de estas memorias, sereno pero firme, atento pero determinado, a costa de perder el saludo de los oportunistas, de sufrir el agravio de los conformistas. Sin embargo, hay una gran enseñanza ética en su obstinación en distinguir entre el dolor personal y la historia colectiva, el perdón individual y la responsabilidad social, la cólera y la venganza. Y una semilla de esperanza: el abrazo de un encuentro casual, las lágrimas espontáneas, los diálogos sinceros entre enemigos del pasado que ahora saben escucharse y respetarse. Lo que hace de este pequeño libro un gran aporte a la democracia de los argentinos.

Loris Zanatta

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