La cuenta atrás (Artemis Fowl 5)

Eoin Colfer

Fragmento

CAPÍTULO 1: FOGONAZO HACIA EL PASADO

Barcelona, España

LA PALABRA «feliz» no era la más adecuada para describir al guardaespaldas de Artemis Fowl. «Alegre» y «dicharachero» tampoco eran muy frecuentes para hablar de él ni de las personas de su entorno inmediato. Mayordomo no había llegado a convertirse en uno de los hombres más peligrosos del mundo entablando conversación con el primero que pasaba por la calle, a menos que la conversación versase sobre posibles vías de escape y ocultación de armas.

Aquella tarde en concreto, Mayordomo y Artemis se encontraban en España, y las facciones euroasiáticas del guardaespaldas parecían todavía más taciturnas de lo habitual. Su joven protegido había decidido, como de costumbre, complicar más de lo necesario el trabajo de Mayordomo.

Artemis había insistido en quedarse en la acera del Passeig de Gràcia de Barcelona durante más de una hora bajo el sol de primera hora de la tarde, protegidos únicamente por unos pocos árboles esbeltos para resguardarse del calor o de posibles enemigos.

Aquel era el cuarto viaje sin explicaciones de ninguna clase que hacían al extranjero en otros tantos meses. Primero Edimurgo, luego el Valle de la Muerte, en el Oeste americano, seguido de una expedición a pie por las llanuras de Uzbekistán. Y ahora estaban en Barcelona, todo para esperar a un misteioso «visitante» que todavía no había hecho su aparición.

Formaban una extraña pareja en el concurrido paseo: un hombre gigantesco y musculoso, de unos cuarenta años, vestido con traje de Hugo Boss y con la cabeza afeitada, y un adolescente delgaducho y pálido con el pelo negro y unos ojos enormes de mirada penetrante y color azul oscuro.

–¿Se puede saber por qué no dejas de dar vueltas, Mayordomo? –preguntó Artemis con irritación. Ya conocía la respuesta a esa pregunta, pero, según sus cálculos, el esperado visitante de Barcelona ya llevaba un minuto de retraso, y dejó traslucir su enfado en el tono que empleó para dirigirse a su guardaespaldas.

–Lo sabes perfectamente, Artemis –respondió Mayordomo–. Por si hay un francotirador o un dispositivo de escucha en uno de los tejados. Doy vueltas para disponer de la máxima cobertura.

Artemis estaba de humor para hacer gala de su elevado coeficiente intelectual, un estado de ánimo habitual en él, y pese a lo gratificantes que podían ser dichos alardes para aquel joven irlandés de catorce años, lo cierto es que podían resultar de lo más fastidiosos para quienquiera que tuviese la mala fortuna de ser su interlocutor.

–En primer lugar, es del todo improbable que haya un francotirador apostado apuntándome con un arma –explicó–. He liquidado el ochenta por ciento de mis negocios ilegales y epartido el capital en una cartera de acciones extremadamente lucrativa. En segundo lugar, a cualquiera que esté tratando de espiarnos con un dispositivo de escucha en este momento, más le vale recoger sus trastos y largarse con la música a otra parte, porque el tercer botón de tu chaqueta está emitiendo unas radiaciones de solinium que provocarían interferencias a cualquier dispositivo de vigilancia, ya sea humano o mágico.

Mayordomo miró a una pareja que pasaba junto a ellos, hechizada por el embrujo de España y el amor juvenil. El hombre llevaba una cámara de vídeo colgada al cuello y Mayordomo jugueteó con su tercer botón con aire de culpabilidad.

–A lo mejor hemos estropeado unos bonitos vídeos de luna de miel –advirtió.

Artemis se encogió de hombros.
–Un precio muy pequeño que pagar a cambio de mi inti–¿No ibas a decir algo más? –preguntó Mayordomo inocentemente.

–Sí –respondió Artemis con cierta irritación. Seguía sin haber ninguna señal del individuo al que estaba esperando–. Iba a decir que si hay un francotirador en alguno de esos edificios, tendría que estar en ese que hay justo a mi espalda, así que deberías colocarte detrás de mí.

Mayordomo era el mejor guardaespaldas del mundo, y ni siquiera él podía estar cien por cien seguro de en qué tejado podía apostarse un pistolero en potencia.

–Venga, dime cómo lo sabes. Si te mueres de ganas de decírmelo… –le animó Mayordomo.

–De acuerdo, ya que lo preguntas… Ningún francotirador se situaría en lo alto de la Casa Milà, justo enfrente, porque está abierta al público y seguramente su acceso y su huida serían registrados por alguna cámara de seguridad.

–Francotirador o francotiradora –lo corrigió Mayordomo–, porque la mayoría de los asesinos a sueldo suelen ser mujeres últimamente.

–Bueno, él o ella, da lo mismo –rectificó Artemis–. Los dos edificios de la derecha quedan semiocultos entre las ramas de los árboles, ¿para qué complicarse las cosas?

–Muy bien, sigue.
–Esa edificación de atrás a la izquierda es un conjunto de edificios financieros con adhesivos de empresas de seguridad privada en las ventanas. Un profesional evitará cualquier confrontación por la que con toda probabilidad no le van a pagar ningún dinero extra.

Mayordomo asintió. Era cierto.
–Y así es como llego a la conclusión lógica de que tu sicaio imaginario escogería el edificio de cuatro plantas que tenemos detrás. Es un edificio de viviendas, de modo que acceder a él debe de ser fácil. El tejado le proporciona una línea directa de fuego, y la seguridad es, en el mejor de los casos, pésima, y en el peor, inexistente.

Mayordomo dio un resoplido. Seguramente Artemis tenía razón, pero en el mundo de la protección personal, «seguramente» no ofrecía ni mucho menos el mismo consuelo que un buen chaleco de Kevlar.

–Seguramente tienes razón –admitió el guardaespaldas–.

solo si el francotirador es tan listo como tú.
–Eso es verdad –dijo Artemis.
–Y supongo que podrías darme una explicación igual de convincente para cualquiera de esos edificios. Solo has escoido ese para mantenerme fuera de tu línea de visión, lo que me lleva a pensar que quienquiera que sea la persona que estás esperando, aparecerá en la acera de la Casa Milà.

Artemis sonrió.
–Buen trabajo, amigo mío.

La Casa Milà era un edificio de principios del siglo XX

señado por el arquitecto modernista Antoni Gaudí. La fachada estaba formada por paredes que se ondulaban y por balcones coronados por unas intricadas rejas de hierro forjado. La acera del exterior del edificio estaba repleta de turistas que hacían cola para iniciar el recorrido de primera hora de la tarde por la espectacular casa.

–¿Reconoceremos a nuestro visitante entre toda esta gente? ¿Estás seguro de que no está aquí ya, observándonos?

Artemis sonrió y le brillaron los ojos.
–Créeme, no está aquí. Si lo estuviera, habría mucho más erío.

Mayordomo frunció el ceño. Por una vez, aunque fuese solo una, le gustaría haber conocido todos los datos antes de subir a bordo del jet privado. Sin embargo, no era esa la manera de trabajar de Artemis. Para el joven genio irlandés, la parte de la «revelación» de información era siempre la más importante de sus planes.

–Al menos dime si nuestro contacto irá armado.

–Lo dudo –contestó Artemis–. Y aunque vaya ar permanecerá con nosotros más de un segundo.

–¿Un segundo? ¿Es que se va a teletransportar por el espacio sideral?

–Por el espacio no, amigo mío –dijo Artemis, consultando su reloj–. Por el tiempo–. El chico lanzó un suspiro–. En fin, el caso es que el momento ya ha pasado. Me parece que hemos venido hasta aquí en vano, nuestro visitante no se ha materializado. Había muy pocas posibilidades. Evidentemente, no había nadie al otro

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