Nos vemos allá arriba (Los hijos del desastre 1)

Pierre Lemaitre

Fragmento

9788415630647-5

1

Todos los que pensaban que aquella guerra acabaría pronto habían muerto hacía mucho tiempo. Precisamente a causa de la guerra. Así que, en octubre, Albert recibió con bastante escepticismo los rumores sobre un armisticio. Les dio tanto crédito como a la propaganda del principio, que aseguraba, por ejemplo, que las balas de los boches eran tan blandas que se estrellaban contra los uniformes igual que peras pasadas, y provocaban las carcajadas de los regimientos franceses. En cuatro años, Albert había visto la tira de tipos muertos de risa por el impacto de una bala alemana.

Era consciente de que su negativa a creer en la inminencia de un armisticio tenía algo de superstición: cuanto más se espera la paz, menos crédito se da a las noticias que la anuncian, es un modo de ahuyentar la mala suerte. Sólo que esas noticias llegaban día tras día en secuencias cada vez más seguidas y en todas partes se repetía que la guerra estaba realmente a punto de terminar. Por increíble que pudiera parecer, incluso se pronunciaron discursos sobre la necesidad de desmovilizar a los veteranos, que llevaban años en el frente. Cuando el armisticio se convirtió al fin en una perspectiva razonable, hasta los más pesimistas empezaron a acariciar la esperanza de salir con vida de la contienda. En consecuencia, nadie siguió mostrando el mismo ardor en las cuestiones ofensivas. Se decía que la 163.ª División de Infantería intentaría cruzar el Meuse por la fuerza. Aún había quien hablaba de liarse a guantazos con el enemigo, pero, en términos generales, entre los de abajo, entre Albert y sus camaradas, después de la victoria de los aliados en Flandes, la liberación de Lille, la derrota austríaca y la capitulación de los turcos, había mucho menos entusiasmo que entre los oficiales. El éxito de la ofensiva italiana, los ingleses en Tournai, los estadounidenses en Châtillon...: estaba claro quién llevaba las de ganar. El grueso de la unidad se puso a contar las horas, y empezó a vislumbrarse una clara línea divisoria entre quienes, como Albert, habrían esperado al final de la guerra sentados tranquilamente junto al petate, fumando y escribiendo cartas, y quienes se morían de ganas de aprovechar los últimos días para zurrarse un poquito más con los boches.

Esa línea de demarcación se correspondía exactamente con la que separaba a los oficiales del resto de los hombres. Nada nuevo, se decía Albert. Los mandos quieren ganar todo el terreno posible para sentarse a la mesa de negociaciones en posición de fuerza. Serían capaces de sostener que conquistar treinta metros podría cambiar realmente el desenlace de la guerra y que morir hoy es aún más útil que haber muerto ayer.

El teniente d’Aulnay-Pradelle pertenecía a esta categoría. Al referirse a él, todos omitían el nombre de pila, el «de», el «Aulnay» y el guión, y lo llamaban simplemente «Pradelle». Sabían que eso lo sacaba de quicio. Pero jugaban con ventaja, porque no dejarlo traslucir era para él una cuestión de orgullo. Orgullo de clase. A Albert no le gustaba. Quizá porque era guapo. Alto, delgado, elegante, con una buena mata de pelo castaño oscuro y ondulado, la nariz recta y unos labios finos y maravillosamente perfilados. Y los ojos muy azules. Para Albert, un tipo realmente antipático. Y encima, siempre estaba enfadado. Era un hombre impaciente, que no tenía término medio: o aceleraba o frenaba; entre lo uno y lo otro, nada. Avanzaba adelantando un hombro, como si quisiera empujar los muebles, llegaba junto a ti a toda velocidad y se sentaba de golpe, ésa era su marcha habitual. Era una mezcla curiosa: con sus aires aristocráticos, parecía sumamente civilizado y al mismo tiempo absolutamente brutal. En cierto modo, como aquella guerra. Tal vez por eso se encontrara tan a gusto en ella. Y además, tenía una espalda... De remar, o de jugar al tenis, seguro.

Otra cosa que tampoco le gustaba a Albert era su vellosidad. Vello negro por todas partes, hasta en las falanges, que le asomaba por el cuello justo debajo de la nuez. En tiempos de paz, debía de afeitarse varias veces al día para no tener aspecto patibulario. Desde luego, había mujeres a las que eso, tanto pelo, ese lado masculino, salvaje, viril, vagamente español, las impresionaba. A Cécile, sin ir más lejos... Pero dejando aparte a Cécile, el caso es que Albert no tragaba al teniente Pradelle. Y sobre todo no se fiaba de él. Porque le gustaba atacar. Lanzarse al asalto, cargar, conquistar: todo eso le iba de verdad.

Desde hacía un tiempo, sin embargo, parecía menos fogoso que de costumbre. Estaba claro que la perspectiva de un armisticio lo dejaba con la moral por los suelos, cercenaba sus impulsos patrióticos. Al teniente Pradelle, la idea de que la guerra acabara lo mataba.

Mostraba una impaciencia inquietante. La falta de ánimo de la tropa lo irritaba mucho. Cuando recorría las trincheras y arengaba a los hombres, aunque ponía en sus palabras todo el entusiasmo del que era capaz e insistía en la desmoralización del enemigo, al que una última tunda asestaría el golpe de gracia, no conseguía más que algunos gruñidos bastante suaves, los soldados asentían por si acaso y daban cabezadas de sueño. No era sólo el miedo a morir; era la perspectiva de morir entonces. Morir el último, se decía Albert, es como morir el primero, una gran gilipollez.

Pero eso era precisamente lo que iba a pasarle.

Si hasta entonces habían vivido jornadas bastante tranquilas a la espera de un armisticio, de repente todo se aceleró. De arriba había llegado una orden exigiendo que se comprobara más de cerca qué hacían los boches. Sin embargo, no había que ser general para darse cuenta de que hacían lo mismo que los franceses, esperar el final. No importaba, había que ir a ver. A partir de ese momento, ya nadie pudo reconstruir con exactitud la secuencia de los hechos.

Para llevar a cabo la misión de reconocimiento, el teniente Pradelle eligió a Louis Thérieux y Gaston Grisonnier, un joven y un viejo, a saber por qué, la combinación de la fuerza y la experiencia, quizá. En todo caso, cualidades que de poco les sirvieron, ya que ninguno de los dos sobrevivió más de media hora al mandato. En principio, no habrían tenido que avanzar mucho. Debían bordear una línea en sentido nordeste y, a unos doscientos metros, usar la cizalla y después arrastrarse hasta la segunda línea de alambre de espino, echar un vistazo y regresar diciendo que todo iba bien, dado que se sabía que no había nada que ver. Por lo demás, a ninguno de los dos soldados les preocupaba acercarse de ese modo al enemigo. Teniendo en cuenta el statu quo de los últimos días, en caso de que los descubrieran, los boches los dejarían mirar y dar media vuelta, para ellos serían casi una diversión. Sin embargo, mientras los dos observadores avanzaban tan agachados como podían, los cazaron como a conejos. Se oyeron los disparos, tres, y luego, silencio total. Para el enemigo, asunto zanjado. Se intentó localizarlos pero, como se habían ido por el lado norte, no había forma de determinar el sitio donde habían caído.

Alrededor de Albert, todo el mundo se quedó callado. A continuación, se oyeron gritos. Cabrones. Los boches, siempre igual, ¡qué malas bestias! Menudos salvajes, etcétera. ¡Además, un chico y un viejo! Eso no cambiaría nada, pero, en el ánimo de los hombres, los alemanes no se habían conformado con matar a dos soldados franceses, sino que habían atentado contra dos símbolos. Un auténtico furor, vaya.

En cuestión de minutos, con una celeridad de la que no se los creía capaces, los artilleros lanzaron desde la retaguardia andanadas del setenta y cinco sobre las líneas alemanas. A saber cómo se habían enterado.

El mecanismo se había puesto en marcha.

Los alemanes respondieron. En el lado francés, no tardaron mucho tiempo en reunirlos a todos. Aquellos gilipollas se iban a enterar. Era el 2 de noviembre de 1918. Aún no se sabía, pero faltaban menos de diez días para el fin de la contienda.

Y encima, atacar el Día de Difuntos. Aunque no creas demasiado en los símbolos...

Aquí estamos otra vez, pensó Albert, encorreados y listos para subir al andamio (así era como llamaban a la escalera de mano que usaban para salir de la trinchera, qué bonita perspectiva) y lanzarnos de cabeza hacia las líneas enemigas. Todos los hombres en fila india, tensos como cuerdas de arco, tragando saliva. Albert iba el tercero, detrás de Berry y el joven Péricourt, que se volvió como para comprobar que todos estaban en su sitio. Sus miradas se encontraron, Péricourt le sonrió, con la sonrisa de un niño a punto de hacer una travesura. Albert intentó sonreír a su vez, pero no pudo. Péricourt ya se había vuelto. Esperaban la orden de atacar, la febrilidad casi podía palparse. Ahora, los soldados franceses, indignados por el comportamiento de los boches, estaban concentrados en su rabia. Sobre sus cabezas, los obuses estriaban el cielo en ambas direcciones y sacudían la tierra incluso dentro de las trincheras.

Albert miró por encima del hombro de Berry. Subido en un pequeño puesto avanzado, el teniente Pradelle observaba las líneas enemigas con los prismáticos. Albert regresó a su posición en la fila. Si no hubiera habido tanto ruido, podría haber pensado en lo que lo atormentaba, pero los estridentes silbidos se sucedían, interrumpidos tan sólo por explosiones que lo hacían temblar a uno de la cabeza a los pies. Menudas condiciones para concentrarse.

Por ahora, los hombres están a la espera de la orden de ataque. Así que no es mal momento para observar a Albert.

Albert Maillard. Era un chico flaco, de temperamento ligeramente linfático, discreto. Hablaba poco y se le daban bien los números. Antes de la guerra, era cajero en una sucursal parisina de la Banque de l’Union. El trabajo no le gustaba demasiado, pero no lo había dejado por su madre. La señora Maillard sólo tenía un hijo y adoraba a los jefes. Así que, claro, la perspectiva de que Albert fuera jefe en un banco la había extasiado enseguida, convencida de que «con su inteligencia» no tardaría en llegar a lo más alto. Esa exacerbada veneración por la autoridad le venía de su padre, adjunto del subjefe de gabinete del Ministerio de Correos y Telégrafos, que veía la jerarquía de su administración como una metáfora del universo. A la señora Maillard le gustaban todos los jefes sin excepción. No hacía distingos en cuanto a su cualidad o procedencia. Tenía fotos de Clemenceau, de Maurras, de Poincaré, de Jaurès, de Joffre, de Briand... Desde que había perdido a su marido, que comandaba una cuadrilla de vigilantes uniformados en el Museo del Louvre, los grandes hombres le provocaban sensaciones inauditas. A Albert, la banca no lo volvía loco, pero le había seguido la corriente a su madre: era lo mejor. No obstante, había empezado a hacer planes. Quería marcharse, soñaba con Tonquín, aunque de forma bastante vaga, la verdad. En todo caso, con dejar su trabajo de contable y hacer otra cosa. Pero Albert no era un tipo de reacciones rápidas, necesitaba tomarse su tiempo para todo. Y de pronto, había aparecido Cécile, la pasión fulminante, los ojos de Cécile, la boca de Cécile, la sonrisa de Cécile y, a continuación, naturalmente, las tetas de Cécile, el culo de Cécile, imposible pensar en cualquier otra cosa.

Para nosotros, hoy en día, Albert Maillard no es muy alto, un metro setenta y tres, pero para su época no estaba mal. Las chicas lo habían mirado antaño. Sobre todo Cécile. Es decir, Albert había mirado mucho a Cécile y, al final, al sentirse tan mirada y tanto rato, lógicamente ella se había dado cuenta de que Albert existía y también lo había mirado. El rostro de Albert era enternecedor. Durante la batalla del Somme, una bala le había pasado rozando la sien. Se asustó mucho, pero no le quedó más que una cicatriz en forma de paréntesis, que le tiraba del ojo izquierdo y le confería un aire interesante. En su siguiente permiso, Cécile, soñadora y encantada, se la había acariciado con la yema del índice, lo que no había bastado para subirle la moral. De niño, Albert tenía una carita pálida y casi redonda, con unos párpados pesados que le daban aspecto de Pierrot triste. La señora Maillard se privaba de comer para comprarle carne roja, convencida de que estaba pálido porque le faltaba sangre. Albert le había explicado mil veces que eso no tenía nada que ver, pero su madre no era de las que cambian de opinión así como así: siempre encontraba ejemplos, argumentos, no soportaba equivocarse, incluso en sus cartas volvía sobre asuntos que se remontaban a muchos años atrás, era realmente agotadora. A saber si Albert no se habría alistado en cuanto estalló la guerra precisamente por eso. Cuando la señora Maillard se enteró, puso el grito en el cielo, pero, como era una mujer tan expansiva, resultaba imposible distinguir cuánto había en ello de miedo y cuánto de teatro. Había chillado, se había tirado de los pelos y enseguida se había tranquilizado. Dado que tenía una idea bastante clásica de la guerra, pronto se convenció de que, «con su inteligencia», Albert no tardaría en destacar, en subir de graduación. Lo imaginaba lanzándose al asalto en primera línea, llevando a cabo una acción heroica y, acto seguido, ascendiendo a oficial, a capitán, a comandante, incluso a general. En la guerra ocurrían esas cosas. Albert, que estaba haciendo la maleta, la dejó hablar.

Con Cécile fue muy distinto. La guerra no la asustaba. Para empezar, era un «deber patriótico» (Albert se quedó sorprendido, nunca la había oído hablar así); y además, no había verdaderos motivos para tener miedo, era prácticamente un trámite, todo el mundo lo decía.

En cuanto a Albert, tenía sus dudas, pero en el fondo Cécile era un poco como su madre, de ideas bastante fijas. Según ella, la guerra no iba a durar mucho. Albert casi estaba tentado de creerla; con aquellas manos, con aquella boca, con aquel todo, Cécile podía decirle lo que quisiera. Para entenderlo, hay que conocerla, pensaba Albert. Para nosotros, la tal Cécile sería una chica guapa, nada más. Para él era otra cosa. Cada poro de su piel, de la piel de Cécile, estaba formado por una molécula especial, su aliento olía de forma especial... Tenía los ojos azules. Vale. A usted eso no le dice nada, pero para Albert esos ojos eran un precipicio, un abismo. Mire, piense en su boca y póngase un momento en el lugar de nuestro Albert. De esa boca había recibido besos tan cálidos y tiernos que lo elevaban, casi lo hacían estallar, había sentido su saliva entrar en él, la había bebido con tal pasión, Cécile había sido capaz de tales prodigios que ya no era simplemente Cécile, era... Así que ella podía asegurar de repente que la guerra era pan comido, y cuánto había soñado Albert ser pan y que se lo comiera Cécile...

Por descontado, hoy veía las cosas de manera bien distinta. Sabía que la guerra no era otra cosa que una inmensa lotería de balas en la que sobrevivir cuatro años era sencillamente un milagro.

Y acabar enterrado vivo a cuatro días del final de la guerra, con toda franqueza, sería el colmo de la mala suerte.

Pero eso es exactamente lo que va a pasar.

El pobre Albert, enterrado vivo.

Por culpa de la «fatalidad», como diría su madre.

El teniente Pradelle se ha vuelto hacia sus hombres y ha clavado los ojos en los primeros, que a derecha e izquierda lo miran como si fuera el Mesías. Luego ha asentido con la cabeza y respirado hondo.

Minutos después, Albert corre un poco encorvado por un escenario apocalíptico, acosado por los obuses y las sibilantes balas, agarrando el arma con todas sus fuerzas, con paso pesado y la cabeza hundida entre los hombros. La tierra se le pega a los borceguíes, porque en los últimos días ha llovido mucho. A su lado hay tipos que gritan como locos, para embriagarse, para armarse de valor. Otros, en cambio, avanzan como él, concentrados, con el estómago encogido y la garganta seca. Todos corren hacia el enemigo poseídos por una furia ciega, por el deseo de venganza. De hecho, quizá sea un efecto perverso del anuncio de un armisticio. Han sufrido tantísimo que ver acabar la contienda así, con tantos compañeros muertos y tantos enemigos vivos, casi los hace desear una matanza, terminar con aquello de una vez por todas. Liquidarían a cualquiera.

Incluso Albert, aterrorizado por la idea de morir, destriparía a quien fuera. Pero debe salvar no pocos obstáculos. Mientras corre, tiene que desviarse a la derecha. Al principio, ha seguido la línea fijada por el teniente, pero con las balas silbando a su alrededor y los obuses, lógicamente, uno acaba zigzagueando. Además, a Péricourt, que avanzaba justo delante de él, acaba de alcanzarlo una bala y se ha desplomado casi a sus pies, y a Albert apenas le ha dado tiempo de saltar por encima. Pierde el equilibrio, corre a trompicones varios metros y cae sobre el cuerpo del viejo Grisonnier, cuya inesperada muerte ha dado el pistoletazo de salida para la última carnicería.

Pese a que las balas silban a su alrededor, al verlo allí tendido, Albert se queda petrificado.

Lo ha reconocido por el capote, porque siempre llevaba en la botonera esa cosa roja, «mi legión de horror», como la llamaba él. Grisonnier no era un tipo brillante, ni refinado, pero sí una buena persona y todo el mundo lo apreciaba. No cabe duda, es él. Su gran cabeza está como incrustada en el barro, mientras que el resto del cuerpo parece haber caído a la buena de Dios. Justo al lado, Albert reconoce al otro, al joven, Louis Thérieux. También se halla parcialmente cubierto de barro, aovillado, casi en posición fetal. Morir a su edad, y en esa postura... Se conmueve.

No sabe qué le ha dado, pero por intuición agarra de un hombro a Grisonnier y lo empuja. El cadáver se vuelve pesadamente y queda boca abajo. Albert tarda unos segundos en comprender. Entonces la verdad le salta a la vista: cuando corres hacia el enemigo, no mueres de dos tiros en la espalda.

Pasa por encima del cuerpo y continúa avanzando, de nuevo encorvado, sin saber por qué, las balas te alcanzan igual erguido que agachado, pero por instinto uno siempre intenta ofrecer el menor blanco posible, como si se hiciera la guerra temiendo siempre al cielo. Ahora está ante el cuerpo del pobre Louis. Así, con los puños apretados junto a la boca, es increíble lo joven que parece, unos veintidós. Albert no le ve la cara, completamente cubierta de barro, sólo la espalda. Una bala. Con las dos del viejo, suman tres. Las cuentas cuadran.

Cuando se levanta, sigue desconcertado por su hallazgo. Por lo que significa. A unos días del armisticio, cuando los hombres ya no tenían ninguna prisa para ir a buscarles las cosquillas a los boches, la única forma de que atacaran era cabrearlos. ¿Dónde estaba Pradelle cuando les habían disparado a aquellos dos hombres por la espalda?

Dios mío...

Estupefacto ante el hallazgo, Albert se vuelve y, a sólo unos metros de distancia, ve al teniente Pradelle, que avanza hacia él tan deprisa como se lo permite la impedimenta.

Corre decidido con la cabeza bien alta. Pero lo que más llama la atención de Albert es la mirada del teniente, directa y fija. Totalmente resuelta. De golpe todo se aclara, toda la historia.

En ese instante, Albert comprende que va a morir.

Intenta dar unos pasos, pero nada le obedece, ni las piernas ni el cerebro. Nada. Todo sucede demasiado deprisa. Como ya he señalado, Albert no es un hombre de reacciones rápidas. En tres zancadas, Pradelle se ha plantado junto a él. Justo al lado, un ancho hoyo, el cráter de un obús. Albert recibe el impacto del hombro del teniente en pleno pecho y se le corta la respiración. Pierde el equilibrio, manotea en el aire y cae hacia atrás, al hoyo, con los brazos en cruz.

Y mientras va hundiéndose en el barro, como a cámara lenta, ve alejarse la cara de Pradelle y su mirada, en la que ahora advierte cuánto hay de desafío, certeza y provocación.

En el fondo del agujero, Albert rueda sobre sí mismo, frenado apenas por la impedimenta. Las piernas se le enredan en la correa del fusil, pero consigue levantarse y, al instante, se arroja contra la inclinada pared, como quien, temiendo que lo descubran u oigan, se apresura a arrimarse a una puerta. Con los talones clavados en la tierra, arcillosa y resbaladiza como el jabón, trata de recuperar el aliento. Sus pensamientos, breves y caóticos, vuelven una y otra vez a la gélida mirada del teniente Pradelle. Por encima de él, la batalla parece arreciar, el cielo está cuajado de guirnaldas. Halos azules y anaranjados iluminan la lechosa bóveda. Los obuses caen en ambos campos, como en Gravelotte, con un denso e ininterrumpido estruendo, una tormenta de silbidos y explosiones. Albert alza los ojos. Arriba, erguida sobre su cabeza como el ángel exterminador, la esbelta silueta del teniente Pradelle se recorta contra el borde del agujero.

Albert tiene la sensación de haber caído largo rato. En realidad, entre ellos habrá... ¿cuánto, dos metros? Tal vez ni eso. Pero es suficiente. El teniente Pradelle está arriba, con las piernas separadas y agarrándose con ambas manos el cinturón. A su espalda, los intermitentes resplandores del combate. Mira tranquilamente al fondo del hoyo. Inmóvil. Con los ojos clavados en Albert y con una leve sonrisa en los labios. No moverá ni un dedo para sacarlo de allí. Furioso, con la sangre hirviéndole, Albert agarra el fusil, resbala, consigue recobrar el equilibrio y se apoya la culata en el hombro. Sin embargo, cuando al fin consigue apuntar hacia el borde del agujero, ya no hay nadie. Pradelle ha desaparecido.

Está solo.

Suelta el fusil y de nuevo intenta recuperar el aliento. Debería apresurarse y trepar por la pendiente, correr tras Pradelle, dispararle por la espalda, saltarle al cuello. O ir en busca de los demás, contárselo, gritar, hacer algo, aunque no sabe muy bien qué. Pero está muy cansado. El agotamiento lo vence. Porque todo es realmente absurdo. Es como si hubiera soltado la maleta, como si hubiera llegado. Aunque quisiera, no podría subir allí arriba. Ya empezaba a ver el final de la guerra, y ahora ahí está, en el fondo de un agujero. Más que sentarse, se derrumba en el suelo con la cabeza entre las manos. Trata de analizar la situación con serenidad, pero la moral acaba derritiéndosele. Como un sorbete, uno de esos sorbetes de limón que tanto le gustan a Cécile, que le hacen rechinar los dientes y arrugar la cara como un gatito, mientras él se muere de ganas de estrecharla entre sus brazos. Hablando de Cécile, ¿cuándo recibió su última carta? Eso también lo ha agotado. No lo ha comentado con nadie: las cartas de Cécile se han vuelto más cortas. Dado que la guerra está a punto de acabar, le escribe como si ya hubiera terminado, como si ya no mereciera la pena extenderse. Para quienes tienen una familia entera es distinto, siempre les llegan cartas, pero para él, que sólo tiene a Cécile... Sí, también está su madre, pero su madre es una pesada. Sus cartas se parecen a sus conversaciones: si ella pudiera decidirlo todo en su lugar... Eso, unido a las muertes de tantos camaradas, en los que le gustaría no pensar demasiado, ha agotado a Albert, ha ido minándolo. Ya ha vivido otros momentos de desánimo, pero ahora es muy inoportuno. Justo cuando necesitaría toda su energía. No sabría explicar por qué, pero de pronto algo se ha roto en su interior. Lo siente en las entrañas. Se parece a una inmensa fatiga y es pesado como una piedra. Un tozudo rechazo, algo infinitamente pasivo y sereno. Como el final de alguna cosa. Tras alistarse, cuando intentaba imaginarse la guerra, como muchos, se decía en secreto que en caso de dificultad no tendría más que hacerse el muerto. Se desplomaría e incluso, en aras de la verosimilitud, soltaría un grito y fingiría haber recibido una bala en el corazón. Luego bastaría con quedarse tendido y esperar a que las cosas se calmaran. Cuando anocheciera, se arrastraría hasta el cuerpo de un compañero, en su caso muerto de verdad, y le robaría la documentación. A continuación, seguiría reptando durante horas, parándose y conteniendo la respiración cuando oyera voces en la oscuridad. Con infinita precaución, avanzaría hasta dar con una carretera, que seguiría en dirección norte (o sur, según las versiones). Mientras caminaba, se aprendería de memoria los datos de su nueva identidad. Entonces se toparía con una unidad extraviada, cuyo cabo primero, un tipo alto con... Bueno, como puede verse, para ser cajero de banco, Albert tiene una imaginación bastante novelesca. Seguramente, influida por las fantasías de la señora Maillard. Al inicio del conflicto, Albert compartía esa visión sentimental con muchos otros. Veía tropas con elegantes uniformes rojos y azules que avanzaban en formación cerrada hacia un ejército enemigo aterrorizado. Los soldados blandían sus relucientes bayonetas, mientras las dispersas humaredas de los obuses confirmaban la derrota del adversario. En el fondo, Albert se apuntó a una guerra stendhaliana y se encontró con una prosaica y salvaje matanza que causó mil muertos diarios durante cincuenta meses. Para hacerse una idea, bastaría con elevarse un poco y contemplar el panorama alrededor de su agujero: un terreno donde no queda rastro de vegetación, salpicado de miles de cráteres de obús y cubierto de centenares de cadáveres en descomposición, cuyo hedor insoportable flota en el aire todo el día. Al primer momento de calma, ratas grandes como liebres corretean afanosamente de cadáver en cadáver para disputar a las moscas los restos que los gusanos ya han empezado a devorar. Albert lo sabe muy bien, porque fue camillero durante la batalla del Aisne y, cuando ya no encontraba heridos gimiendo o aullando, recogía cadáveres de todo tipo, en cualquier estado de putrefacción. De eso sabe un montón. No fue un trabajo agradable para él, que siempre había sido tan sensible.

Para colmo, tratándose de alguien que está a punto de quedar enterrado vivo, también padece una ligera claustrofobia.

De niño, la idea de que su madre cerrara la puerta de la habitación al salir le ponía los pelos de punta. Pero seguía acostado y no rechistaba, no quería afligirla, pues siempre se quejaba de que ella ya tenía bastantes preocupaciones. Sin embargo, la noche y la oscuridad lo impresionaban. Incluso más tarde, no hacía tanto, con Cécile, cuando jugaban bajo las sábanas, si se veía totalmente cubierto, se quedaba sin respiración y era presa del pánico. Encima, a veces Cécile apretaba las piernas a su alrededor para retenerlo. Para probar, decía riendo. O sea, que morir asfixiado es la forma de muerte que más miedo le da. Suerte que no piensa en ello, porque si no, en comparación con lo que va a pasarle, estar aprisionado entre los sedosos muslos de Cécile, incluso con la cabeza bajo las sábanas, le parecería el paraíso. Si lo pensara, le entrarían ganas de morirse.

Lo que no le vendría mal, porque es justo lo que va a pasarle. Pero no enseguida. Dentro de unos instantes, cuando el fatídico obús estalle a unos metros de su agujero y levante un chorro de tierra de la altura de un muro, que se vendrá abajo y lo cubrirá totalmente, no le quedará mucho de vida, pero sí suficiente para comprender a la perfección lo que está sucediéndole. Y entonces se apoderará de él un salvaje deseo de sobrevivir, como el que deben de sentir las ratas de laboratorio cuando las agarran de las patas traseras, o los cerdos a los que van a degollar, o las vacas a las que van a sacrificar, una especie de resistencia primitiva. Pero para eso habrá que aguardar un poco. Esperar a que sus pulmones se blanqueen buscando el aire, a que su cuerpo se agote en el desesperado intento de liberarse, a que su cabeza amenace con estallar, a que su mente se rinda a la locura, a que... Bueno, no adelantemos acontecimientos.

Albert se vuelve, mira hacia lo alto una vez más... En realidad, no está tan arriba, simplemente está demasiado arriba para él. Intenta hacer acopio de todas sus energías y pensar sólo en eso, en subir, en salir del agujero. Recoge la impedimenta y el fusil, se agarra a la tierra y, pese al cansancio, empieza a trepar por la pendiente. No es fácil. Sus pies resbalan, se escurren en el arcilloso fango, no consiguen afirmarse; de nada sirve que clave los dedos en el barro y busque un punto de apoyo golpeándolo con fuerza con la punta de la bota: vuelve a caer. Suelta la mochila y el fusil. Si hiciera falta, se desnudaría por completo. Se pega a la pared y empieza de nuevo a trepar sobre el vientre, se mueve como una ardilla en una jaula, araña el vacío y cae en el mismo sitio una y otra vez. Jadea, gime y acaba gritando. El pánico se apodera de él. Siente aflorar las lágrimas y golpea con el puño la pared de arcilla. El borde no está tan lejos, joder, si estira el brazo casi lo toca, pero las suelas de sus botas patinan, pierden al instante cada centímetro ganado. ¡Tienes que salir de este puto agujero!, se grita a sí mismo. Y va a salir. Morir, sí, algún día, pero no ahora, sería una gilipollez. Va a salir de allí, e irá a buscar a Pradelle, entre los boches si es necesario, lo encontrará y lo matará. La idea de cargarse a ese cabrón le da ánimo.

Por un instante, reflexiona sobre esta triste constatación: lo que los boches no han logrado en los cuatro años que llevan intentándolo, al final lo conseguirá un oficial francés.

Mierda.

Albert se arrodilla y abre la mochila. La vacía y se pone la taza de hojalata entre las piernas. Extenderá el capote en la resbaladiza pared y clavará en la arcilla cuanto tiene a mano para utilizarlo como asidero; se vuelve y, en ese preciso momento, se oye el obús a unas decenas de metros sobre él. Repentinamente inquieto, alza la cabeza. En los últimos cuatro años, ha aprendido a distinguir los obuses del setenta y cinco de los del noventa y cinco, los del ciento cinco de los del ciento veinte... Éste le hace dudar. Tal vez por la profundidad del agujero, o por la distancia, se anuncia con un ruido extraño, como nuevo, más sordo y al mismo tiempo más ahogado que los otros, un zumbido amortiguado que termina en un silbido escalofriante. Al cerebro de Albert apenas le da tiempo a preguntárselo. La explosión es tremenda. Presa de una fulminante convulsión, la tierra se agita y emite un enorme y lúgubre gruñido antes de alzarse. Un volcán. Desequilibrado por la sacudida, y también sorprendido, Albert mira a lo alto, porque de pronto todo se ha oscurecido. Y allí arriba, en lugar del cielo, a unos diez metros sobre su cabeza, ve alzarse como a cámara lenta una inmensa ola de tierra marrón, cuya móvil y sinuosa cresta va doblándose lentamente sobre él y empieza a descender para envolverlo. Una lluvia menuda, casi perezosa, de guijarros, terrones y residuos de todo tipo anuncia su inminente llegada. Albert se aovilla y contiene la respiración. No es ni mucho menos lo que debería hacer; al contrario, tendría que estirarse lo máximo posible, cualquier enterrado en vida lo confirmaría. Luego, durante dos o tres segundos interminables Albert no puede apartar los ojos de la cortina de tierra que flota en el cielo como si dudara sobre el sitio o el momento en que debe caer.

En cuestión de instantes, esa cortina se desplomará sobre él y lo cubrirá por entero.

En circunstancias normales, Albert parece, para ser gráficos, un personaje de Tintoretto. Siempre ha tenido una expresión doliente, la boca muy delineada, la barbilla prominente y profundas ojeras que resaltan unas cejas arqueadas y muy negras. Pero en estos momentos, tal como mira al cielo y ve acercarse la muerte, más bien parece un san Sebastián. De repente, el dolor y el miedo han contraído sus facciones, y su rostro se ha crispado en una especie de súplica, tanto más inútil cuanto que Albert nunca ha creído en nada y, con la racha que lleva, no va a empezar a creer en algo ahora. Ni aunque le diera tiempo.

Con un bestial chasquido, la ola de tierra se derrumba sobre Albert. Cabría esperar que el impacto acabara con él de forma instantánea, estaría muerto y todo habría terminado. Lo que ocurre es peor. Los guijarros y las piedras siguen cayéndole encima como una granizada y, por fin, llega la tierra, que empieza a cubrirlo, cada vez más pesada. Su cuerpo está apretado contra el suelo.

Paulatinamente, a medida que la tierra va amontonándose, queda inmovilizado, aplastado, comprimido.

La luz desaparece.

Todo se detiene.

Un nuevo orden se instala en el mundo, un mundo donde ya no existe ninguna Cécile.

Lo primero que lo sorprende, justo antes del pánico, es la interrupción del estruendo de la contienda. Como si de pronto todo hubiera enmudecido, como si Dios hubiera pitado el final del partido. Por supuesto, si prestara un poco de atención, se daría cuenta de que nada se ha detenido, de que, sencillamente, los sonidos le llegan filtrados, amortiguados por el volumen de tierra que lo cubre y aprisiona, casi inaudibles. Pero ahora mismo Albert tiene preocupaciones más urgentes que aguzar el oído para saber si la guerra continúa, porque, por lo que a él respecta, está a punto de acabar.

En cuanto cesa el estrépito, se sobrecoge. Estoy bajo tierra, piensa. Pero es sólo una idea bastante abstracta. El asunto toma un cariz terriblemente concreto cuando se dice: Estoy enterrado vivo.

Y al comprender la magnitud de la catástrofe, la clase de muerte que lo espera, cuando se percata de que morirá ahogado, asfixiado, se vuelve loco, instantánea, totalmente loco. En su cabeza todo se confunde, y él aúlla, malgastando en ese inútil grito el poco oxígeno que le quedaba. Estoy enterrado, se repite hasta la extenuación, y su mente se abisma a tal punto en tan aterradora evidencia que ni siquiera se le ocurre volver a abrir los ojos. Lo único que hace es tratar de moverse en cualquier dirección. Todas las fuerzas que le quedan, todo el pánico que crece en él, se transforman en esfuerzo muscular. Debatiéndose, gasta una energía increíble. En vano.

Y de repente se detiene.

Porque acaba de percatarse de que ha movido las manos. Muy poco, pero las ha movido. Contiene la respiración. Al caer, la arcillosa y empapada tierra ha formado una especie de caparazón a la altura de sus brazos, sus hombros y su cabeza. El mundo donde está como petrificado le ha concedido algunos centímetros aquí y allá. De hecho, encima de él no hay demasiada tierra. Y lo sabe. ¿Cuarenta centímetros, quizá? Pero está tendido debajo de ella, y esa capa de tierra basta para paralizarlo, impedirle cualquier movimiento y condenarlo.

Alrededor, el suelo tiembla. La guerra continúa, los obuses siguen estremeciéndolo, sacudiéndolo.

Albert abre los ojos, al principio con timidez. Reina la noche, pero no la oscuridad total. Mínimos rayos de luz blancuzca se filtran débilmente hasta él. Una claridad de una palidez extraordinaria, apenas de este mundo.

Se obliga a respirar de forma entrecortada. Aparta los codos unos centímetros y consigue estirar un poco los pies, lo que amontona la tierra en el otro lado. Con infinita precaución, luchando contra el creciente pánico, intenta volver la cara para respirar. Al instante, un bloque de tierra cede, como una burbuja que estalla. Con un movimiento reflejo, sus músculos se tensan y su cuerpo se encoge. Pero no pasa nada más. ¿Cuánto rato permanece así, en ese equilibrio inestable, mientras el aire sigue enrareciéndose, imaginando la muerte que se avecina, cómo será carecer de oxígeno y darse cuenta de ello, que los vasos sanguíneos te estallen uno tras otro como globos, que los ojos se te abran hasta no poder más, como si intentaran ver el aire que falta? Milímetro a milímetro, mientras se esfuerza por respirar lo menos posible y no pensar, no verse en esa situación, estira la mano, palpa delante de él. De repente, nota algo bajo los dedos, pero la blancuzca claridad, aunque un poco más intensa, no le permite distinguir lo que tiene alrededor. Sus yemas rozan algo blando que no es tierra ni arcilla, algo casi sedoso, con textura.

Tarda un rato en comprender qué es.

A medida que se acostumbran a la oscuridad, sus ojos empiezan a distinguir lo que tienen delante: dos gigantescos belfos, de los que brota un líquido viscoso, unos inmensos dientes amarillentos, unos grandes ojos azulados, que se deshacen...

Una enorme y repugnante cabeza de caballo, una monstruosidad.

Albert no puede evitar un brusco movimiento de retroceso. Su cabeza golpea el caparazón, la tierra vuelve a desmoronarse sobre él, le inunda el cuello... Alza los hombros para protegerse, evita moverse y respirar. Deja pasar los segundos.

Al horadar el suelo, el obús ha desenterrado uno de los innumerables jamelgos muertos que se pudren en el campo de batalla y acaba de entregarle la cabeza a Albert. Ahora el joven y el caballo muerto están cara a cara, casi besándose. El derrumbe ha permitido al soldado liberar las manos, pero la capa de tierra es muy pesada, muchísimo, y le comprime la caja torácica. Reanuda lentamente su entrecortada respiración, aunque sus pulmones ya no pueden más. Las lágrimas empiezan a aflorar, pero consigue reprimirlas. Se dice que llorar es aceptar la muerte.

Sería mejor que dejara de luchar, porque esto ya no durará mucho.

No es verdad que en el momento de morir veamos toda nuestra vida en un vertiginoso instante, pero sí vemos imágenes. Algunas, muy antiguas. La cara de su padre, tan nítida, tan precisa que Albert juraría que está allí, bajo tierra, con él. Seguramente es porque no tardarán en reencontrarse. Lo ve de joven, con la misma edad que tiene él ahora: treinta años y pico. Lástima que no sea el pico que necesitaría... Viste el uniforme del museo, se ha puesto pomada en el bigote y no sonríe, como en la foto del aparador. A Albert le falta el aire. Le duelen los pulmones, tiene espasmos. Trata de pensar. Pero no hay manera, la desesperación puede más que él, el espantoso miedo a la muerte le brota de las entrañas. Ahora las lágrimas afloran a su pesar. La señora Maillard lo contempla con desaprobación, está claro que este chico jamás aprenderá, mira que caerse a un agujero, hay que ver; morirse justo antes de que acabe la guerra, pase; es una idiotez, pero, en fin, puede entenderse; en cambio, morir enterrado, o sea, en el lugar de un hombre ya muerto... Muy propio de Albert, que nunca puede ser como los demás, siempre un poco peor. De todas formas, si no muriera en la guerra, ¿qué sería de este chico? Al final, la señora Maillard le sonríe. Si Albert muere, al menos habrá un héroe en la familia, lo que tampoco está tan mal.

Tiene la cara casi azul, las sienes le laten a un ritmo increíble, como si todas sus venas estuvieran a punto de estallar. Llama a Cécile, le gustaría estar otra vez entre sus piernas, apretado a más no poder, pero las facciones de Cécile no aparecen, como si ella se hallara demasiado lejos para llegar junto a él, y eso es lo que más le duele, no verla en esos momentos, que ella no lo acompañe. No tiene más que su nombre, Cécile, porque en el mundo donde se hunde ya no hay cuerpos, únicamente palabras. Le gustaría suplicarle que fuera con él, porque morir le da un miedo espantoso. Pero es inútil, va a morir solo, sin ella.

Así que hasta la vista, nos vemos allá arriba, mi querida Cécile, dentro de mucho tiempo.

Luego, el nombre de Cécile también se borra, para dar paso al rostro del teniente Pradelle, con su insoportable sonrisa.

Albert se agita como un poseso. Sus pulmones se llenan cada vez menos, silban si hace fuerza. Empieza a toser, mete el vientre. Ya no hay aire.

Agarra la cabeza del caballo, consigue aferrar los viscosos belfos, cuya carne le resbala entre los dedos, sujeta los grandes dientes amarillentos y, con un esfuerzo sobrehumano, le abre la boca y respira a pleno pulmón la pútrida vaharada que emana de ella. De ese modo, consigue ganar unos segundos de vida, se le revuelve el estómago, vomita, los espasmos vuelven a sacudirlo de pies a cabeza, pero intenta darse la vuelta en busca de una pizca de oxígeno, en vano.

La tierra pesa mucho, ya casi no hay luz, sólo los temblores del suelo, aporreado por los obuses, que siguen lloviendo allá arriba... Después, ya no le llega nada. Nada. Sólo un estertor.

Entonces lo invade una gran paz. Cierra los ojos.

Se desmaya, su corazón se hunde, su razón se apaga, Albert se sume en la nada.

El soldado Albert Maillard acaba de morir.

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2

El teniente d’Aulnay-Pradelle, hombre resuelto, salvaje y primitivo, corría por el campo de batalla en dirección a las líneas enemigas con el ímpetu de un toro. Era impresionante esa manera suya de no temer nada. En realidad, no había en ello tanto coraje como se podría pensar. No era tan heroico; simplemente, se había convencido enseguida de que no moriría allí. Tenía la certeza de que aquella guerra no iba a matarlo, sino que le ofrecería oportunidades.

En ese repentino asalto a la cota 113, su feroz determinación se debía, por supuesto, a que odiaba a los alemanes más allá de toda medida, casi con un odio metafísico, pero también al hecho de que se acercaba el final de la contienda y le quedaba muy poco tiempo para aprovechar las ocasiones que un conflicto como aquél, el conflicto por excelencia, brindaba a los hombres como él.

Albert y el resto de la tropa lo habían intuido: aquel tipo era un aristócrata, en versión pobre. En las tres generaciones anteriores, una sucesión de desastres bursátiles y reveses varios habían dejado literalmente sin blanca a los Aulnay-Pradelle. Del antiguo esplendor de sus antepasados, el teniente sólo había heredado la Sallevière, la casa familiar, en ruinas, el prestigio de su apellido, un par de ascendientes muy lejanos, algunas relaciones inciertas y un ansia por recuperar su puesto en la sociedad rayana en la obsesión. Vivía la precariedad de su situación como una injusticia, y recobrar su rango en la jerarquía aristocrática era su ambición fundamental, una auténtica monomanía por la que estaba dispuesto a sacrificarlo todo. Su padre se había pegado un tiro en el corazón en un hotel de provincias después de dilapidar lo poco que quedaba. Según la leyenda, su madre, fallecida un año después, había sucumbido al dolor. Sin hermanos ni hermanas, el teniente se encontró con que era el último Aulnay-Pradelle, y esa circunstancia de «fin de raza» le provocaba una aguda sensación de urgencia. Tras él, la nada. La interminable decadencia de su padre lo había convencido a muy temprana edad de que la refundación de la familia descansaba únicamente sobre sus hombros, y estaba seguro de poseer la voluntad y el talento necesarios para hacerla realidad.

Añadamos a eso que era bastante atractivo, siempre que a uno lo atraigan las bellezas insulsas, claro, pero el caso es que las mujeres lo deseaban y los hombres lo envidiaban, y esas señales no engañan. Muchos considerarán que con ese físico y ese apellido sólo le faltaba la fortuna. Y ésa era precisamente su opinión e incluso su único credo.

Así que es comprensible que se hubiera esforzado tanto en provocar aquel ataque que tan ardientemente deseaba el general Morieux. Para el Estado Mayor, aquella cota 113 era una verruga, un punto minúsculo sobre el mapa que le hacía la burla día tras día, una de esas cosas que te sacan de quicio, que son más fuertes que tú.

El teniente Pradelle carecía de esa clase de fijaciones, pero también codiciaba la cota 113, porque estaba en lo más bajo del escalafón, aquello se acababa y, al cabo de unas semanas, sería demasiado tarde para destacar. Ser teniente en tres años no estaba nada mal. Ahora, un golpe de efecto, y asunto concluido: desmovilizado como capitán.

Pradelle se sentía bastante satisfecho de sí mismo. Convencer a sus hombres de que los boches acababan de cargarse a sangre fría a dos de sus camaradas era garantía de despertar en los soldados una formidable cólera vengadora y motivarlos para lanzarse a la conquista de la cota 113. Una auténtica genialidad.

Después de ordenar el ataque, había confiado a un suboficial dirigir la primera carga. Él se quedó un poco rezagado: tenía un asuntillo que resolver antes de incorporarse al grueso de la unidad. Luego, volvería a subir hacia las líneas enemigas, adelantaría a todo el mundo con sus ágiles zancadas de deportista y llegaría entre los primeros para llevarse por delante a todos los boches que Dios pusiera en su camino.

Tras su primer toque de silbato, cuando los hombres se habían lanzado a la carga, él se situó a una buena distancia a la derecha para impedir que los soldados se desviaran en la dirección inadecuada. Al ver a aquel tipo, ¿cómo se llamaba aquel con cara triste y unos ojos siempre llorosos?, Maillard, eso es, al verlo pararse allí delante, a la derecha, se le había helado la sangre. A saber cómo había llegado hasta allí aquel gilipollas, si acaba de salir de la trinchera.

Pradelle lo vio detenerse, volver sobre sus pasos, arrodillarse intrigado y darle la vuelta al cuerpo del viejo, Grisonnier.

Pero Pradelle no le había quitado ojo a aquel cuerpo desde el comienzo del ataque, porque tenía que encargarse de él a toda costa y hacerlo desaparecer tan deprisa como pudiera, por eso se había quedado cerrando las filas a la izquierda. Para estar tranquilo.

Y aquel gilipollas tenía que pararse en plena carrera a mirar los dos cadáveres, el del viejo y el del joven.

Pradelle arremetió al instante, como un toro, como he dicho. Albert Maillard ya se había erguido. Parecía conmocionado por el descubrimiento. Cuando vio a Pradelle correr hacia él, comprendió lo que iba a pasar e intentó huir, pero su miedo era menos efectivo que la ira del teniente. Cuando quiso reaccionar, tenía a Pradelle encima: un topetazo con el hombro en el pecho, y se precipitó al cráter de un obús y rodó hasta el fondo. Sí, sólo son dos metros, a lo sumo, pero volver a salir no le resultará fácil, necesitará energía, y para cuando lo logre, Pradelle ya habrá resuelto el problema.

Y después ya no habrá nada que decir, puesto que ya no habrá ningún problema.

Pradelle se queda al borde del hoyo y mira al soldado, abajo, sin saber qué solución adoptar, pero no tarda en calmarse, pues sabe que dispone de bastante tiempo. Volverá más tarde. Da media vuelta y se aleja unos metros.

El viejo Grisonnier está tumbado con expresión hosca. La ventaja de la nueva posición es que, al darle la vuelta, Maillard lo ha acercado al cadáver del joven, Louis Thérieux, lo que facilita la tarea. Pradelle echa un vistazo a su alrededor para asegurarse de que nadie lo observa, ocasión ideal para constatar algo: ¡menuda escabechina! Está claro que, en cuanto a efectivos, este ataque saldrá sumamente caro. Pero así es la guerra, y él no está allí para filosofar. Tira de la anilla de su granada, que coloca con toda tranquilidad entre ambos cadáveres. Tiene tiempo para alejarse unos treinta metros y ponerse a cubierto con las manos en los oídos, antes de oír la explosión, que pulveriza los cuerpos de ambos soldados.

Dos muertos menos en la Gran Guerra.

Y dos desaparecidos más.

Ahora debe encargarse de ese gilipollas de ahí abajo, el del agujero. Pradelle saca la segunda granada. Tiene práctica, hace dos meses cogió a quince boches que acababan de rendirse y los hizo formar un círculo. Los prisioneros se interrogaban con la mirada, nadie lo entendía... Con un simple movimiento, Pradelle lanzó una granada al centro del corro dos segundos antes de que estallara. Un trabajo de experto. Cuatro años de experiencia en lanzamiento libre. Una precisión de aúpa. Cuando los tipos comprendieron lo que les caía entre las piernas, ya estaban camino del Walhalla. Ahora podrían meterles mano a las valquirias, los muy cerdos.

Es su última granada. Ya no le quedará nada que arrojar a las trincheras boches. Una pena, pero qué se le va a hacer.

En ese preciso instante, estalla un obús y una enorme ola de tierra se alza en el aire y vuelve a derrumbarse. Pradelle se pone de puntillas para ver mejor. ¡El agujero está completamente tapado!

Cojonudo. El tipo está ahí debajo. ¡Menudo gilipollas!

Encima, se ha ahorrado una granada defensiva.

Tan impaciente como siempre, echa a correr hacia las primeras líneas. Hala, vamos a aclarar las cosas con los boches. Hagámosles un buen regalo de despedida.

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3

A Péricourt lo habían alcanzado en plena carrera. La bala le destrozó la pierna. Soltó un aullido animal y se desplomó en el barro. El dolor era insoportable. Se retorcía y se volvía hacia todos lados sin dejar de gritar y, como no conseguía verse la pierna, que se agarraba con ambas manos a la altura del muslo, temía que un trozo de metralla se la hubiera seccionado. Hizo un esfuerzo desesperado para erguirse un poco, lo consiguió y, pese a las terribles punzadas, se sintió aliviado: su pierna seguía allí, entera. Veía el pie al final, debajo de la rodilla, hecha cisco. Sangraba mucho. Podía mover un poco la punta del pie, sufría como un condenado, pero podía moverla. A pesar del caos, de las balas que silbaban, de los proyectiles de metralla, pensó «tengo la pierna». Y se tranquilizó, porque la idea de quedarse cojo no le hacía ni pizca de gracia.

A veces lo llamaban el Pequeño Péricourt en son de broma, porque, para ser un chico nacido en 1895, era extraordinariamente alto, un metro ochenta y tres, ahí es nada. Además, con esa altura, uno siempre parece delgado. A los quince años ya era así. En el instituto, sus compañeros lo llamaban el Gigante, y no siempre con cariño, porque no era demasiado popular.

Édouard Péricourt, un tío con suerte.

En los colegios a los que había ido, todos eran como él, niños ricos a quienes no les podía pasar nada, que entraban en la vida armados de certezas y de una seguridad cimentada por todas las generaciones de afortunados antepasados que los habían precedido. El caso de Édouard era aún más grave que el de los demás, porque encima tenía buena suerte. Y la gente puede perdonarlo todo, el dinero, el talento... pero la suerte, no, eso es demasiado injusto.

En realidad, más que buena estrella, lo que tenía Édouard era un extraordinario instinto de supervivencia. Cuando el peligro era demasiado grande, cuando las cosas se ponían feas, algo lo avisaba; tenía antenas y hacía lo necesario para seguir en la brecha sin salir malparado. Desde luego, viendo a Édouard Péricourt en esta situación, hundido en el fango con una pierna destrozada el 2 de noviembre de 1918, cabe preguntarse si no se han cambiado las tornas, y de qué modo. En realidad, no, en absoluto, porque no perderá la pierna. Cojeará el resto de su vida, pero sobre dos piernas.

Édouard se quitó el cinturón a toda prisa y se hizo un torniquete, que apretó muy fuerte para cortar la hemorragia. Luego, agotado por el esfuerzo, se relajó y se tumbó. El dolor remitió un poco. Tendría que quedarse así un rato, pero no le gustaba la postura. Se arriesgaba a que lo despanzurrara un obús, o a algo peor... En esa época corría un rumor: por la noche, los alemanes salían de las trincheras e iban a rematar a los heridos con arma blanca.

Para relajar los músculos, apoyó la nuca en el barro con fuerza. Sintió algo de frescor. Ahora veía cuanto había detrás de él al revés. Como si estuviera en el campo, tendido bajo un árbol. Con una chica. Era algo que nunca había hecho con una chica. Las chicas que conocía eran sobre todo las de los burdeles de la zona de Beaux-Arts.

No le dio tiempo a remontarse más en el recuerdo, porque de pronto vio la alta silueta del teniente Pradelle. Momentos antes, mientras se derrumbaba, se retorcía de dolor en el suelo y se hacía el torniquete, Édouard había dejado a todo el mundo corriendo hacia las líneas alemanas, y de repente veía al teniente Pradelle a diez metros detrás de él, de pie, inmóvil, como si la guerra hubiera acabado.

Édouard lo ve de lejos, al revés y de perfil. Con las manos en el cinturón, Pradelle se mira los pies. Parece un entomólogo inclinado sobre un hormiguero. Imperturbable en medio del caos. Como un dios del Olimpo. A continuación, como si el asunto hubiera acabado o dejado de interesarle, aunque también puede ser que haya observado lo suficiente, desaparece. Que un oficial se pare en pleno ataque a mirarse los pies es tan sorprendente que, por un instante, Édouard no siente dolor. Aquello no es normal. Ya es raro que Édouard haya dejado que le destrocen una pierna; ha pasado por la guerra sin un rasguño, sorprende que ahora esté tendido en el suelo con una pierna hecha pedazos, pero, en definitiva, en la medida en que eres soldado y participas en un conflicto considerablemente cruento, que como mínimo te hieran cabe dentro de lo posible. En cambio, que un oficial se detenga bajo las bombas para mirarse los pies...

Péricourt relaja los músculos, apoya la espalda en el suelo y procura respirar con las manos apretadas en torno a la rodilla, justo encima del improvisado torniquete. Pasados unos minutos, no puede evitar arquearse y volver a mirar hacia donde hace un rato estaba Pradelle... Nada. El teniente ha desaparecido. La línea de ataque ha seguido avanzando, las explosiones se han alejado varias decenas de metros. Édouard podría quedarse allí y concentrarse en su herida. Por ejemplo, podría reflexionar y decidir si es mejor esperar ayuda o intentar desplazarse hacia atrás, pero permanece con el cuerpo arqueado como una carpa fuera del agua, con los riñones levantados y los ojos clavados en ese sitio.

Por fin, se decide. Y le resulta muy duro. Se alza sobre los codos para avanzar hacia atrás. La pierna derecha ya no le responde, toda la fuerza la hacen los antebrazos, con el apoyo justo de la pierna izquierda. La otra se arrastra por el fango como un miembro muerto. Cada metro supone un penoso esfuerzo. Y no sabe por qué lo hace. Sería incapaz de explicarlo. Salvo que el tal Pradelle es un hombre realmente inquietante, nadie sabe de qué va. Confirma el dicho de que el auténtico peligro para el soldado no es el enemigo, sino los mandos. Édouard tal vez no está lo bastante politizado como para decirse que es lo propio del sistema, pero desde luego su mente va en esa dirección.

De pronto, se detiene en seco. No se habrá arrastrado más de siete u ocho metros cuando una terrible explosión, un obús de un calibre inaudito lo paraliza. Puede que estar pegado al suelo amplifique las detonaciones. Tensa el cuerpo, rígido, tieso como un palo, y ni su pierna derecha resiste tal rigidez. Parece un epiléptico en pleno ataque. Sus ojos siguen clavados en el sitio en que se encontraba Pradelle hace unos minutos, cuando ve una enorme masa de tierra elevarse en el aire como una oscura y furiosa ola. La ve tan cerca, tan inmensa, que tiene la sensación de que va a sepultarlo. La ola empieza a desplomarse con un estruendo terrible, tan sordo como el suspiro de un ogro. Las explosiones, los silbidos de las balas, las bengalas que estallan en el cielo ya no son nada al lado de ese muro de tierra que se derrumba cerca de él. Petrificado, cierra los ojos. El suelo vibra bajo su cuerpo. Édouard se encoge y aguanta la respiración. Cuando vuelve a abrir los ojos y comprueba que sigue vivo, siente que se ha salvado de milagro.

La tierra ha acabado de caer. Al instante, como una enorme rata de trinchera, con una energía que no sabe de dónde le viene, vuelve a arrastrarse de espaldas, se detiene donde Dios le da a entender y, de pronto, comprende: ha llegado al sitio en que se ha derrumbado la ola y, allí, de la tierra casi pulverulenta, asoma la punta de un objeto de acero. Unos centímetros. Es el extremo de una bayoneta. La cosa está clara. Ahí abajo hay un soldado enterrado.

El caso del enterramiento es un gran clásico, uno de los muchos de los que ha oído hablar, pero al que no se ha enfrentado personalmente. En las unidades en que ha combatido, solía haber zapadores con palas y picos para tratar de desenterrar a los tipos que se encontraban en situación tan desesperada. Siempre llegaban demasiado tarde: los sacaban con la cara cianótica y los ojos como si les hubieran explotado. Por un instante, la sombra de Pradelle vuelve a cruzar la mente de Édouard, pero prefiere no pensar en ello.

Actuar, deprisa.

Se pone boca abajo soltando un aullido, porque ahora la herida de la pierna, de nuevo abierta, ardiente, se aplasta contra el suelo. Aún no se ha apagado su ronco grito cuando los dedos de Édouard, crispados como garras, empiezan a escarbar febrilmente en la tierra. Ridícula herramienta si al individuo sepultado ahí abajo ya ha empezado a faltarle el aire... No tarda en comprenderlo. ¿A qué profundidad estará? Si al menos tuviera algo con que cavar... Se vuelve hacia la derecha. Sus ojos sólo ven cadáveres, allí no hay otra cosa, ningún útil, nada de nada. La única solución es intentar sacar la bayoneta y utilizarla para cavar, pero tardará horas en conseguirlo. Tiene la sensación de que el tipo lo está llamando. Por supuesto, aunque no estuviera a mucha profundidad, con el estrépito reinante sería imposible oírlo por más que aullara, son imaginaciones suyas, le hierve el cerebro. Sin embargo, se percata de la urgencia de la situación. A un enterrado, o lo sacas enseguida o lo sacas muerto. Mientras escarba con las uñas alrededor del trozo de bayoneta que emerge del suelo, Édouard se pregunta si lo conocerá. Por su cabeza desfilan apellidos, caras de compañeros de unidad. Dadas las circunstancias, es absurdo, pero le gustaría salvar a ese tipo y que fuera alguien con quien ha hablado, alguien que le caiga bien. Eso, una idea como ésa, lo hace apresurarse. Le duelen los dedos y, una y otra vez, se vuelve a derecha e izquierda buscando con la mirada cualquier cosa que pudiera serle de ayuda. En vano. Ha conseguido apartar unos diez centímetros de tierra alrededor de la bayoneta, pero cuando intenta sacarla no se mueve ni un milímetro, es como un diente sano, es descorazonador. ¿Cuánto lleva afanándose, dos minutos, tres? Puede que el tipo ya haya muerto. A causa de la postura, empiezan a dolerle los hombros. No va a aguantar mucho rato; una mezcla de duda y agotamiento se apodera de él, sus movimientos se vuelven lentos, le cuesta respirar, se le agarrotan los bíceps, le da un calambre, golpea la tierra con el puño... Y de pronto, está seguro: ¡algo se ha movido! Se le saltan las lágrimas, está llorando de verdad, ha cogido la punta de acero con ambas manos y tira de ella y la agita con todas sus fuerzas y sin parar, se enjuga con el brazo las lágrimas que le bañan el rostro, de repente parece fácil, deja de menear la hoja de acero, vuelve a escarbar y hunde la mano para intentar extraer la bayoneta. Cuando al fin cede, Édouard suelta un grito triunfal. Al sacarla, por un instante la mira incrédulo, como si fuera la primera vez que ve una, pero acto seguido vuelve a clavarla con rabia, rugiendo y aullando mientras apuñala la tierra. Dibuja un amplio círculo con el mellado filo y, poniendo la hoja horizontal, la pasa bajo la tierra para levantarla y, a continuación, apartarla con la mano. ¿Cuánto tarda? El dolor de la pierna va en aumento. Al final lo consigue, ve algo, lo toca, un trozo de tela, un botón, sigue escarbando como un poseso, como un auténtico perro de caza, vuelve a palpar, es una guerrera, mete las manos, los brazos, es como si la tierra se hubiera hundido en un agujero, Édouard nota cosas, no sabe qué. Luego se topa con la lisa superficie de un casco, sigue el contorno, y las yemas de sus dedos tocan al tipo. «¡Eh!» Édouard sigue llorando y al mismo tiempo grita, mientras sus brazos, poseídos por una fuerza descontrolada, hacen limpieza, barren furiosamente la tierra. Por fin la cabeza del soldado aparece a menos de treinta centímetros, como si estuviera dormido. Édouard lo reconoce, ¿cómo se llama? Está muerto. Y la idea es tan desgarradora que se queda quieto mirando a su compañero, que está justo debajo, y por un segundo se siente tan muerto como él, lo que contempla es su propia muerte, y eso le produce un dolor inmenso, inmenso...

Llorando, desentierra el resto del cuerpo, ahora va muy rápido, aparecen los hombros, el pecho, el torso hasta la cintura. ¡Ante el rostro del soldado hay una cabeza de caballo! Es curioso que hayan acabado enterrados juntos, así, frente a frente, piensa. A través de las lágrimas, imagina el dibujo que podría hacerse, no puede evitarlo. Acabaría antes si lograra ponerse de pie, cambiar de postura, pero aun así está consiguiéndolo, mientras dice cosas muy tontas en voz alta. Dice «No te apures», berreando, como si el otro pudiera oírlo; le dan ganas de estrecharlo contra su pecho y decirle cosas de las que se avergonzaría si alguien lo oyera, porque en el fondo está llorando su propia muerte. Está llorando su miedo retrospectivo, ahora puede confesárselo, el miedo que lo consume desde hace dos años a ser un día el soldado muerto y no un soldado que sólo esté herido. Es el final de la guerra, las lágrimas que derrama sobre su camarada son las de su juventud, las de su vida. Qué suerte ha tenido... Lisiado, arrastrando una pierna el resto de su vida. Pero qué suerte. Está vivo. Con grandes brazadas, acaba de desenterrar el cuerpo.

En ese momento se acuerda del apellido: Maillard. El nombre nunca lo ha sabido, todos lo llamaban Maillard.

Y una duda. Acerca el rostro al de Albert, le gustaría que se callara el mundo, un mundo que estalla por todas partes a su alrededor, para escuchar, porque se pregunta: ¿seguro que está muerto? Aunque está tumbado cerca de él y en esa postura no es nada fácil, Édouard lo abofetea como puede. La cabeza de Maillard sigue la inercia del golpe sin resistirse. Eso no significa nada, y la idea que se le ha metido en la cabeza a Édouard de que quizá el soldado no esté muerto del todo es una mala idea que aún va a hacerle más daño, pero, en fin, así son las cosas; ahora que tiene esa duda, esa sospecha, necesita comprobarlo a toda costa, por penoso que nos resulte a nosotros verlo. Dan ganas de gritarle déjalo, has hecho cuanto has podido, dan ganas de cogerle las manos con mucha suavidad y apretárselas entre las nuestras para que pare de moverse de ese modo, de exaltarse, dan ganas de decirle las cosas que se les dice a los niños que sufren ataques de nervios, de abrazarlo hasta que se le agoten las lágrimas. En una palabra, de consolarlo. Pero alrededor de Édouard no hay nadie, ni usted ni yo estamos

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