Los Wapshot

John Cheever

Fragmento

cap-3

1

Saint Botolphs era un lugar viejo, un pueblo viejo junto a un río. Había sido un puerto fluvial en los buenos tiempos de las flotas mercantes de Massachussets y ahora le quedaban una fábrica de plata de mesa y algunas otras pequeñas industrias. Sus habitantes no consideraban que hubiese disminuido mucho ni en tamaño ni en importancia, pero la larga lista de los muertos de la Guerra de Secesión, en una placa atornillada al cañón que había en el césped de la plaza, era un recordatorio de lo populoso que había sido el pueblo durante la década de 1860. Saint Botolphs ya nunca podría reclutar tantos soldados. El césped estaba sombreado por unos cuantos olmos grandes y circundado por un cuadrado de fachadas de almacenes. El Bloque Cartwright, que formaba el lado occidental de la plaza, tenía en el segundo piso una hilera de ventanas ojivales, tan delicadas y severas como las ventanas de una iglesia. Detrás de estas ventanas estaban la oficina de la Eastern Star, la del doctor Bulstrode, el dentista, la de la compañía telefónica y la del agente de seguros. Los olores de estas oficinas —el olor de los preparados dentales, de la cera de los suelos, de las escupideras y de las estufas de carbón— se mezclaban en el portal como un aroma del pasado. Bajo una penetrante lluvia otoñal, en un mundo muy cambiante, la plaza de Saint Botolphs daba una impresión de insólita permanencia. En la mañana del día de la Independencia, cuando el desfile empezó a formarse, el lugar tenía un aspecto próspero y festivo.

Los dos chicos de los Wapshot, Moses y Coverly, estaban sentados en el verde de Water Street viendo llegar las carrozas. En el desfile se entremezclaban libremente los temas espirituales y comerciales, y cerca del Espíritu de 1876 había una vieja carreta de reparto con un letrero que decía: COMPRE EL PESCADO FRESCO AL SEÑOR HIRAM. Las ruedas de la carreta, las de todos los vehículos que participaban en el desfile, estaban decoradas con papel rojo, azul y blanco, y había colgaduras por todas partes. También engalanaban la fachada del Bloque Cartwright. Colgaban en pliegues sobre la fachada del banco y ondeaban en todos los camiones y carretas.

Los chicos Wapshot estaban levantados desde las cuatro; tenían sueño y, sentados al sol, parecían haber sobrevivido a la fiesta. Moses se había quemado la mano con un cohete. Coverly había perdido las cejas en otra explosión. Vivían en una granja a tres kilómetros del pueblo río abajo y habían remado contracorriente antes del amanecer, cuando el aire de la noche hacía que el agua del río, al levantarse alrededor del canalete de la canoa y de sus manos, pareciese tibia. Habían forzado una ventana de la iglesia de Cristo, como hacían siempre, y habían tocado la campana, despertando a mil pájaros cantores, a muchos vecinos y a todos los perros dentro de los límites del pueblo, incluyendo al sabueso de los Pluzinski, en Hill Street, muy lejos de allí.

—Son solo los chicos Wapshot —oyó decir Moses a una voz proveniente de la oscura ventana de la vicaría—. Vuelve a dormirte.

Coverly tenía dieciséis o diecisiete años por aquel entonces; era rubio, como su hermano, pero tenía el cuello largo, con una inclinación de cabeza ministerial, y la mala costumbre de hacer crujir sus nudillos. Poseía una mente alerta y sentimental, y le preocupó la salud del caballo del carro del señor Hiram y contempló con tristeza a los residentes del Hogar del Marinero, quince o veinte hombres muy viejos, sentados en bancos en un camión, que parecían injustificadamente cansados. Moses estaba en la universidad y durante el último año había alcanzado la cima de su madurez física y había demostrado poseer el don de una juiciosa y tranquila autoadmiración. Ahora, a las diez, los chicos estaban sentados en la hierba esperando a que su madre ocupara su sitio en la carroza del Club de Mujeres.

La señora Wapshot había fundado el Club de Mujeres en Saint Botolphs y la ocasión se conmemoraba todos los años en el desfile. Coverly no recordaba un Cuatro de Julio en el que su madre no hubiera aparecido en su papel de fundadora. La carroza era sencilla. Una alfombra oriental cubría el suelo del camión o la carreta. Las seis o siete socias fundadoras iban sentadas en sillas plegables, de cara a la trasera del camión. La señora Wapshot estaba de pie ante un atril, llevaba sombrero, tomaba sorbitos de un vaso de agua de vez en cuando y sonreía tristemente a las socias fundadoras o a algún viejo amigo a quien reconocía a lo largo del recorrido. De este modo, por encima de las cabezas de la gente, ligeramente sacudida por el movimiento del camión o la carreta, exactamente igual que esas imágenes religiosas que llevan en procesión por las calles de la zona norte de Boston en otoño, para aplacar las grandes tormentas en el mar, la señora Wapshot aparecía cada año ante sus amigos y convecinos, y era apropiado que la llevasen por las calles, porque no había nadie en el pueblo que hubiese contribuido más a su ilustración. Ella fue quien organizó una comisión para recaudar fondos con destino a una nueva casa parroquial para la iglesia de Cristo. Fue ella quien recaudó un fondo para el abrevadero de granito que había en la esquina y quien, cuando quedó inutilizado, hizo que se plantaran en él geranios y petunias. El nuevo instituto de enseñanza media que se levantaba en la colina, el nuevo cuartel de bomberos, los nuevos semáforos, el monumento conmemorativo de la guerra, sí, sí, hasta los limpios urinarios públicos de la estación ferroviaria cercana al río, eran fruto del genio de la señora Wapshot. Debía de sentirse satisfecha mientras cruzaba la plaza.

El señor Wapshot —el capitán Leander— no andaba por allí. Estaba al timón del Topaze, llevándolo río abajo hacia la bahía. Todas las mañanas de verano, cuando hacía buen tiempo, sacaba la vieja lancha, se detenía en Travertine para enlazar con el tren de Boston y luego cruzaba la bahía hasta Nangasakit, donde había una playa blanca y un parque de atracciones. Había hecho muchas cosas en su vida; fue socio de la compañía de plata de mesa y recibió legados de algunos parientes, pero no había conservado casi nada, y tres años antes, la prima Honora le había dado la capitanía del Topaze para tenerle ocupado y que no se metiera en líos. El trabajo era adecuado para él. El Topaze parecía creación suya; reflejaba su gusto por lo romántico y lo disparatado, su amor por las chicas de la costa y por los largos y alocados días de verano con olor a salitre. La lancha tenía una línea de flotación de dieciocho metros, un viejo motor Harley de una sola hélice y suficiente espacio en la cabina y en las cubiertas para cuarenta pasajeros. Era un cascarón poco marinero que se movía —se decía Leander— como un inmueble, con sus cubiertas abarrotadas de colegiales, prostitutas, hermanas de la caridad y otros turistas, su estela sembrada de cáscaras de huevo duro y envoltorios de bocadillos y sus huesos trepidando tan violentamente a cada cambio de velocidad que la pintura se le desprendía del casco. Pero a Leander, desde su puesto al timón, la travesía se le antojaba gloriosa y triste. Las maderas de la vieja lancha parecían mantenerse unidas gracias a la luminosidad y transitoriedad del verano y olía a los desechos veraniegos, a zapatillas playeras, toallas, trajes de baño, y a las tablas, baratas y fragantes, de las viejas casetas de baño. Atravesando la bahía, la la

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