¡Qué animales!

Ema Wolf

Fragmento

Corporativa

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Penguin Random House

En este libro describo algunos animales.

La idea de hacerlo tuvo su origen en una costumbre de mis hijos que, cuando eran chicos, cada vez que en un documental de televisión aparecía un bicho raro, me llamaban a los gritos para que lo vea. Yo dejaba todo e iba.

Por esta costumbre, muchas tostadas se quemaron y muchos guisos se pegotearon en la olla. ¿Pero qué importancia tiene eso si uno descubre, por ejemplo, un escarabajo del desierto de Namib que refrigera su cuerpo con un sistema de ventilación igual al de los autos Volkswagen?

Para los zoólogos —que tan amablemente aclararon mis dudas— no existen animales extravagantes, es solo una manera de mirarlos. Sucede que yo los miro de esa manera.

EL AI

El más perezoso entre los perezosos es un animal llamado “ai”, o sea que más perezoso que el ai, no hay.

Visto desde el suelo —él vive en los árboles— parece una cruza de mono con marmota, un oso de peluche olvidado a la intemperie o una bolsa de pelo.

El ai pasa toda la vida colgando. Sujeto a la rama con sus pies y manos, provistos de tres uñas, cuelga con la panza para arriba y ahí se queda, inmóvil, criando polillas —¡de verdad cría polillas en el cuerpo!— como un sobretodo viejo.

No ataca ni se defiende. Uno puede hacer estallar un petardo al lado de su oreja que no se inmuta ni abandona su expresión aburrida. Es el animal más apático del planeta. Tan quieto permanece que en época de lluvias —es sudamericano, de zonas tropicales— le crecen algas sobre la pelambre. Es entonces cuando uno lo confunde con un verde macetero colgante.

Como duerme la mayor parte del día, mirar un ai es tan divertido como mirar una pera. Otros animales rugen, corren, saltan, vuelan; él solamente cuelga.

—Diga, ai, ¿usted qué hace?

—¿Yo? Cuelgo.

El ai casi nunca baja a tierra —hay quien dice que baja para hacer caca, pero de todos modos no hace caca más que una vez por semana—. En el aire vive y muere. En el aire también tiene su cría, que apenas abre los ojos y descubre dónde está se agarra fuerte a los pelos de la madre.

Las hojas y los frutos del árbol bastan para alimentarlo y apagar su sed. De manera que todo su esfuerzo consiste en estirar la mano para alcanzarlos; y siempre en cámara lenta, como cuando en las pesadillas nos persigue un león.

Naturalmente, no sabe caminar. Si por accidente —¡ay!— cae al suelo, se arrastra a 150 metros por hora —más lerdo que una tortuga— hasta encontrar el árbol más próximo. ¿Y qué hace entonces? Trepa y se cuelga.

Como es lerdo para moverse, también es lerdo para pensar.

Un ai le dice a otro: “Se te va a quebrar”.

Cinco semanas después, el otro pregunta: “¿Qué?”.

Como a los seis meses el primero contesta: “La rama. (Pero ya es tarde)”.

En sus sueños es ágil, ligero, gana todas las competencias olímpicas. Sueña que una multitud lo mira desde tierra y comenta:

—¡Es un águila! ¡Es una flecha! ¡Es un avión!

—¡NO! ¡ES UN AI!

Pero nadie dirá eso de él. Nadie, nunca. Al menos mientras siga llevando esa espantosa vida de percha.

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