Gregor 4 - El oscuro secreto

Suzanne Collins

Fragmento

CAPÍTULO 1

CAPÍTULO 1

Gregor se sentó en la cama y recorrió sus cicatrices con la punta de los dedos. Las había de dos tipos: las finas que se entrecruzaban en los brazos se las habían hecho las traicioneras enredaderas que habían intentado arrastrarlo a la selva de las Tierras Bajas; las marcas más profundas —provocadas por las mandíbulas de las hormigas gigantes durante una batalla— le cubrían casi todo el cuerpo, aunque las piernas habían sido las más castigadas por el ataque. Las cicatrices habían perdido parte del relieve, pero su color blanco plateado las hacía demasiado llamativas y por eso no podía llevar pantalones cortos. Aunque el tema había carecido de importancia mientras hacía frío y tenía que llevar ropa de abrigo, con las temperaturas de más de treinta grados del mes de julio suponía un verdadero problema.

Gregor cogió un pequeño frasco de piedra del alféizar, desenroscó la tapa e hizo una mueca de asco. El olor a pescado del ungüento no tardó en invadir la habitación. Se lo habían recetado los médicos de las Tierras Bajas para ayudarle a reducir las cicatrices, pero no había sido demasiado responsable a la hora de usarlo. Ni siquiera le había dado muchas vueltas hasta aquel día de mayo que había salido al salón con pantalones cortos y su vecina, la señora Cormaci, había exclamado: «¡Gregor, no puedes salir a la calle enseñando las piernas! ¡La gente va a empezar a hacerte preguntas!».

Tenía razón. Había un millón de cosas que su familia no podía permitirse... pero las preguntas ocupaban el primer puesto de la lista.

Mientras se aplicaba aquella sustancia pringosa en las piernas, Gregor recordó con nostalgia la cancha de baloncesto del barrio, el césped de Central Park y la piscina pública. Al menos había un sitio al que sí podía ir: las Tierras Bajas. Saberlo le reconfortaba un poco.

Qué ironía. Las Tierras Bajas, que siempre había sido un lugar tan temido, se había convertido en un lugar al que escaparse en verano. En su caluroso apartamento vivían apiñados Gregor, su abuela —que apenas se levantaba de la cama—, su padre enfermo y sus dos hermanas pequeñas: Lizzie, de ocho años, y Boots, de tres. Aun así, siempre tenían la sensación de que faltaba alguien: la silla vacía en la mesa de la cocina, el cepillo de dientes sin usar en su soporte... A veces, Gregor vagaba de habitación en habitación buscando algo hasta que se daba cuenta de que simplemente esperaba encontrar a su madre.

Ella estaba mucho mejor en las Tierras Bajas, aunque estuviese unos cuantos kilómetros por debajo de su apartamento y echase tanto de menos a su familia. En la ciudad humana de Regalia había médicos, comida en abundancia y la temperatura siempre era agradable. Sus habitantes trataban a su madre como si fuese una reina. Pasando por alto el hecho de que la ciudad siempre estaba a punto de entrar en guerra, no era un mal destino para pasar las vacaciones.

Gregor entró al cuarto de baño para frotarse las manos con lo único que parecía capaz de atravesar el ungüento de pescado: el jabón en polvo. Luego fue a preparar el desayuno a la cocina, donde le esperaba una agradable sorpresa. La señora Cormaci ya estaba allí, haciendo huevos revueltos y sirviendo zumo. Sobre la mesa había una caja enorme de dónuts con azúcar glas por encima. Boots estaba sentada en la trona comiéndose un dónut y alrededor de la boca tenía un anillo blanco de azúcar. Lizzie hacía como que picaba huevos revueltos.

—¿Qué celebramos hoy? —preguntó Gregor.

—¡Lizzie se va al campamento! —exclamó Boots.

—Eso es, jovencita —dijo la señora Cormaci—. Y nos estamos asegurando de que desayuna como es debido antes de irse.

—Desayuna como es bebido —repuso Boots, y metió la mano pegajosa en la caja de dónuts para pasarle uno a Lizzie.

—Ya tengo uno, Boots —dijo Lizzie. Ni siquiera lo había tocado. Gregor supuso que estaría demasiado nerviosa para comer, con todo el tema del campamento.

—Yo no —contestó Gregor. Agarró a Boots de la muñeca, se llevó el dónut a la boca y le dio un buen mordisco. A Boots le entró la risa tonta. Insistió en darle el dónut entero y le llenó la cara de azúcar.

El padre de Gregor entró llevando una bandeja vacía.

—¿Cómo está la abuela? —preguntó Gregor, mirando fijamente las manos de su padre para intentar detectar los temblores que anunciaban un mal día. Sin embargo, aquel día parecían firmes.

—Bueno, no va mal. Ya sabes que le encantan los dónuts —contestó, y esbozó una sonrisa. Reparó en que Lizzie apenas había tocado el desayuno que tenía en el plato—. Tienes que comer algo más, Lizzie. Hoy te espera un día importante.

Las palabras salieron en tromba de la boca de Lizzie como si se hubiera roto la presa de un embalse.

—¡Creo que no debo ir! ¡Creo que no debo ir, papá! ¿Y si aquí pasa algo y me necesitáis o mamá se pone más enferma o si cuando vuelva habéis desaparecido todos? —dijo, respirando rápidamente. Gregor se dio cuenta de que su hermana estaba al borde de un ataque de ansiedad.

—No va a pasar nada de eso, cielo —contestó su padre, arrodillándose y cogiéndole las manos—. Escúchame: aquí vamos a estar todos bien, tú también vas a estar bien en el campamento y tu madre está cada día mejor.

—Mamá quiere que vayas, Liz —añadió Gregor—. Me repitió unas veinte veces que te lo dijese. Además, tampoco es que tú hayas ido a verla a...

Su padre lo miró y Gregor paró en seco. ¡Qué estúpido! ¡Menuda tontería acababa de soltar! Lizzie había intentado una y otra vez armarse de valor para ir a las Tierras Bajas a visitar a su madre, pero nunca lograba pasar de la rejilla de la lavandería porque siempre sufría un ataque de pánico y acababa hecha un ovillo sobre las baldosas, junto a la secadora, jadeando, temblando y sudando. Todos sabían hasta qué punto deseaba ir a las Tierras Bajas, pero no podía.

—Perdona, quería decir que... —tartamudeó Gregor.

Pero el daño ya estaba hecho. Lizzie parecía hecha polvo.

—Eso es porque tu hermana es la única con sentido común en esta familia —intervino la señora Cormaci. Se puso a arreglarle las trenzas a Lizzie, aunque no había nada que arreglar, porque estaban perfectas—. A mí no me convenceríais para ir a esas Tierras Bajas ni por todo el oro del mundo. Ni hablar.

En un momento de desesperación, la primavera anterior Gregor había decidido contarle a la señora Cormaci el extraño secreto de su familia. Le había contado la historia con pelos y señales, empezando por la misteriosa desaparición de su padre tres años y medio antes. Le había contado que el verano anterior había seguido a Boots a través de una rejilla en la lavandería y que los dos habían caído durante varios kilómetros hasta llegar a un mundo extraño y oscuro muy por debajo de Nueva York conocido como las Tierras Bajas. Aquel mundo estaba habitado por enormes animales parlantes —cucarachas, murciél

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