La ladrona de espejos (La trastienda Batibaleno 4)

Pierdomenico Baccalario

Fragmento

cap-1

Las hormigas seguían pasando a través de las paredes. Avanzaban en una fila compacta, como si supieran adónde querían ir exactamente. Y con qué fin.

Yo las admiraba por eso. Y quizá también por otras razones que yo mismo no conseguía entender: nunca he sido de entender las cosas a fondo. Más bien suelo intuirlas, lo cual no siempre se valora: tal vez por eso me habían cateado ese año en el colegio. A decir verdad, también podían haber influido los setenta y un días en los que, en lugar de ir a la escuela, me había ido a pescar al torrente. Antes de que los Lily llegaran al pueblo, nunca me habían gustado demasiado los libros. Y después... Tampoco después fue fácil.

Hay muchísimas cosas que pensamos que son verdad y que en realidad no lo son. Aunque estén escritas en los libros. Pero ahora no viene al caso hablar de eso.

Y yo entiendo mucho de libros.

Enseguida sabréis por qué.

El verano que estaba viviendo era uno de los más bonitos de mi vida. O al menos lo había sido hasta que mi hermano Doug lo estropeó todo.

En Applecross, el pueblecito del norte de Escocia en el que yo vivía, nadie recordaba un calor así: ocho días de sol seguidos, sin ni siquiera una llovizna. Incluso los mosquitos parecían atontados; salían al atardecer y zumbaban a ras del mar. Las hormigas, en cambio, parecían totalmente indiferentes a las jugarretas del clima. Su misión era aprovisionarse para el invierno, y caminaban en fila india siguiendo a la hormiga que iba a la cabeza, rodeaban las grietas del terreno y continuaban en la dirección adecuada. ¿Hacia dónde?

Yo todavía no lo sabía, pero tenía la prueba científica de que ellas sí: había probado ya dos veces a aplastar a la primera hormiga de la fila, la que, por decirlo así, guiaba a toda la expedición, y lo único que había ocurrido, tras un instante de comprensible aturdimiento, era que la segunda hormiga había ocupado su puesto. Y todas las demás habían seguido detrás, como si no hubiera pasado nada.

«¿Lo ves? Todas ellas pueden guiar... pero cuando una guía, las demás obedecen», le había explicado a Parche, mi inseparable perro. Él había movido la cola y había intentado lamerme la cara con su entusiasmo acostumbrado. Era un chucho fuerte y achaparrado, con las orejas peludas y la cola en forma de plumero. Pertenecía a una raza indefinida que, sin embargo, había mantenido inalterables sus características a lo largo de generaciones. De hecho, Parche era el cuarto Parche que vivía en casa de los McPhee.

A propósito. Quizá sea mejor señalar que quien escribe la historia de aquel verano, que ahora me parece tan lejano, sigo siendo yo: Finley McPhee, y que McPhee se pronuncia con «f», como suena.

Esa tarde estaba muy, pero que muy enfadado.

Y si pensáis que no es nada apetecible quedarse encerrado en el cuarto matando hormigas, os diré que yo tenía un buen motivo para hacerlo.

Prefería estar con las hormigas que con mi hermano.

Mi madre debía de haber entrado muy despacio y se había colocado detrás de mí sin hacer ruido, o por lo menos yo estaba tan concentrado que no la oí hasta que habló. Me llevé tal susto que me dio un vuelco el corazón. Tenía los nervios a flor de piel, como suele decirse.

—¡Cielos! —exclamó ella, asustándose a su vez por mi susto. Después de eso nos echamos a reír los dos. Había subido solo para preguntarme qué quería cenar y se había puesto a mirar qué estaba haciendo.

—Tengo hormigas en el cuarto... —le dije, para explicarle por qué estaba tirado en el suelo.

—Es una buena señal. —La miré—. Las hormigas siempre van donde hay algo... —continuó ella—. Y creo que ese algo está debajo de tu cama.

Debajo de mi cama estaba la caja con doble fondo en la que guardaba mis cosas más valiosas, las que no quería que viera mi hermano: dos mensajes que había encontrado dentro de sendas botellas arrastradas por el mar, una moneda de los Pasavallas que se me había quedado en el bolsillo, dos espectaculares piezas de hierro, cinco o seis piedras con extrañas formas... todo ello perfectamente catalogado con sus correspondientes etiquetas. Y nada que pudiera interesar a las hormigas.

Mi madre se arrodilló junto a mí y me rozó la mano. Parche agitó la cola delante de su cara y luego hizo un par de contorsiones para subírsele al regazo.

—Si no quieres que se metan debajo de tu cama, deberías coger un poco de café... —me explicó, señalándome la columna de hormigas en el suelo de madera.

—¿Y por qué tengo que coger un poco de café? —le pregunté.

Mamá sonrió.

—Si quieres detenerlas, debes construir en el suelo una barrera de menta, canela y granos de café. Y para más seguridad deberías hacer una segunda con zumo de limón.

La miré sorprendido.

—¿Y ante eso retroceden?

Se encogió de hombros.

—A veces sí. No les gustan los olores demasiado fuertes.

Nos quedamos mirándolas un poco más, sin decir nada. Fue un bonito momento de complicidad, de esos en los que apetece contarse un montón de cosas.

—¿Todo bien, Finley? —me preguntó ella al cabo de un momento—. Me parece que estás de muy mal humor.

—Todo bien —le respondí.

Bueno, bastantes cosas, pero no todas.

cap-1

—Hola, Víbora —me saludó mi hermano mayor cuando regresó.

No le respondí. Pensé que parecía realmente un angelote demasiado crecido. Doug se quitó las botas al otro lado de la mosquitera y entró en casa con los pies descalzos. Lo primero que hizo fue echar un vistazo en la cocina para ver qué había para comer.

—¿Me da tiempo a darme una ducha? —consultó a mamá, muy contento.

Seguí observándolo mientras él iba silbando como si tal cosa. Subió las escaleras y tuvo que pararse delante de mí, porque me interpuse en su camino.

—¿Qué llevas en la mano? —me preguntó, de nuevo con ese aire de «aquí no pasa nada» que me estaba sacando de quicio.

En la mano llevaba un puñado de hojas de menta, canela y granos de café. Reprimí las ganas de tirárselos a la cara.

—Tú y yo tenemos que hablar —mascullé.

Doug resopló.

—Oye, Víbora...

—No me llames así.

Doug se encogió de hombros.

—Como quieras. Siento lo ocurrido; comprendo que te haya sentado mal.

—No me ha sentado mal —puntualicé—. Estoy furioso. Y quiero que me devuelvas mi llave.

—Ahora es «mi» llave.

—Solo lo es porque te la di yo.

—Si era tan importante, no deberías de haberte separado de ella...

—¡Doug! Estábamos de acuerdo. Era solo un préstamo. ¡Y lo sabías!

Adoptó la expresión de conejo deslumbrado por los faros. Abrí los brazos de par en par. ¿Cómo podía hacer comprender algo a e

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