Bullet Park

John Cheever

Fragmento

Capítulo I

I

Imaginen una pequeña estación ferroviaria, diez minutos antes del anochecer. Más allá del andén están las aguas del río Wekonsett, reflejando una sombría luz crepuscular. La arquitectura de la estación es extrañamente informal, lúgubre aunque no inspira temor; se parece sobre todo a una pérgola, un chalet o una casa de campo, aunque este es un clima de inviernos rigurosos. Las farolas a lo largo del andén arden con un sonido quejumbroso casi palpable. El escenario parece estar de algún modo en el centro de todo. Viajamos casi siempre en avión, pero el espíritu de nuestro pueblo sigue siendo aún el de un país de trenes. Te despiertas en un coche cama a las tres de la madrugada, en una ciudad cuyo nombre no conoces y quizá nunca descubras. Hay un hombre de pie en el andén con un niño sobre los hombros. Saludan con la mano a algún pasajero, pero ¿qué hace el niño levantado a esas horas y por qué llora el hombre? En un apartadero, más allá del andén, hay un vagón restaurante iluminado, donde un camarero hace cuentas, sentado solo a una mesa. Un poco más allá, hay un depósito de agua y, más lejos, una calle vacía, bien iluminada. Entonces piensas con alegría que este es tu país: único, misterioso y vasto. Ese tipo de sensaciones no se experimentan en los aviones, ni en los aeropuertos, ni en los trenes de otros países.

Llega un tren, se apea un pasajero y lo recibe un agente inmobiliario llamado Hazzard, porque ¿quién si no iba a conocer con exactitud la edad, la utilidad, el valor y el estado de conservación de las casas del pueblo?

—Bienvenido a Bullet Park. Esperamos que le guste tanto como para quedarse a vivir aquí con nosotros.

Resulta que el señor Hazzard no vive en Bullet Park. Su nombre, como el de casi todos los agentes de la propiedad inmobiliaria registrados, aparece clavado en los árboles de las parcelas en venta, pero él atiende sus negocios en una pequeña oficina del pueblo vecino. El forastero ha dejado a su esposa en el hotel Plaza, viendo la televisión. La búsqueda de un techo parece desarrollarse en él a un nivel casi primigenio. Los precios están muy altos en estos tiempos y nada es exactamente lo que uno quiere. La pintura desconchada y los enseres abandonados de los propietarios anteriores parecen tan vivos y agobiantes como la ropa y los papeles que se clasifican tras la muerte de un familiar. La casa o el piso que busca —lo sabe— tendrá que haber aparecido al menos dos veces en sus sueños. Cuando haya pasado todo, cuando el jardín esté plantado y los muebles colocados, los rigores de la travesía quedarán ocultos; pero, esta tarde, la memoria sanguínea de viajes y migraciones discurre por sus venas. Los habitantes de Bullet Park quieren hacer ver no tanto que han llegado al lugar, sino que han sido plantados y han crecido allí, lo que naturalmente es falso. Desorden, camiones de mudanza, créditos bancarios a un elevado interés, lágrimas y desesperación han caracterizado la mayor parte de sus llegadas y partidas.

—Este es nuestro centro comercial —explica Hazzard—. Tenemos toda clase de planes para mejorarlo. Eso de ahí es Powder Hill —dice, señalando con la cabeza una colina iluminada, a la derecha—. Hay una finca allí que me gustaría enseñarle. La dueña pide cincuenta y siete mil. Cinco dormitorios, tres baños...

Las luces de Powder Hill titilaban, sus chimeneas humeaban y un cubretapa de inodoro de felpa rosa ondeaba en un tendedero. Visto por algún adolescente entusiasta y vengativo a una distancia improbable que permitiera dominar el campo de golf, se habría dicho que el trozo de felpa era el imprimátur, el sello, el marbete, el estandarte de Powder Hill, detrás del cual marchaban, con ajustados zapatos ingleses, las legiones de insolventes espirituales, propensos a intercambiar esposas, a despotricar contra los judíos y a pelearse por culpa del alcohol. Malditos sean todos ellos, pensó el adolescente. Malditas sean las luces brillantes que nadie usa para leer, maldita la música constante que nadie escucha, malditos los pianos de cola que nadie sabe tocar, malditas las casas blancas hipotecadas hasta los canalones para la lluvia, malditos sean todos ellos por robar los peces al océano para alimentar a los visones cuyas pieles visten y malditas sus bibliotecas donde reposa un único libro: un ejemplar de la guía telefónica, encuadernado en brocado rosa. Maldita sea su hipocresía, malditos sus tópicos, malditas sus tarjetas de crédito, maldita su manera de descartar lo salvaje del espíritu humano, maldita su pulcritud, maldita su lascivia y malditos ellos, por encima de todo, por haber extirpado de la vida esa fuerza, esa hediondez, ese color y ese fervor que le dan sentido. Gritos, gritos y más gritos.

Pero el adolescente, como sucede siempre con los adolescentes, se habría equivocado. Pensemos en los Wickwire, por ejemplo, por delante de cuya casa blanca (precio estimado de reventa: sesenta y cinco mil dólares) pasaban en ese momento Hazzard y el viajero. Si el adolescente hubiese querido atacar las costumbres sociales de Powder Hill, los Wickwire habrían sido un blanco fantástico. Eran encantadores, eran brillantes, eran incandescentes, y su agenda estaba totalmente llena desde el primer lunes de septiembre hasta la fiesta del Cuatro de Julio. Eran literalmente trabajadores sociales —celebrantes—, que usaban su encanto y su brillo para que las cosas funcionasen en el plano social. Eran gente que comprendía que los cócteles y las cenas, en su momento y en su lugar, eran tan importantes para el bienestar de la comunidad como las reuniones electorales, la comisión escolar o los servicios municipales. Para una comunidad que tenía tan pocos altares —cuatro, para ser exactos— y ninguno sacrificial, ellos parecían haber improvisado, como celebrantes serios y abnegados, uno sobre el que literalmente se dejaban parte de su carne y de su sangre. Continuamente se caían por las escaleras, se golpeaban con las esquinas afiladas de los muebles y se metían en las zanjas con el coche. Cuando llegaban a una fiesta, iban impecablemente vestidos, pero con el brazo derecho en cabestrillo. Él apoyaba la pierna coja en un bastón de empuñadura dorada y llevaba gafas oscuras. Ella se había torcido un brazo en una caída. Él se había roto la pierna en invierno y las gafas oscuras disimulaban un ojo amoratado con los emocionantes rojos y violetas de una luna de las últimas noches invernales, sepultada entre las nubes y observada por algún joven desconcertado y anhelante. El brillo de los Wickwire no quedaba menoscabado por sus lesiones. De hecho, casi siempre aparecían con algún miembro en cabestrillo, una extremidad vendada o un despliegue de apósitos adhesivos.

Su brillo, su ardor como celebrantes, es algo serio. Después de cualquier fin de semana corriente, al cabo de tres días seguidos de comer y cenar fuera, la seriedad de su papel se aprecia particularmente cuando la luz del lunes por la mañana resplandece sobre ellos mientras duermen. Cuando suena el despertador, él lo confunde con el teléfono. Como sus hijos están internos en un

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