¡Bum!

Mark Haddon

Fragmento

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1

el sándwich helicóptero

 

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Estaba en el balcón comiendo un sándwich de queso Red Leicester y mermelada de grosella. Le di un mordisco y mastiqué. Estaba bueno, pero ni punto de comparación con uno de mermelada de fresa y queso cheddar. Ése era mi favorito.

Pasaba mucho tiempo en el balcón. Nuestro piso era minúsculo. A veces tenía la sensación de vivir en un submarino. Pero el balcón era increíble. El viento, el cielo, la luz... Se veían muchos 747 que describían lentos círculos, a la espera del permiso para aterrizar en Heathrow. Los coches de policía se abrían paso por las calles minúsculas como si fueran de juguete, con las sirenas ululando.

También se veía el parque. Y esa mañana en particular, en el centro de la gigantesca explanada de césped, a un hombre solitario que sujetaba una caja de metal. Zumbando en lo alto sobre él se distinguía apenas un helicóptero teledirigido, que viraba y zigzagueaba como una libélula.

A papá siempre le han chiflado los trastos teledirigidos: trenes, aviones, tanques, coches de época. Pero, cuando perdió el trabajo en la fábrica de coches, se convirtieron en lo más importante de su vida. Para ser justos, era buenísimo en eso. Si le dieras un ladrillo y una goma elástica, lo tendría en el aire dando vueltas de campana antes de que pudieses gritar «¡Listos para el despegue!». Pero por algún motivo aquella afición no parecía correcta. Era para niños pequeños y tipos raros que aún vivían con sus madres.

Una bandada de palomas pasó con estrépito y oí el familiar rugido de una moto. Miré hacia abajo y vi la gran Guzzi negra de Caracráter entrar en el aparcamiento del edificio. Mi querida hermana, Becky, iba en el asiento de atrás, con una mugrienta chaqueta de cuero sobre el uniforme del colegio.

Mi hermana tenía dieciséis años. Yo aún recordaba la época, sólo un par de años atrás, en que llevaba coletas y tenía carteles de ponis en la pared de su habitación. Pero luego había pasado algo en su cerebro, algo muy malo. Había empezado a escuchar death metal y a dejar de lavarse las axilas.

Conoció a Caracráter en un concierto seis meses antes. Él tenía diecinueve años, largo cabello grasiento y unas patillas enormes con migajas del desayuno pegadas. De más joven había tenido acné. Ahora ya no, pero le había dejado huellas. De ahí el apodo: su cara parecía la superficie de la luna.

Tenía la inteligencia de una escobilla de baño. Mis padres y yo coincidíamos en eso. Becky, sin embargo, pensaba que Dios lo había creado para felicidad de las mujeres. No tengo ni idea de por qué le gustaba. Quizá era la única persona capaz de soportar el olor de sus axilas.

La moto se detuvo cinco pisos más abajo y experimenté un instante de locura absoluta. Sin pensarlo dos veces, levanté la mitad del sándwich, me incliné sobre la barandilla y la dejé caer. Casi de inmediato comprendí que acababa de cometer una verdadera estupidez. Si los alcanzaba, me asesinarían.

La rebanada dio bandazos y volteretas, virando a izquierda y derecha. Caracráter apagó el motor, se bajó de la moto, se quitó el casco y miró hacia arriba. Tuve ganas de vomitar.

La rebanada le dio de plano en la cara y se le quedó pegada, con la mermelada chorreando. Permaneció allí plantado un par de segundos, absolutamente inmóvil, con la rebanada de pan adherida como una mascarilla facial. Becky estaba de pie a su lado, con la vista alzada hacia mí. No se la veía muy contenta.

Por lo general, no se oye gran cosa desde el balcón, a causa del tráfico. Pero, cuando Caracráter se quitó el sándwich y bramó, seguramente lo oyeron hasta en Japón.

Echó a andar hacia el portal, pero mi hermana lo retuvo por la muñeca. En realidad no estaba preocupada por mí, pues le habría gustado que Caracráter me matara. Pero no en casa, porque en tal caso la pondría en aprietos.

Aquel paleto entró por fin en razón.

—¡Considérate hombre muerto, cabrón! —me gritó blandiendo el puño.

Luego montó en la moto y se alejó petardeando en medio de una bocanada de sucio humo gris.

Becky se volvió y se dirigió hacia la entrada del edificio. Bajé la vista hacia lo que quedaba de mi sándwich y advertí que ya no tenía mucha hambre. Ya no había nadie en el aparcamiento, de modo que dejé caer también esa rebanada y la observé dar bandazos y volteretas y virar, hasta que aterrizó con pulcritud cerca de la primera.

En ese instante, la puerta del balcón se abrió de par en par.

—Ha sido un accidente —me excusé.

—¡Serás gilipollas! —gritó sin embargo Becky, y acto seguido me propinó una colleja que me dolió un montón.

Por unos segundos lo vi todo doble. Había dos Beckys y dos balcones y dos ficus. No lloré, porque si lo hacía mi hermana me llamaría niñato, lo cual era peor que un puñetazo. Así que me aferré a la barandilla, a la espera de que pasara el dolor y volviera a haber una sola Becky.

—¿Por qué me has pegado? —pregunté por fin—. No te ha dado a ti. Le ha dado a Caracráter.

—Tienes suerte de que no haya sido él quien ha subido aquí a pegarte —repuso ella aguzando la mirada.

En eso tenía razón. Aquel animal era cinturón negro de kung-fu. Podía matar a alguien sólo con mover las orejas.

—Una cosa más —siseó mi hermana—. Se llama Terry.

—Pues yo he oído decir que se llama Florian. Sólo finge llamarse Terry.

Retrocedí un paso para esquivar la segunda colleja, pero, en cambio, Becky se quedó muy callada, apoyada contra la barandilla, y asintió lentamente con la cabeza.

—Ahora que me acuerdo —dijo con un peligroso tono amable—, quería contarte algo.

—¿El qué?

—Amy y yo estábamos el otro día en la sala de profesores, hablando con la señora Cottingham. —Sacó un paquete de cigarrillos de la chaqueta de cuero y encendió uno muy despacio, como en una película en blanco y negro.

—Fumar es malo —le recordé.

—Cierra tu boquita de niñato y escucha. —Dio una honda calada—. Oímos al señor Kidd hablar de ti.

—¿Sí? ¿Qué dijo?

—Cosas malas, Jimbo. Cosas malas.

Tenía que ser una broma, pero Becky no sonreía y su tono no era

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