Pequeños combatientes

Raquel Robles

Fragmento

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Índice

Portada

Dedicatoria

Epígrafe

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Agradecimientos

Biografía

Créditos

Grupo Santillana

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A la memoria de mis padres.

A la memoria de mis tíos.

A Juan, por esa noche en la que me leyó este libro de un solo aliento para que pudiera escuchar mi propia voz. Por el resto de las noches y los días en los que me amó. Y por haberme dado la consigna más subversiva que escuché en toda mi vida: descansá.

Para Mariano, el único compañero en la guerra popular prolongada de mi infancia.

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…los corazones de los niños son unos órganos muy delicados. Una entrada dura en la vida puede dejarlos deformados de mil extrañas maneras. El corazón herido de un niño se encoge a veces de tal forma que queda ya para siempre duro y áspero como el carozo de un durazno. O, al contrario, es un corazón que se ulcera y se hincha hasta volverse una carga penosa dentro del cuerpo, y cualquier roce lo oprime y lo hiere.

CARSON MCCULLERS

Cuando culmine el proceso revolucionario argentino, se iluminará el aporte de cada episodio y ningún esfuerzo será en vano, ningún sacrificio estéril, y el éxito final redimirá todas las frustraciones.

JOHN WILLIAM COOKE

Mi voluntad erró su blanco y olvidé lo uno en contra de mi voluntad, mientras quería olvidar lo otro.

SIGMUND FREUD

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Yo sabía que estábamos en guerra, que había habido alguna clase de combate y que ellos estarían en alguna prisión helada peleando por sus vidas. Sabía que me tocaba resistir. Después me desconcertó mucho que no hubiera habido ni un solo tiro. Que el “se los llevaron” no estuviera tan errado, que no fuera una especie de clave para nombrar una balacera tremenda, horas de combate para luego rendirse ante la desigualdad de recursos, sino una realidad: habían venido a mi casa, muchos, es cierto, había habido gritos, desorden, horas de interrogatorio, y luego se los habían llevado. Mi abuela me decía que había sido así porque mis padres habían querido protegernos. Eso siempre me pareció totalmente ridículo: si nosotros éramos combatientes, si estábamos preparados para un momento así, sabíamos qué hacer, cuándo escondernos, cuándo correr, cuándo llorar. Sabíamos que teníamos que ser fuertes, sabíamos las cosas que podían pasar. Despertarse a la mañana y ver a mi abuela desencajada, tratando de ordenar la casa con su cuerpo enorme y disfuncional, repitiendo entre ahogos “se los llevaron, se los llevaron”, fue horrible. ¡Ellos habían luchado durante la noche y yo había estado durmiendo! ¡Qué ser humano puede tener el sueño tan pesado!

Durante mucho tiempo creí que me habían golpeado la cabeza y me había desmayado. Mi hermano era un bebé, un inocente lleno de rulos que usaba chupete, era lógico que hubiera estado durmiendo, o se hubiera quedado calladito del terror. Pero yo… Seguramente me habían asestado un golpe y había perdido la memoria, y mi abuela, pobrecita, me contaba esa otra historia para no traumarme. Por años la dejé repetirme ese cuentito, porque por sobre todas las cosas quería que ella creyera que me estaba ayudando. Cuando me pareció que tenía edad suficiente como para que me viera como un interlocutor menos frágil le pedí que me dijera de una vez la verdad. Y la verdad pareció ser esa: nada de balas, nada de barricadas, nada de granadas ni armas largas. Mis padres, los combatientes, convertidos en dos vecinos, un matrimonio, un hombre y una mujer, encapuchados, subidos a los empujones a un Falcon verde oliva. Me costó mucho reponerme de esa imagen. Noches de insomnio tratando de decodificar el cambio de estrategia. Hasta que entendí: era el súmmum del camuflaje, había que disimular, pasar por gente común, por víctimas de un atropello. Entonces dejé de hablar de táctica y estrategia, dejé de preguntar por los compañeros de mis padres, dejé de entrenar a mi hermano todas las tardes, y me dediqué a disimular. Mi abuela se alivió bastante. Mis tíos dejaron de romperme las pelotas con los psicólogos y los estúpidos de mis compañeritos de la escuela compraron el personaje sin cuestionar nada. Durante meses enteros estuve buscando entre la gente a alguien como yo, porque debía estar lleno de compañeros disimulados entre los civiles. Cuando mis padres todavía luchaban en la superficie, había una cantidad de compañeros que parecía infinita. Dónde estaban todos esos que habían ido a la Plaza de Mayo, dónde estaban los que venían a casa y llenaban todas las habitaciones de ruidos, de risas, de discusiones a los gritos. Dónde estaban los que poblaban los campamentos y los Encuentros Nacionales. En algún lado debían estar. Escondidos, disimulados entre la gente como yo, evidentemente. Mi hermano se resintió mucho con el abandono del entrenamiento. Lloraba, decía que yo ya no lo quería, hasta se enfermó. Entonces me vi obligada a compartir con él mi secreto, a pesar de que me parecía demasiado pequeño para entender nada. Lo llevé al fondo de la casa de mis tíos, donde estaba lleno de cañas. Lo hice agachar hasta quedar totalmente d

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