No pidas clemencia (Max Anger Series 1)

Martin Österdahl

Fragmento

Prólogo

PRÓLOGO

Un Mercedes negro la había seguido durante todo el trayecto, desde la puerta de la universidad y a lo largo del canal Griboyédov. Iba tras ella, casi pegado, cuando esta giró en la avenida Nevski Prospekt. Max solía decirle que tuviera ojos en la nuca cuando saliera sola por la noche, pero le resultaba difícil volverse para mirar atrás sin comportarse de forma sospechosa.

Caminaba deprisa, tanto como podía sin llegar a correr; no quería que el perseguidor supiera que lo había descubierto. Sujetaba con fuerza bajo el abrigo, pegado a su cuerpo, el sobre en el que llevaba el libro. No podía acabar en malas manos.

Al llegar a la estación de metro de Gostiny Dvor, se apresuró para alcanzar el andén e intentó desaparecer entre la multitud. En Mayakovskaya hizo transbordo a la línea roja. En la estación de Finlandia sintió que el sudor le corría por la espalda, pero espiró con alivio al ver que ahí se encontraba el tren que debía conducirla fuera de la ciudad.

Justo después de subir a bordo, el tren se puso en marcha. No consiguió relajarse hasta que se hubo alejado de la ciudad en dirección a los suburbios. Infinidad de trenes salían de la estación cada hora; era poco probable que el perseguidor hubiera podido seguirla a través de los cambios de metro, que la hubiera divisado entre la multitud y que encontrara su tren.

¿Quizá todo era fruto de su imaginación? ¿Se había dejado influir por las advertencias del periodista?

«Deja eso. No te acerques demasiado a esa empresa.»

Pero ella no podía dejarlo.

Cuando se apeó del tren cuarenta minutos después, lo primero que vio fue el Mercedes. Procuró no sentirse presa del pánico, pero apenas salió del vagón caminó tan rápido como pudo, alejándose del andén. Sacó el sobre, garabateó una dirección y lo introdujo en uno de los buzones de la estación. Cerró los ojos y, durante un instante, visualizó a Max frente a ella.

«Había pensado explicártelo todo, aunque espero que lo comprendas.»

Cinco minutos más tarde, se acercó a la casa y empezó a correr. La calle estaba desierta y oscura. ¿Tal vez, después de todo, había conseguido despistar a su perseguidor? De pronto, el Mercedes dobló la esquina y las luces de los faros delanteros la iluminaron.

Se encontraba ya muy cerca de su casa, pero no podía descubrir su ubicación a quien conducía aquel coche. Allí guardaba demasiado material relacionado con su investigación y había detalles que podían delatar a sus colaboradores.

¿Adónde podía dirigirse?

Abrió el bolso y tomó el móvil. Las luces del coche la deslumbraban; oyó un chasquido cuando la puerta del coche se abrió y enseguida resonaron unos pasos contundentes sobre el asfalto. Lo único que alcanzaba a ver era una silueta grande y oscura que se acercaba a ella. Aunque el hombre se movía despacio, llegó con demasiada rapidez.

El sonido de la corredera de una pistola al retraerse.

Un largo brazo que la señalaba.

Al mismo tiempo que levantaba las manos lanzó el móvil entre los arbustos. Él no debía encontrarlo, pues entonces todo estaría perdido.

El hombre se detuvo a un par de metros de ella. Era ancho de espaldas, pero tenía la cabeza pequeña y el cuello extremadamente largo. Vestía de manera elegante: abrigo y esmoquin. Ella no podía verle el rostro con claridad y, sin embargo, se sorprendió. El hombre parecía muy mayor. Como alguien de otra época.

—¿Quién eres? —gritó—. ¡No dispares!

—Ponte de espaldas —dijo el hombre—. Arrodíllate y pon las manos sobre la cabeza.

Obedeció. Cerró los ojos.

El hombre se inclinó hacia ella y, por un instante, pareció como si la abrazara; después la sujetó con fuerza y le cubrió la boca y la nariz con un trapo.

La presión del puño le resultó inhumana y no le quedó más remedio que inspirar un par de veces a través del trapo. El efecto fue instantáneo: la fuerza abandonó su cuerpo. Se dejó caer sobre el brazo que la sujetaba; envuelta en el abrigo de él, se tornó invisible para el mundo exterior.

El hombre la tomó en brazos como a una niña dormida. Lo último que percibió fue el clic del maletero del coche al abrirse.

Sábado, 24 de febrero de 1996

Sábado,

24 de febrero de 1996

Capítulo 1

1

El murmullo llegó hasta Nestor Lazarev mientras se encontraba sentado en su palco privado. Tenía capacidad para doce personas, pero hoy deseaba estar solo. El teatro Mariinski de San Petersburgo estaba repleto de un público expectante ante la representación de Eugene Onegin.

Los vestidos de las mujeres resaltaban sobre las paredes recién pintadas de blanco crema y dorado. Los palcos cercanos al de Lazarev se llenaban, las telas crujían cuando los espectadores tomaban asiento. Abajo, en la platea, un joven reía mientras se acomodaba en una de las amplias butacas junto a una hermosa mujer.

Nestor Lazarev mantenía una posición erguida en la silla. La edad no le había curvado la espalda ni enfermedad alguna se la había debilitado. El cuerpo conservaba su fuerza gracias al sistema, la técnica de combate cuerpo a cuerpo que practicaba en sus entrenamientos cada mañana.

Entonces se levantó el telón y el pulso se le aceleró. Y cuando la orquesta comenzó a tocar, se le erizó el vello de la nuca.

Lazarev acompañó con el dedo índice derecho las notas del primer acto. Cerró los ojos y disfrutó de la experiencia. Esta era una noche especial para él gracias a la música de Chaikovski, a cuyo dominio había dedicado su infancia. Concretamente, esta ópera, basada en el poema épico de Pushkin y ejecutada por la compañía de ópera del teatro Mariinski, era una perfecta muestra de la superioridad rusa.

Oyó un golpe apagado; luego,

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