Ceremonia secreta

Marco Denevi

Fragmento

Aún no había comenzado a clarear cuando la señorita Leonides Arrufat salió de su casa.

No se veía un alma en la calle.

La señorita Leonides caminó pegada a las paredes, los ojos bajos, el cuerpo tieso, el paso enérgico y casi marcial, como conviene que camine a esas horas una mujer sola si además es honesta y por añadidura soltera, aunque tenga cincuenta y ocho años. Porque nunca se sabe.

(Pero ¿quién se hubiera atrevido a abordarla? Vestida toda de negro, de pies a cabeza, en la cabeza un litúrgico sombrero en forma de turbante, al brazo una cartera que semejaba un enorme higo podrido, la figura alta y enteca de la señorita Leonides cobraba, entre las sombras, un vago aire religioso. Se la hubiera podido confundir con un pope que al abrigo de la noche huía de alguna roja matanza, si la sonrisa que le distendía los labios no mostrase que, por lo contrario, aquel pope corría a oficiar sus ritos.)

Marchaba tan de prisa que las rodillas, filosas y puntiagudas, golpeteaban en la falda del vestido, en el ruedo del tapado, y vestido y tapado le bailaban alrededor de las piernas como un agua revuelta en la que chapotease, y de cuyas salpicaduras parecía querer salvar el ramito de hojas y de flores que sostenía reverentemente con ambas manos a la altura del pecho.

Al llegar a la casa de aquel niño paralítico que una vez le había sonreído, depositó sobre el umbral de la puerta de calle una flor de pasionaria, inclinó la frente, y en voz alta rezó: “Oh, Señor, a cuya voluntad corren los momentos de nuestra vida, acoge los ruegos y ofrendas de tus siervos, que te imploran por la salud de los enfermos, y sánalos de todo mal”.

Siguió caminando.

En el balcón de la casa de Ruth, Edith y Judith Dobransky puso una rama de vincapervinca atada con una cinta rosa, y oró: “Que el Dios de Israel sea el tabernáculo de tu virginidad, oh, doncella, y te salve de las tentaciones de la serpiente”.

Siguió caminando.

Arrojó tres hojas de cineraria en el jardín de un chalet frente al cual, varios días antes, había visto detenido un cortejo fúnebre, y en un intrépido latín musitó: “Requiem aeternam dona eis, Domine, et lux perpetua luceat eis”.

Siguió caminando.

Ahora le llegaría el turno a Natividad González. A esa mujerzuela le dejaba diariamente, desde hacía meses, una ostentosa rama de ortiga. La señorita Leonides tenía decidido que la rama de ortiga fuese como una esquela donde, sin usar malas palabras pero con todos sus puntos y comas, se invitara a la destinataria a mudarse de barrio. Pero Natividad González parecía ser analfabeta al idioma de la ortiga y no se mudaba nada. De modo que la señorita Leonides se veía en la penosa obligación de insistir en sus urticantes intimaciones de desalojo.

Pero cuando aquella mañana se detuvo frente a la casa de Natividad, cuando abrió la cartera y, conteniendo la respiración (a fin de volverse inmune al veneno de la ortiga), extrajo su mensaje; cuando iba a colocarlo sobre el umbral, un rayo cayó sobre ella y la fulminó. El rayo era Natividad.

La cual Natividad, con cara de no haber dormido, con cara de haber estado toda la noche en acecho, pálida y despeinada, se plantó frente a la señorita Leonides y se puso a insultarla clamorosa y concienzudamente. La llamó con nombres erizados de erres y de pes como de vidrios rotos, le adjudicó imprevistos parentescos, le atribuyó profesiones a las que se suele calificar ya de tristes, ya de alegres; la apostrofócomo los peores pecadores seremos apostrofados el Día del Juicio, y, en fin, la exhortó a perpetrar con la pobre ortiga los más heroicos y los menos vulgares usos y abusos. Se hubiera dicho que Natividad se había multiplicado por cientos y que las cien Natividades chillaban todas juntas. ¿De dónde sacaría aquella mujer tantas palabras? La señorita Leonides tuvo la aterradora sensación de una lava volcánica que avanzaba hacia ella y en la que, si no escapaba a tiempo, quedaría atrapada para siempre como un habitante de Pompeya. Para zafarse del río de fuego y no morir dio media vuelta y, todo lo decorosamente que pudo, se alejó.

(Quiero decir que corrió como una loca por cuadras y cuadras, hasta que no pudo más. Cuando las piernas se le doblaban como alambres, se detuvo. Jadeaba. El tambor del pulso le ensordecía los oídos. Debajo de la ropa todo su cuerpo destilaba un mucílago helado. Los pies le latían como corazones. Bizqueaba y sentía deseos de vomitar. Tardó un siglo en serenarse.)

Para ir a tomar el tranvía dio un larguísimo rodeo, porque allí mismo se juró no volver a pasar jamás delante de la casa de Natividad. Jamás. Y como reafirmando aquel solemne juramento, arrojó al suelo el resto de las flores que todavía conservaba en una mano y que parecían repentinamente marchitas, quemadas, sin duda, bajo el azufre de los insultos.

Entre tanto, una especie de relámpago fijo se instalaba en el cielo, y espoleado por esa tormenta apareció, como salido de alguna casa, el primer tranvía.

La señorita Leonides lo tomó, se sentó junto a una ventanilla, y una infinita calle, compuesta con los trozos de muchas calles, comenzó a rodar bajo sus ojos. Se lo conocía de memoria ese itinerario. Pero no importa, ella siempre hallaba la forma de entretenerse. Contaba, por ejemplo, los árboles de la acera (salteándose uno que otro que le resultaba antipático), buscaba en los carteles murales las letras de su nombre, trataba de adivinar cuántas personas de luto vería antes de llegar a la sexta bocacalle. Cuando se tiene imaginación, uno no se aburre.

(La verdad es que estos juegos habían terminado por convertirse en obsesiones. La señorita Leonides no podía sentarse en el cuarto de baño sin contar los azulejos de la pared. En la cocina solfeaba furiosamente con los ocho vidrios de una ventana. Mientras caminaba por la calle iba agrupando los mosaicos en cruces, en estrellas, en grandes figuras poligonales. A veces el dibujo era tan complicado que tenía que dejar de caminar para terminarlo. Y entonces había que verla, de pie en medio del río de peatones, paseando por el suelo un arabesco de miradas que excitaba la curiosidad de todo el mundo.)

Pero aquella mañana la señorita Leonides no estaba para juegos. Tan pronto como se ubicó en el asiento de madera del tranvía, los céfiros del pensamiento la raptaron y la llevaron lejos, la transportaron hasta la casa de Natividad González.

¡Dios mío, qué lenguaje había empleado aquel basilisco! La señorita Leonides no recordaba, concretamente, ninguna palabra; todo se fundía en un mismo galimatías inextricable. Pero que esa fritura estaba condimentada con los insultos más atroces, no lo dudaba. Fíjese: una mujerzuela se permitía vejar, en plena calle y a voz en cuello, a la señorita Leonides Arrufat. Y ella, ¿cómo se lo había consentido? Ah, no, era necesario volver a poner las cosas en su sitio. Y comenzó a injuriar mentalmente a Natividad. No disponía del vasto repertorio de la otra, pero ¿qué importaba? Se conformaba con una sola palabra. Una palabra terrible. Arrastrada. Y la repetía como una fórmula mágica, como un conjuro, como quien redobla golpes sobre un clavo reb

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