El amor, el amor, el amor

Carolina Aguirre

Fragmento

El amor, el amor, el amor

Yo me hice guionista de tele un poco por Julio Chávez y otro poco por amor. Mi objetivo era trabajar unos meses en Pol-ka, aprender cómo era la ingeniería de la televisión local y volver enriquecida con ese aprendizaje a la escritura de libros, blogs y otros experimentos solitarios. En el medio, la vida me sorprendió y descubrí que la televisión me gustaba más de lo que había pensado, me quedé algunos meses más, y al poco tiempo ya me ofrecieron mi primer programa de televisión, Farsantes.

El trabajo en las tiras diarias es más o menos siempre igual. Los autores nos reunimos con el productor (en mi caso eran Adrián Suar y Diego Andrasnik) y charlamos del proyecto, pensamos ideas, e intercambiamos figuritas. Después nos vamos a escribir un piloto, uno o dos meses más tarde enviamos un primer boceto, nos volvemos a reunir y a hablar del tema, y así sucesivamente hasta que todos estemos felices con el tono, el ritmo, la naturaleza del programa y estemos seguros de los primeros capítulos. Esa dinámica, una vez que el programa está encaminado, se repite todas las semanas hasta terminar la novela. Con el transcurso de las reuniones, Adrián va redondeando una fórmula que resume un poco lo que espera del programa y en dónde siente que está el corazón del relato. En el caso de Farsantes, un melodrama gay en una serie de abogados del conurbano, pedía que fueran veinte minutos iniciales muy fuertes, que hubiera uno o dos casos atractivos por capítulo, mucho humor en los personajes secundarios y mucho amor: “El amor, el amor, el amor. Siempre el amor. Ahí está el programa”, repetía al terminar cada reunión.

Cuando yo empecé había dos o tres capítulos aprobados que eran más policiales que románticos, así que pedí reescribir algunas escenas entre los protagonistas, Pedro y Guillermo. Pero apenas me senté en la computadora me di cuenta de que yo no tenía idea de cómo escribir una tira, menos una tira rara como esa. ¿Qué sabía yo de abogados? ¿Qué sabía yo sobre un romance entre dos hombres? ¿Qué sabía yo sobre televisión? Eran las tres de la mañana, mi marido dormía al lado mío y yo agonizaba sobre la hoja en blanco. Traté de pensar qué sentiría Guillermo, un abogado casado con una mujer a la que no quiere y que finge una vida heterosexual cuando se enamora de un hombre joven que está a punto de cometer el mismo error. ¿Celos? ¿Impotencia? ¿Bronca? ¿La sensación de que el mundo es un lugar injusto para el amor? Probablemente, cuando Pedro le contara sobre su casamiento con ilusión, Guillermo —que no podía reclamarle nada, que vivía escondido— se burlaría rabioso de todos los rituales románticos que hace la gente enamorada. Arremetería contra esa fiesta, los anillos, la luna de miel, el brindis, el carnaval carioca, la familia, los invitados, hasta llegar a su enemigo número uno: el matrimonio, ese que le estaba robando lo que más quería en el mundo. A Pedro.

No sé cómo pasó, pero se me empezaron a escapar escenas de los dedos. Sin querer le escribí largos monólogos a Guillermo sobre el destino inexorable y gris del matrimonio, sobre la rutina, sobre la monotonía asfixiante y aburrida de la familia tradicional. Le decía a Pedro que no importaba quién fuese él o quién fuese ella ni cómo fueran cuando estaban juntos, porque el matrimonio nos convertía a todos en lo mismo: una pareja de aburridos que pelea un domingo a la tarde en un shopping. Una pareja que vuelve enojada del supermercado. Una pareja que trata de dormirse temprano para no soportarse tanto tiempo. Una pareja que estaba junta porque es más fácil seguir que empezar de nuevo. Que todos pensábamos que éramos lo suficientemente especiales para evitarlo, pero que no era cierto. Que el matrimonio hacía eso con la gente, que no había forma de impedirlo, y que a la larga iba a hacer eso con él y con su mujer. Que nadie es tan distinto como se piensa, ni siquiera él.

Mientras tipeaba me sorprendieron mis palabras. No sabía de dónde salían tantos chistes sobre las parejas y la rutina. Yo, una abanderada del matrimonio, casada felizmente desde hacía once años, de repente estaba vomitando esos monólogos con tanta naturalidad que me asusté. Miré a mi marido durmiendo y pensé si yo no quería separarme sin saberlo. Quizás yo tenía esa idea en la cabeza desde hacía mucho tiempo, pero hasta entonces nunca me había animado a pensarla en serio. Tuve unos momentos de angustia, pero enseguida terminé de escribir las escenas, mandé los guiones y cerré esa madrugada paranoica durmiendo abrazada al lado suyo.

Con el paso de las semanas, escribí muchas escenas para Pedro y Guillermo y descubrí que me encantaba escribir una novela. Las tiras, ahora lo sé, se construyen sobre el amor. Hay otras cosas, por supuesto, pero el amor es como un hilo sobre el que vamos poniendo cuentas de collar. Cuentas lindas, feas, brillantes, opacas, grandes, chiquitas, a veces buenas, a veces malas, pero cuentas que sin el hilo no son nada. La intriga, el suspenso, el humor, cualquier recurso es válido a la hora de escribir, pero no hace que el espectador vuelva todos los días a la misma hora a sentarse a mirar una historia. El amor sí. Es inagotable. Infinito. Verdadero. Nos devuelve la fe en la humanidad, nos hace creer que si los protagonistas terminan juntos vivimos en un mundo más justo. La intriga y el ingenio, en cambio, son limitados. Afean la trama cuando se repiten como un chiste que se cuenta demasiadas veces, que ya no causa gracia, que molesta. Por eso podemos ver mil veces un comercial sensible y conmovernos, pero no releer diez veces la misma adivinanza o acertijo porque pierde la gracia. La telenovela no dialoga con la cabeza del espectador, sino con el corazón. Si le escribimos a la cabeza estamos perdidos. No hay nadie con quien hablar, número equivocado.

Unos capítulos más adelante me tocó ir a comer con Julio, el actor protagonista. Yo estaba fascinada. Era mi actor preferido y escribirle era el sueño de mi vida. Farsantes era todo lo que a mí me interesaba contar en una ficción. Estaba saliendo bien. Las escenas eran preciosas. Julio y Benjamín insuperables, hermosos, el amor funcionaba de maravillas. Todo fluía. Tuvimos una comida divina pero cuando terminamos Julio me hizo un cumplido que me destrozó. Me dijo que al principio del proyecto le había preguntado mucho a mi productor quién había escrito esas escenas sobre el matrimonio, porque estaban construidas con mucha verdad. Que enseguida las notó distintas, porque arrancaban como un chiste y se iban poniendo serias, muy serias. Que sabía que no las había escrito la misma persona que había dialogado el resto del libro, que se había dado cuenta. No me acuerdo exactamente qué más dijo, sólo que repitió la palabra “verdad” muchísimas veces. Demasiadas. Y yo, que siempre había soñado con un elogio como ese, me hundí en una tristeza imposible, porque si eran tan ciertas, si efectivamente estaban construidas con tanta verdad, yo tenía que separarme de mi marido.

Creo que nadie sabe la anécdota, salvo mis amigas. En realidad, casi nadie sabe lo que pasa detrás de la TV, en los decorados, en las computadoras, en las reuniones, en esas madrugadas en las que mirás a tu marido durmiendo. ¿Imaginar

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos