El rescate del Mesías

Marcelo Birmajer

Fragmento

Corporativa

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“Realizo este terrible trabajo lo

más rápido y lo mejor que puedo;

pero todo esto no servirá para nada.

Haga lo que haga, cuando haya terminado

se matarán unos a otros”.

Esta noche la libertad,

DOMINIQUE LAPIERRE Y LARRY COLLINS

PRIMERA PARTE
UNA REVOLUCIÓN EN MARCHA

I

A las cinco y media de la mañana del lunes 1 de octubre de 1973, José Mifkad viajaba recostado contra la ventanilla del colectivo 106, a mitad del pasillo. Era el único pasajero. Subían por la avenida Córdoba, desierta. Mifkad regresaba de trabajar: un show de chistes en el hotel Sheraton, en Córdoba y San Martín, para una boda. Su monólogo había terminado a las cuatro y media de la mañana, pero luego lo atendieron con canapés y bebidas en el camarín. Mientras comía, los músicos de la orquesta klezmer Nishengen se preparaban para volver a entrar. Intercambiaron opiniones sobre la fiesta y los invitados: el catering impecable —excepto por un bocado de salmón y endivias sobre un triángulo de pan negro que el cómico había perseguido infructuosamente, esquivado por un mozo perverso—, las familias compartían el buen talante; no habían ocurrido incidentes desagradables. La celebración terminaría en paz. No siempre ocurría.

José guardó para sí el comentario de que la novia era hermosa. Movía a la perfección sus enormes senos mientras bailaba; no deducía, José, si adrede o involuntariamente. También las caderas y las nalgas eran perfectas. Y esa cara hebrea, mediterránea. Se hubiera casado con ella si le hubieran dado la oportunidad: una mujer respetuosa capaz de ser amante y madre. José era semicalvo: como parte del show señalaba su herradura de pelo rubio comentando que era el único judío con aureola. Ojos celeste acuoso y conveniente delgadez disimulaban su baja estatura. Se durmió contra la ventanilla.

El colectivo frenó en un semáforo en rojo en Córdoba y Gallo; José felicitó mentalmente al chofer: ¿quién respetaría un semáforo en rojo con la calle vacía, y a esa hora, en esa ciudad condenada? Por la vereda izquierda venía caminando, en dirección contraria, una monja. Era joven, el rostro fresco sin maquillar, caminaba muy bien. Pese a la ropa de clausura, se distinguía una bella mujer.

José había dedicado el monólogo a Karina, la novia de la boda. No en cuanto al contenido, sino por la intención: estaba atento a sus reacciones. Solo si ella reía consideraba exitosos los chistes. Y no se había reído en todos, ni porque sí. Su risa era valiosa. En la Torá, la única mujer que reía era Sarah. Para José hacer reír a Karina era un acto íntimo. Pero un ogro, en una mesa cercana a la tarima, reía imparablemente, indiscriminadamente, estentóreo como un disparo en un galpón vacío. El gigante usaba un sombrero con franja, de los años cincuenta, traje ocre, habano entre los dedos regordetes y corbata de colores. Bajo el sombrero se adivinaba una calva descomunal, pero reía como si tuviera todo el cabello, como si pudiera agitar una bruñida melena; sin pausa ni concierto. A José le recordó a un conocido que trabajaba de reidor, echado de su puesto en la claque de televisión porque reía en exceso. Parafraseando la película de Hitchcock, Mifkad había incorporado la anécdota: el hombre que reía demasiado. Las carcajadas compulsivas del gigante calvo podrían haber eclipsado las risas intermitentes y suaves de Karina, pero José de todos modos percibía la risa amada.

Un ejecutivo, con maletín colgando de un brazo elegantemente laxo, pasó al colectivo detenido y pareció a punto de librar un duelo contra la monja: los dos, frente a frente, en la vereda vacía, con el sol apenas asomando. El hombre alzó la mano libre alegremente, y la monja asintió con un gesto. La monja sonrió y apuró el paso. ¿Quizás un encuentro romántico clandestino, doblemente prohibido? José rememoró una canción de María Elena Walsh contra “Los ejecutivos”, burlona, denigratoria. Le gustaban mucho las canciones para niños de Walsh, pero no podía convalidar su diatriba contra los ejecutivos. ¿Qué habían hecho de malo? ¿No eran, al fin y al cabo, los que le editaban los discos? ¿Quién se encargaría de distribuir su música, sino… “La reina batata”?

El sol comenzaba a dificultar la visión de José, sus ojos eran especialmente sensibles a la luz. No alcanzó a dilucidar si la monja se levantaba la pollera gris. Pudo ver al hombre detenido en el lugar. El chofer, paralizado ante la visión, no atendía al semáforo en verde. Los disparo

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