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“Realizo este terrible trabajo lo
más rápido y lo mejor que puedo;
pero todo esto no servirá para nada.
Haga lo que haga, cuando haya terminado
se matarán unos a otros”.
Esta noche la libertad,
DOMINIQUE LAPIERRE Y LARRY COLLINS
PRIMERA PARTE
UNA REVOLUCIÓN EN MARCHA
I
A las cinco y media de la mañana del lunes 1 de octubre de 1973, José Mifkad viajaba recostado contra la ventanilla del colectivo 106, a mitad del pasillo. Era el único pasajero. Subían por la avenida Córdoba, desierta. Mifkad regresaba de trabajar: un show de chistes en el hotel Sheraton, en Córdoba y San Martín, para una boda. Su monólogo había terminado a las cuatro y media de la mañana, pero luego lo atendieron con canapés y bebidas en el camarín. Mientras comía, los músicos de la orquesta klezmer Nishengen se preparaban para volver a entrar. Intercambiaron opiniones sobre la fiesta y los invitados: el catering impecable —excepto por un bocado de salmón y endivias sobre un triángulo de pan negro que el cómico había perseguido infructuosamente, esquivado por un mozo perverso—, las familias compartían el buen talante; no habían ocurrido incidentes desagradables. La celebración terminaría en paz. No siempre ocurría.
José guardó para sí el comentario de que la novia era hermosa. Movía a la perfección sus enormes senos mientras bailaba; no deducía, José, si adrede o involuntariamente. También las caderas y las nalgas eran perfectas. Y esa cara hebrea, mediterránea. Se hubiera casado con ella si le hubieran dado la oportunidad: una mujer respetuosa capaz de ser amante y madre. José era semicalvo: como parte del show señalaba su herradura de pelo rubio comentando que era el único judío con aureola. Ojos celeste acuoso y conveniente delgadez disimulaban su baja estatura. Se durmió contra la ventanilla.
El colectivo frenó en un semáforo en rojo en Córdoba y Gallo; José felicitó mentalmente al chofer: ¿quién respetaría un semáforo en rojo con la calle vacía, y a esa hora, en esa ciudad condenada? Por la vereda izquierda venía caminando, en dirección contraria, una monja. Era joven, el rostro fresco sin maquillar, caminaba muy bien. Pese a la ropa de clausura, se distinguía una bella mujer.
José había dedicado el monólogo a Karina, la novia de la boda. No en cuanto al contenido, sino por la intención: estaba atento a sus reacciones. Solo si ella reía consideraba exitosos los chistes. Y no se había reído en todos, ni porque sí. Su risa era valiosa. En la Torá, la única mujer que reía era Sarah. Para José hacer reír a Karina era un acto íntimo. Pero un ogro, en una mesa cercana a la tarima, reía imparablemente, indiscriminadamente, estentóreo como un disparo en un galpón vacío. El gigante usaba un sombrero con franja, de los años cincuenta, traje ocre, habano entre los dedos regordetes y corbata de colores. Bajo el sombrero se adivinaba una calva descomunal, pero reía como si tuviera todo el cabello, como si pudiera agitar una bruñida melena; sin pausa ni concierto. A José le recordó a un conocido que trabajaba de reidor, echado de su puesto en la claque de televisión porque reía en exceso. Parafraseando la película de Hitchcock, Mifkad había incorporado la anécdota: el hombre que reía demasiado. Las carcajadas compulsivas del gigante calvo podrían haber eclipsado las risas intermitentes y suaves de Karina, pero José de todos modos percibía la risa amada.
Un ejecutivo, con maletín colgando de un brazo elegantemente laxo, pasó al colectivo detenido y pareció a punto de librar un duelo contra la monja: los dos, frente a frente, en la vereda vacía, con el sol apenas asomando. El hombre alzó la mano libre alegremente, y la monja asintió con un gesto. La monja sonrió y apuró el paso. ¿Quizás un encuentro romántico clandestino, doblemente prohibido? José rememoró una canción de María Elena Walsh contra “Los ejecutivos”, burlona, denigratoria. Le gustaban mucho las canciones para niños de Walsh, pero no podía convalidar su diatriba contra los ejecutivos. ¿Qué habían hecho de malo? ¿No eran, al fin y al cabo, los que le editaban los discos? ¿Quién se encargaría de distribuir su música, sino… “La reina batata”?
El sol comenzaba a dificultar la visión de José, sus ojos eran especialmente sensibles a la luz. No alcanzó a dilucidar si la monja se levantaba la pollera gris. Pudo ver al hombre detenido en el lugar. El chofer, paralizado ante la visión, no atendía al semáforo en verde. Los disparos se escucharon con una nitidez espeluznante. José descubrió que la monja había sacado una metralleta de entre sus hábitos. El desconocido yacía en la calle, la sangre manaba de su cuerpo como de un odre agujereado. José se orinó encima. La monja entró a un edificio de la avenida Córdoba. El chofer arrancó a toda velocidad. Un convento, anotó mentalmente José, contra su voluntad, en Córdoba al 3200.
II
Para su gran sorpresa, José durmió sin sobresaltos. Llegó temblando a su departamento en Tucumán y Ayacucho, donde había vivido con sus padres desde que tenía memoria. Por más que había cambiado las sábanas, el acolchado e incluso el colchón, dormir en la que había sido la cama matrimonial de sus padres seguía incomodándolo. En esa misma cama podría haber sido concebido. Sabía a ciencia cierta que no en ese cuarto, porque José había nacido en un departamento anterior, sobre la calle Sarmiento; pero quizás fuera la misma cama, que habían mudado de un departamento a otro. La mera posibilidad lo aterraba. Casi nadie quería morir, pero qué respondería la gente si le preguntaran si deseaba nacer, cavilaba José. “Esos dos, que están por aparearse, serán tus padres. ¿Qué hacemos al respecto? ¿Se los permitimos?”. La reproducción humana era el peor mecanismo de la naturaleza. El acto que permitía el nacimiento de una criatura era desesperadamente buscado por los hombres, duraba un instante; y las consecuencias, toda una vida. José sugería que fuera exactamente al revés: que el acto de crear una nueva vida llevara años, y resultara trabajoso y desalentador. Allí terminaban sus inútiles propuestas sobre el origen de los seres humanos. La raza humana saldría mal en cualquier caso. No había solución.
Con las puertas herméticamente cerradas, el colectivero mantuvo la velocidad de bólido hasta llegar a la comisaría de Lavalle y Larrea. Bajó, y desde la puerta gritó (con acento paraguayo):
—Vengo a denunciar un asesinato.
Los agentes, dos hombres tomando mate, lo miraron sin entusiasmo. Todos los días mataban a alguno en Buenos Aires, todos los días venían a avisarles; eran las seis de la mañana. Cuando José quiso bajar por la puerta delantera, la única abierta, un tercer agente se acercó a “tomarle declaración”.
—No vi nada —mintió José.
—¿Nada? —preguntó con desgano el agente—. ¿No escuchó ningún ruido?
Eran dos preguntas muy diferentes, que debieron haberse realizado con el correspondiente intervalo y aclaración, pero Mifkad no se lo señaló.
Para José, cualquier agente policial era un oficial de la Gestapo. ¿Quién reclamaría por él si lo dejaban “adentro”? Los padres de José vivían en Israel desde el año anterior. Habían hecho Aliá, a un kibutz.
—Nada —había repetido José Mifkad, el primogénito y único hijo de Jorge y Edith, que ahora tenían nombres más juveniles que su propio hijo, y una vida más juvenil también. A los cincuenta y pico de años, se levantaban a las seis de la mañana en el kibutz Misgav Am, en el norte de Israel, en la frontera con el Líbano, y salían a cosechar paltas y dar de comer a los pollos como dos adolescentes. A los pollos los criaban en una carpa gigantesca, monumental incubadora: a Jorge, le contó a José, le recordaba la Caminata Lunar, el juego favorito de José en Mar del Plata.
—Cuando comento que vos te llamás Jorge —le reprochó José a su padre, en un llamado a Israel desde la central telefónica de la calle Florida—, todos me dicen que ese debería ser mi nombre, y José el tuyo. ¿Por qué me pusieron José?
—Por el hermano de tu madre, que murió al nacer —confesó Jorge.
—¿Recién ahora me lo dicen?
—Nunca lo preguntaste.
La Caminata Lunar consistía en una interminable tienda de lona —¿o a José le resultaba interminable en comparación con su pequeña persona de 8, 10 años?— naranja, llena, hasta donde José podía recordar, de aire, un aire que circulaba artificialmente y no se parecía al viento. El piso estaba inflado y desinflado alternativamente, parte un pozo, parte una elevación esponjosa, de modo que al caminar producía el efecto de estar desafiando la gravedad, de flotar alternativamente a grandes saltos y caídas como hubiera ocurrido, de haber podido llegar, el hombre a la Luna. Pero cuando su padre le contó que las carpas donde criaban a los pollos era igual a la Caminata Lunar de la plaza Colón de Mar del Plata… los astronautas americanos, en representación de toda la humanidad, ya habían llegado a la Luna.
La Caminata Lunar, contra toda esperanza, se había hecho realidad. Como el Estado de Israel, como la vacuna contra la polio. Por momentos, efectivamente se podía flotar. Pero Mifkad pertenecía a una pequeña porción de la humanidad que no había sido representada por Armstrong y sus colegas. Mifkad no había llegado a la Luna. Aún se caía y se levantaba en el interior de la carpa color naranja, como si el Apolo nunca hubiera zarpado, sin saber con exactitud si aquellos tropezones eran un entretenimiento o un castigo. Todas las leyes le resultaban desconocidas y aleatorias, incluyendo la de la gravedad. Sus padres, en cambio, tomaban decisiones y pisaban en firme. Sus abuelos habían tomado decisiones desesperadas, las pocas que les permitían, de vida o muerte; sus padres habían podido decidir en un contexto bastante beneficioso y asumiendo riesgos relacionados con la comodidad o la prosperidad. José Mifkad no tomaba ninguna decisión: teniendo todas las variables a su favor, y mayor conocimiento y posibilidades que cualquier otro miembro de su clan, desde la salida de Egipto hasta ese octubre de 1973.
José Mifkad llegó a su hogar temblando, luego del asesinato presenciado a través de la ventanilla. Pensó en llamar a su amigo Radovitzky, el vendedor de seguros; pero primero prefería descansar, aclarar sus imágenes, ideas era demasiado decir para esa avalancha de sangre y sonido que le perforaba la cabeza; ni en sueños su cerebro había reproducido con semejante exactitud el espanto de la experiencia vivida. Cerró los ojos y se durmió con una profundidad inusitada. Olvidó que se había orinado encima. Ni siquiera se cambió la ropa.
Despertó a las dos de la tarde, profundamente deprimido. Luego de ese sueño blanco, sin ruido ni furia, ni locura ni estupidez, el desastre de la monja asesinando al transeúnte regresó con la prepotencia de la venganza. Mifkad se quitó la ropa, se bañó, y luego de cerrar la ducha, sin salir de la bañera, mirándose en lateral en el espejo, puso ambos dedos, uno en cada sien, y comenzó a repetirse: “No pasó nada, no pasó nada, no pasó nada”. La escena que estaba protagonizando le recordó un chiste que le habían contado años atrás. Mifkad nunca lo había contado profesionalmente, porque no sabía de quién era el chiste. ¿Quién componía los chistes que se transmitían de boca en boca? Si hubiera pertenecido a alguno de los grupos de izquierda que parecían haberse enseñoreado del país, no lo hubiera dudado: la CIA. Alguna teoría tercermundista ya habría comprobado que, por medio de los chistes pasatistas, anónimos, la Agencia Central de Inteligencia norteamericana manipulaba el humor de los argentinos, o quizás a través de la sección del Selecciones de Reader’s Digest: “La risa, remedio infalible”, que José leía invariablemente en la biblioteca abandonada por sus padres. No podía dejar de pensar en la monja. Había sacado la metralleta debajo de sus hábitos, y luego entrado al convento. De no haber entrado al convento, podría haber sido una montonera, o del ERP, disfrazada; pero habiendo entrado al convento, probablemente fuera integrante de algún grupo armado de la Teología de la Liberación, seguidores de Camilo Torres, el sacerdote colombiano que había muerto en las sierras, Mifkad no sabía contra quién ni por qué. En la Argentina el padre Mugica decía que estaba dispuesto a morir por los pobres, pero no a matar. Aparentemente, era el único practicante de esa teoría. Pero a Mifkad ni siquiera lo convencía el teorema de Mugica: ¿por qué habría que morir por los pobres? No había muertos por pobreza en la Argentina. No les faltaba alimento ni atención médica. La tasa de distribución de riqueza era la más alta de Latinoamérica. Morían muchos más por declamar querer salvar a los pobres, que pobres en sí. De no ser por los crímenes políticos, Buenos Aires era más segura que Nueva York. ¿A quién querían matar y por qué? ¿Por qué querían morir, y a cambio de quién, si los pobres no pedían que nadie muriera por ellos? Repentinamente millones de latinoamericanos se habían vuelto locos: querían matar y morir. La mayoría eran de clase media, incluso ricos. Era un mal momento para vivir de hacer reír.
Mifkad se dijo que tal vez salir a caminar lo liberara del asedio de su memoria reciente. Los judíos habían caminado cuarenta años en el desierto rumbo a la libertad. Mifkad había quedado rezagado. Perdido. Lo habían alzado a hombros y aplaudido. Pero no encontraba su lugar.
III
Caminar hasta lo de Radovitzky, en Viamonte y Callao, lo relajaba. Comparado con el Once profundo donde vivía José, la zona de Guillermo Radovitzky lucía residencial. Frente a la casa de Radovitzky se alzaba un local de la SIDE, la Secretaría de Inteligencia del Estado, el archienemigo del resto de los argentinos, según el mito, fuera cual fuese su procedencia ideológica. A Mifkad siempre le había causado gracia que Radovitzky, cuyo apellido sonaba igual al del anarquista que había asesinado al jefe de Policía Ramón Falcón en 1909, viviera en frente de los responsables de la seguridad del Estado. Pero ahora, huyendo de los ecos del asesinato, ya no le resultaba cómica la coincidencia. Anarquistas, comunistas, guevaristas: ninguno quería levantarse temprano e ir a trabajar. Ni siquiera trabajar de hacer chistes.
Tocó el timbre, y una mujer, que sonó como la esposa de Radovitzky, le preguntó quién era. Pero a esa hora, se suponía que Alicia estaba trabajando en la DGI; era contadora. Por eso se había tomado el atrevimiento de pasar a visitar a su amigo, sin previo llamado. Los lunes por la tarde, Radovitzky, que vendía seguros a domicilio, los pasaba en su propia casa, repasando papeles u holgazaneando. Una o dos veces Mifkad lo había acompañado y cotejado los chistes mientras su amigo tachaba algún monto o releía un libro. Le abrieron, en cualquier caso. Pasó. El portero lo saludó con un gesto de cabeza, con cierta desconfianza. “En qué trampa me estoy metiendo?”, se preguntó Mifkad.
En el quinto, lo recibieron unos acordes desafinados. Mariana, la hermana de Alicia, había copado el departamento de los Radovitzky para ensayar con su grupo: Los Nativos. Mifkad había coincidido con ellos en una fiesta, en La Boca, que había terminado muy mal. En rigor, la boda de Karina también había terminado muy mal para José: con el asesinato del ejecutivo a manos de la monja. Pero la despedida de solteros de La Boca se había estropeado durante la misma fiesta.
Los Nativos era un grupo de folclore maya compuesto por cuatro músicos: tres instrumentistas y Mariana, la vocalista. Las canciones, que también incluían influencias diaguitas, mapuches, coyas y tehuelches —en todos los casos fraguadas, ficticias o incomprobables—, llevaban títulos como “Romance de la Pachamama”; “Coya muerto, altiplano altivo”; “Libera Tupac Amaru”; “Indio quiero ser”. Acompañaban a Mariana Gadosky: en charango, Beto Kaplan; en quena, Sebastián Hadid; en flauta dulce, Alfredo Abramovich. José sabía que ninguno se había acostado con ella. Eran demasiados hombres compitiendo por un solo botín. ¿Por qué componían esas canciones, si sus abuelos y padres eran judíos? ¿Qué relación tenían con la Pachamama, el Inca Viracocha o Tupac Amaru? Pero ese parecía ser el destino de los jóvenes judíos contemporáneos: sus abuelos habían huido de la opresión, ellos huían de su identidad. Con la creación del Estado de Israel, si querían algo raigal, ancestral, tenían a sus propios indígenas: en Masada, en el Muro de los Lamentos. Pero no se atrevía a mencionárselo a Los Nativos. Beto Kaplan militaba en Montoneros; Hadid, en el ERP (el Ejército Revolucionario del Pueblo, que ni era un ejército ni tenía relación con el Pueblo); Abramovich en el grupo maoísta Larga Marcha. Mariana se acercaba a cada uno aleatoriamente, sin comprometerse con ninguno. Al menor chiste mal entendido, podían mandarlo matar. Ya era un milagro que aún no se les hubiera escapado un tiro.
—Llegó el burgués —decretó Beto Kaplan.
—No cortemos el ensayo —pareció defenderlo Mariana, pero de inmediato agregó—. No le demos el gusto a la burguesía.
Los novios que los habían contratado para alegrarles la despedida de solteros, lo lamentaban profundamente. Desde el inicio, era bastante incoherente que hubieran reunido en un mismo evento a Mifkad y Los Nativos. Pero era una despedida de judíos de izquierda. Habían contratado lo que podían y sabían. También gastaron mucho menos dinero del que sus padres les ofrecían. Querían que fuera una despedida de solteros popular.
Alrededor de las dos de la mañana, el dueño de la cantina había ordenado retirada y cerrar. La cantina estaba contratada hasta las dos y media de la madrugada: mientras los invitados se preparaban para la salida, vencería el horario. Beto Kaplan, algo bebido, argumentó que en una fiesta, especialmente en una despedida de solteros, delante de los novios, no se debía aplicar de ese modo estricto el criterio de propiedad privada. El dueño, don Cósimo, que era una mezcla de mafioso y jefe de la hinchada de Boca, lo miró tratando de dilucidar en qué idioma le estaba hablando. De lo que no dudó fue de la respuesta, en un inconfundible acento italiano, en perfecto español: “Se mandan a mudar porque los saco a patadas”. “Lo de las patadas contra el pueblo se terminó”, acotó Alfredo Abramovich. Don Cósimo se llevó dos dedos a la boca y chifló como un baqueano. Al instante aparecieron cuatro mastines humanos, todos morenos, con cara de hambre de carne. Dejaron ver las culatas de sus armas asomando del borde de los pantalones vaqueros. Mifkad sintió el miedo de sus abuelos en la víspera del pogrom. Mariana, aterrorizada, lo abrazó por la espalda. Uno de los guardaespaldas bajó la mano y apretó sin vergüenza las nalgas de Mariana, apenas ocultas por un pantalón hippie. Mifkad no supo cómo ni cuándo, pero le aplicó un codazo en el estómago al abusador. Cósimo se abalanzó sobre Mifkad y, de la nada, del tumulto que los rodeaba, apareció un joven justiciero, del bando de los invitados del novio, y derribó de un golpe en la mandíbula al dueño de la cantina. El más alto de los pistoleros disparó al aire y fue la desbandada. Los concurrentes escapaban como hormigas. Un anciano pisó el vestido de la novia y la dejó semidesnuda. La novia lloraba. El novio trataba de consolarla. Mifkad conservó, aun en la retirada patética, sin soltar la mano de Mariana, una visión furtiva pero inolvidable de la grupa de la novia con el vestido rasgado, como un souvenir de la despedida de solteros. La madre de la novia sufrió un ataque de nervios y el consuegro intentó tranquilizarla con un cachetazo.
En el camión de sonido que los llevaba a los cinco —Los Nativos más Mifkad—, Beto Kaplan reflexionó:
—Miren a lo que conduce la propiedad privada.
—La propiedad privada, no —replicó Mifkad—. La estupidez.
Beto ya parecía sobrio. Pero lo miró con ferocidad. Mifkad descubrió que del pantalón de arpillera del charanguista, símil indígena (a criterio de Kaplan), también sobresalía un arma. Prefirió callar.
Ahora el destino, más de un año después, masacre de Ezeiza mediante, volvía a reunirlos.
—Mi hermana nos prestó la casa —explicó Mariana—. Guillermo se fue con los chicos a pescar al Tigre.
—¿Los chicos no van hoy a la escuela?
—A Tomás se le murió el hámster —detalló Mariana—. Y Guillermo quiso acompañarlo; entonces lo llevaron también a Gustavito.
Tomás tenía 10 años. Gustavito 7. Los Radovitzky se habían casado cuando Guillermo tenía 20 y Alicia 19. Eran un matrimonio feliz. Quizás el único que a esa altura del año no se preguntaba si se habían casado por amor o por “prejuicios burgueses”. Se casaron porque Alicia había quedado embarazada de Tomás, y luego siguieron intentando amarse, como el resto de las personas que tenían hijos y querían cuidarlos. Fuera cual fuera la respuesta, de todos modos al día siguiente había que ir a trabajar; si es que se quería vivir del trabajo propio, hábito que tampoco estaba en auge. Los comerciantes, los oficinistas, “los ejecutivos”, todos se preguntaban si su rol en la Tierra los “completaba” o no. Al menos al hámster de los Radovitzky no lo había matado un grupo guerrillero ni de ultraderecha. Había amanecido muerto, le contó sucintamente Mariana.
Los Nativos ensayaron su tema “Rebelión contra Colón”:
Eran tres carabelas
Que cuánta muerte traían
Eran tres carabelas
Un almirante las guía
Hacia la sangre del indio
A la salvaje conquista
A someter al mapuche
Al diaguita, al tolteca.
Mifkad se escuchó decir:
—El último verso no rima.
Los tres instrumentistas lo miraron con odio. Mariana ni siquiera lo miró.
—¿Y por qué tiene que rimar, por un prejuicio burgués? —lo censuró Hadid.
La letra la había compuesto Kaplan, fuertemente influenciado por su grupo de referencia, Huerque Mapu, la banda folclórica montonera. Para Kaplan, pensó Mifkad, los Huerque Mapu eran como los Rolling Stones para las personas normales. El propio Mifkad nunca le había prestado demasiada atención a ninguno de los dos grupos. Tampoco los pasaban en las fiestas donde él actuaba.
—Porque la mayoría de los versos riman —polemizó Mifkad—. Si no riman los últimos, queda mal.
El argumento podía aceptarse o rebatirse, pero era indudablemente racional, dentro de lo poco racional que pudiera tener la crítica poética o musical.
—Estás todo el tiempo pensando en qué queda bien o qué queda mal —intervino Mariana, y citó a Marx—: Hasta ahora los críticos se han dedicado a observar el mundo; lo importante es transformarlo.
Los tres Nativos restantes asintieron.
—Yo creo que hay que seguir observándolo —apuntó Mifkad—. Un par de miles de años más.
Nadie le contestó, pero Mifkad, especialmente desazonado desde que la monja había matado al ejecutivo, no quería volver a quedarse solo ni en silencio.
—Ustedes explican todo por medio de la transformación social. Pero hay cosas que suceden sin que nadie las planifique, ni siquiera los más altos poderes. Hoy estaba pensando: los chistes que se cuentan de boca en boca, ¿quién los inventa?
Por un momento pareció que ninguno le respondería. Pero Abramovich optó por avanzar en un improvisado ensayo oral.
—La KGB se encarga de la batalla cultural, desde una técnica gramsciana, en connivencia con la CIA. El objetivo de estos dos bloques imperialistas es apagar la estrella roja de Mao Tse Tung. Los Nixon y los Breznev conspiran contra la revolución china.
Mifkad no lo podía creer: lo que pensaba como parodia, lo convertían en teoría.
—¿Ensayamos la última? —intentó retomar Mariana.
—Le diría a éste que se vaya —comentó Kaplan—. Pero me tengo que ir yo. Tengo reunión de célula.
—¿Es célula o cédula? —preguntó Mifkad.
Resultó que Abramovich debía concurrir a una marcha en apoyo a Mao, amenazado por grupos revisionistas dentro de la propia China, en Florida y Corrientes.
—¿Pero no nadó en el río Yan Tsé, ya, para confirmar su poder? —consultó Mifkad, que había leído la noticia en un diario de la tarde, cuando vivía con sus padres, mucho tiempo atrás.
—¡Eso fue en 1966! —lo amonestó Abramovich—. Pasaron siete años. Mao nos vuelve a necesitar.
Mifkad recordó el momento del diario pasando por debajo de la puerta, como impulsado por una fuerza desconocida, quizás por las olas del río agitadas por el seboso cuerpo de Mao. Mifkad tenía 23 años entonces. En la tapa del diario, Mao hacía la plancha. En siete años, mucho había cambiado en la vida cotidiana de Mifkad: sus padres se habían ido a Israel, vivía solo, se había afianzado en la profesión de contador de chistes. Pero Mao seguía dictando cómo vivir a mil millones de chinos, sin perder un ápice de poder; e incluso quienes estaban fuera de su alcance, como Abramovich, agachaban la cabeza esperando el coscorrón de la mano amarilla. Tres mil años atrás, cuando el Éxodo, solo uno de cada cinco judíos habían huido de Egipto; Abramovich era de los que preferían construir pirámides imaginarias para el Faraón de ojos rasgados.
Hadid también debía marcharse. No explicó a dónde ni para qué. Pero Mifkad intuyó los más oscuros motivos. El ERP secuestraba empresarios. Le habían aclarado al anterior presidente, Cámpora, que no dispararían contra funcionarios civiles de su gobierno. Pero sí contra todos los demás. Era probablemente la tregua más absurda de toda la historia de las sectas adventistas armadas. Con Perón en el gobierno, la masacre estaba asegurada.
Mariana se quedó para arreglar la casa antes de que regresaran su hermana y Guillermo. Y Mifkad con la ilusión de ver al menos un rato a su amigo. Por suerte, ninguno de Los Nativos reparó en que se quedarían solos. Estaban muy preocupados en transformar el mundo.
Sin la presencia de sus compañeros de grupo, Mariana se comportaba con mayor normalidad. En ese mismo momento estaba acomodando las sillas, levantando los pocillos de café, y vaciando los ceniceros sin preguntarse si esa era o no una actividad revolucionaria. Lo hacía muy bien. Mifkad la ayudó. Se puso a lavar un plato.
Mariana se acercó por detrás, para quitarle el plato de la mano.
—¿Por qué me defendiste? —preguntó Mariana—. Esa vez, hace ya un año, en La Boca.
Mifkad lo pensó un segundo.
—No sé. Fue una reacción espontánea. Por suerte.
Mariana calló.
—No me hubiera perdonado quedarme quieto.
Mifkad se desahogó. En rigor, había concurrido a aquella casa para contárselo a Radovitzky.
—Hoy, cuando salía de una fiesta, vi a una monja matar con una metralleta a un ejecutivo. Todavía la veo. Pero cuando llegué a casa, me tiré en la cama y me quedé dormido.
—¿Una monja con metra? —repitió Mariana.
Mifkad asintió. Y agregó:
—No sé dónde la llevaba. Vi que la sacaba de debajo de la ropa. Metra, no —recapituló Mifkad—. Metralleta. Mataron a una persona.
—A un opresor —porfió Mariana.
—Te pueden matar a vos —dijo con un hilo de voz Mifkad—. Mañana mismo. No hay que matar.
—Pareces tu abuelo —se burló Mariana—. Tenés nombre de abuelo. Vení.
Lo tomó de las manos.
Los platos ya estaban lavados, y la mayoría secos. A uno le quedaba un resto de espuma, sobre el secaplatos. Mariana colocó a Mifkad detrás suyo.
—Ese hijo de puta me tocó y vos le pegaste. ¿Cómo me tocó?
El cuerpo de Mifkad, con la inevitable protuberancia, ya estaba tocando el de Mariana, pero ella le pedía que lo hiciera con las manos.
Sin separarse ni un centímetro, Mifkad descendió sus manos hasta las nalgas de Mariana y las acarició.
—Él me las apretó —ordenó Mariana.
Pero Mifkad no le hizo caso y continuó acariciándola con suavidad.
Mariana se dio vuelta y lo besó. Mifkad la abrazó poderosamente; por un instante temió sentir un arma entre las ropas de Mariana, y vio a la monja matando al ejecutivo. Pero sin soltarla caminaron hasta la cama matrimonial de los Radovitzky y cayeron como dos enajenados.
Mifkad consideró perfecto e