Tema resumido
Estaban los nuevos fugaces, individuos que no morirían jamás pero se extinguirían pronto, cuando el tema del día siguiente los borrara, quedando de ellos un ademán señalado sin elocuencia, como la mirada blanca de un hombre (con Estela decíamos “varón”) cuando es incapaz de entender algo. Alguien se va y deja su memoria —al menos eso creen muchos— creímos nosotras aquel día, pero la verdad es que deja menos: gestos incompletos y sentimientos encontrados. En estos casos el pensamiento no pasa de ser el sueldo barato del recuerdo; un producto trajinado sin beneficio. Porque la estela de la palabra recuerdo se desliza por el costado de las personas sin despertar a nadie; se alcanzan verdaderos recuerdos de las cosas o las circunstancias. “De las personas”, adujo Estela, “debemos conformarnos con sus rastros”. Pero de cualquier forma como se los llame, igual impera el olvido, un fondo de sinrazón. Más de una vez esgrimí la deliciosa impaciencia de quien se queda cuando recibe la noticia de alguien que se va; siente subir la alegría por los brazos, dichoso por anticipado ante la amnesia que vendrá. Y enseguida lo borra, el olvido sella la curva de los párpados, siente brotar de las cejas un sudor cargado de presagios y le quedan los labios bien rígidos, tapiados; jamás una palabra sobre el huido, el desgarrado: más lugar, más lugar, más tiempo para los quedados.
Entrada la noche, antes o después de comer, el marido de Estela se incorporaba al grupo. Julio tenía una extraña y envidiable virtud: aunque hablara, siempre permanecía ajeno. Su presencia se conjugaba con los temas: como persona era algo incontrovertiblemente cierto, firme, un cuerpo hacia el que sólo necesitábamos extender el brazo para tocar, y, sin embargo, una materia inasible se organizaba alrededor de su piel, en especial sobre los labios, y se difundía según el ritmo de la respiración trastornando su misma corporeidad hasta casi deshacerlo.
Las veladas con Julio y Estela transcurrieron iguales, repetidas por mucho tiempo. Julio y Estela, qué dupla. Una pareja adormecida, sinuosa. Más adelante referiré los éxitos de uno y las intrigas de la otra. Por ahora señalo el cálido amparo, la protección, que la compañía de ambos me inspiraba. Una protección que después se comprobó engañosa, es cierto, pero que entonces parecía efectiva. Ambos exhibían una rareza primaria, como si las acciones sólo pudieran alcanzar la etapa inicial de su concreción, desvaneciéndose el resto. Ese tipo de comportamiento irresuelto, más bien incompleto, que hacía pensar en la conducta de una especie animal todavía sin definir ni especializarse, que debía aguardar el largo paso del tiempo para precisar mejor sus atributos; ese extravío fugaz que los dejaba absortos, exponiéndolos sin defensa a las sorpresas del azar, todo eso me cobijaba con su calor y, debo reconocerlo, también con su permanente displicencia. Otro de los rasgos habituales de Julio: está por decir algo cuando de pronto se detiene; sus facciones se paralizan y los gestos se coagulan, congelados en una vacuidad sin tiempo. Todavía hoy vacilo en pensar si se arrepentía o se olvidaba de lo que iba a decir. (Estela, acostumbrada, se anticipa al gesto y sigue con lo suyo.)
En esa época yo actuaba como un escenario de sujeto único, impasible y a merced de los días. Del tiempo no quedaba nada, dicho esto en un sentido literal; era un vacío disponible que se renovaba. Podían ocurrir las cosas más insospechadas sin provocar en mí la reacción más tibia, para no hablar de sobresaltos. No se trataba de haber puesto en práctica mis tendencias contemplativas ni de ejecutar una épica de la quietud; era un estado más elemental, la impresión de que la mente era una masa compacta y viajaba en un mar de algodón, en cualquier caso un medio donde daba igual hundirse o seguir flotando, y donde todo era igual, tanto en el avance como en el retroceso. Yo sentía que este mar aislaba y circunscribía mis neuronas (o lo que fuera que hacía funcionar o subsistir a mi conciencia) de tal modo efectivo que, sedadas en esa placidez, renunciaban a ocuparse de lo suyo. Una tarde estaba tras la ventana, absorta como de costumbre, los ojos perdidos, la atención flotante, cuando vi aproximarse una persona. Era un hombre: “un llegado”, murmuré impasible. Me distrajo la luz sobre la ventana, confundiendo lo que estaba más allá, el denominado panorama (la calle, unas casas, algo de verde en sus distintos tonos y profundidades, y poco más). Me intrigó la coincidencia entre ambas cosas —una intriga tonta, sin significado, en la medida en que vivimos rodeados de coincidencias semejantes.
Cierta escena
Por esas curiosas relaciones que se establecen en la mente, a veces fugaces, recordé entonces un momento de infancia: durante una fracción de segundo se hizo ostensible cierta escena que jamás había dejado de irradiar una luz, a medias lejana y a medias familiar. Era mi costumbre infantil de espera vespertina, que cumplía todos los días sentada sobre el piso del patio; aguardaba la llegada de mi padre y mientras tanto imaginaba precipicios en las junturas de las baldosas y en los bordes de los canteros, y desiertos extensísimos en las zonas de indecisión, donde no había nada, sólo tierra seca entre lo edificado y el sector del jardín siempre irresuelto. En esa época era el mundo en miniatura, que tenía en cada baldosa un continente y en el fondo de la casa el universo; era ese mundo en miniatura lo que me sumía en la pasividad, una escala ampliada donde reducir los movimientos hasta la ilusión, una transfiguración del reposo. Llegaba siempre a la misma hora. Aunque mi padre ya pudiera olvidar los peligros del mundo exterior, aunque pudiera olvidarlos hasta el otro día, caminaba a tientas por el pasillo que venía del frente: la amenaza continuaba dentro de él como una presencia efectiva. Luego se asomaba al patio, adelantando su cabeza con un movimiento un poco inopinado, o sencillamente brusco, semejante al de las marionetas. Entonces me parecía un gigante cierto, verdadero, de la misma forma como podía parecerlo cualquier padre —o cualquier adulto— para cualquier niño; su dimensión gigantesca era la medida de la realidad. Al verlo, cualquiera fuera en ese momento el pensamiento, se desvanecía en mí el idilio de la miniatura, desaparecían los precipicios. Él me rescataba del mundo minúsculo, repleto de detalles de fantasía.
Una tarde escuché sus pasos, y al cabo de una breve e inusual demora que me intrigó, pues era ostensible, la marioneta apareció maltrecha. Estaba cubierto de sangre, que había vertido en torrentes por la nariz y un ojo. Ahora la camisa daba prueba de ello, con ese color marchito que sin embargo vibraba, silve